Teresa en contrapunto
Revolucionaria y posibilista, mística y reformadora, brava y astuta. Sublevada contra la cuestión de la casta, «la gran úlcera de la vida española de su tiempo», pero consciente de las limitaciones que el poder imponía a la evolución de aquella sociedad. En el quinto centenario de Santa Teresa de Jesús, JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO sintetizó para LEER las claves de la ejecutoria y el legado de su egregia paisana.
Quizás lo primero que hay que decir de Santa Teresa de Jesús es que, como el Maestro fray Luis de León, o Luis Vives pongamos por caso, sintió en carne viva, y fue muy consciente de lo que significaba, la cuestión de la casta, la gran úlcera de la vida española del tiempo, y luchó para evitar que siguiese atenazando y enturbiando el ámbito entero del país.
El abuelo paterno de Teresa era un converso del judaísmo, que se llamó Juan Sánchez de Toledo, y su hijo, el padre de Teresa, que comenzó a llamarse Alonso de la Pina o Piña, concluyó por llamarse Alonso Sánchez de Cepeda, y casó en segundas nupcias con doña Beatriz de Ahumada, madre de Teresa. Y ésta sabía que esa condición de venir de conversos decidía el destino de personas y familias enteras y también para los conventos; y que hasta le seriedad de la fe importaba poco, porque, si no se tenía esa mancha de mala casta, poca cristiandad más se precisaba y, si se tenía, ya se era para siempre cristiano y español bajo sospecha, «ganado roñoso y generación de afrenta que nunca se acaba» como decía el Maestro fray Luis de León. Era mancha que impedía entrar religión, en la universidad y otras instituciones estatales o religiosas, y hacía muy arriesgado emparentar con quienes la llevaban.
Durante toda su vida, entonces, Teresa cuidaría bien de que no se mentase el tema de la sangre limpia, y de no rozar siquiera lo que podríamos llamar los «cultemas judaicos», o situaciones, oficios, cocina o muda de ropa interior, afición a la lectura, o uso de la Biblia. Y así, por ejemplo, cuando una pretendiente al noviciado que Teresa ha admitido, al despedirse de ésta ante gentes que están en la puerta del Monasterio de la Encarnación en Ávila dice en voz alta que también traerá al convento una biblia, Teresa la contesta que entonces ya no venga. Y doloridamente hace esto, pero es que sabe muy bien que la posesión de una biblia en romance daba que pensar en judaísmos y ella no podía arriesgar el porvenir de sus monjas, varias de las cuales eran, como ella, de origen converso.
Y podemos recordar igualmente el arreglo que consigue entre sus hermanos para que el esposo de su hermana menor, que es de profesión asentador, no la ejerza porque es una profesión sospechosa; y, sobre todo, pensemos en la tajante recomendación a sus monjas: «Dios libre a todas mis hijas de presumir de letradas. Nunca más les acaezca ni lo consienta», y así es su continuo martilleo de que ella y sus monjas sólo son unas pobres mujeres que no saben más que hilar, y nada más. Al contrario de los hombres, añade a veces, con sarcasmo, porque, tal como se muestran, tendrían trato directo con Dios.
Refrán del tiempo era, desde luego «ni judío lerdo ni liebre perezosa», lo que convertía la inteligencia y el saber en sospechosos, como en el caso del hebraísta Martín Martínez de Cantalapiedra, compañero de cátedra en Salamanca del Maestro fray Luis de León, hijo del boticario de un pueblo cercano del que llevaba el nombre y sobre quien un acusador ante los inquisidores decía que él y sus hermanos que no podían ser sino «de ellos», y «según eran de agudos» o inteligentes y estudiosos. Porque leer y cavilar era peligroso; y Cervantes da en el quid de este asunto, en su entremés Los alcaldes de Daganzo. Uno de los candidatos a alcalde, llamado Humillos, es preguntado si sabe leer y responde: «No por cierto, que es cosa que lleva a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana». Es decir a la Inquisición y al prostíbulo. Y uno de los perros de El coloquio de los perros sabe que el dueño de unos pantalones que ha encontrado es cristiano, porque tienen manchas de jamón.
Sobre tales signos se asienta el cristianismo de muchos como el honor y la honra en la sociedad, y ella sabe que no hay honra sin dineros y, cien años antes que Pascal, distingue entre las autoridades que lo son por naturaleza de las que lo son por convención y que Teresa llamará «postizas». Pero ella no pretende reformar el mundo, sino la orden carmelitana según un patrón de ascética sencillez, oración y trabajo, y ningún poso de mundanidad.
A esta reforma entrega luego ella su vida y por esta razón recorrió la piel de Toro de la Península, para levantar sus conventillos los malos caminos de España a pie, en mula y en carro; con sol, lluvia y hielo, en desastrosas posadas, y mil dificultades de autoridades, y casi siempre con alguna enfermedad encima, de manera que escribe con alguna coquetería o harto realismo en julio de 1574, a sus cincuenta y un años: «Estoy vieja y cansada que se espantara de verme». Pero también dice que se la daba poco de ello, y prosigue con su vida y su escritura, y en febrero de 1577 le pide a su hermano Lorenzo que la envíe, «antes que se me olvide, como otras veces unas buenas plumas cortadas, que acá no las hay buenas y me hacen disgusto y trabajo».
Y luego estaban las preocupaciones de los dineros para levantar y sacar adelante sus conventillos, porque «edificios y casa grande ni curioso, nada. ¡Dios nos libre! Siempre os acordad se ha de caer todo el día del juicio; ¿qué sabemos si será presto?»; y, si eran casas pequeñas, poco ruido harían al caerse. Y silencio hay en su libro Las Moradas donde las aventuras del ánima en relación con Dios, que está en el centro de ella como en un castillo de cristal, pero también en Las Fundaciones en medio de los trabajos y aventuras de su trajín en el mundo.
Nos resulta fascinante. Confiesa con toda naturalidad que ha conocido a una monja que se llamaba Beatriz y estaba enferma, y sus males habían comenzado cuando se enteró de que iban a quemar a varias personas en Valladolid, y una de las monjas quemadas del monasterio de Belén, en Valladolid también, era asimismo amiga suya. De manera que arriesgaba mucho y necesitaba valor para referirse a tan delicados asuntos, mientras que el mismo Maestro fray Luis, más cuidadoso, leía y comentaba en su clase cada vez en voz más baja: «Porque no nos oigan los señores inquisidores», contestaba a los alumnos que se quejaban de aquel su hablar tan quedo. Pero Teresa decía solamente que tiempos recios eran, pero que «el Padre nuestro no nos le podrán quitar», al igual que en asuntos de escritura decidía, bien segura de su pluma: «A esto llamo yo», y se quedaba tan tranquila.
Los relatos de la fundación de Medina del Campo, del lugarejo de Duruelo y de Salamanca están llenos de encanto, de amargor el de la fundación de Sevilla y de desasosiego el de su paso por Córdoba, cuando hubo que cortar los pezones de los carros para que pudieran pasar el puente del río Guadalquivir que estaba junto a la Casa de la Inquisición, y Teresa sabía que el Libro de la Vida que ella había escrito estaba en manos del Inquisidor General, Quiroga, que era de de su tierra; pero, aún así, la dio fiebre; aunque en cuanto pasaron el puente, con el susto que había pasado se la quitó de súbito.
El lector de Santa Teresa se percata inmediatamente del hecho de que la frase de su escritura es directa e incisiva, aunque a veces Teresa hace divagaciones, y dice: «Mucho me he divertido». Es decir, «di-vertido» o «apartado» de lo que estaba contando, pero el lector se lo agradece y se divierte de veras en el sentido de hallar gran placer en lo que cuenta, en lo que reflexiona, o en lo que enreda.
Revista LEER, Numero 258, Diciembre 2014-Enero 2015