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Edición impresaNo Ficción

Teresa en contrapunto

Revolucionaria y posibilista, mística y reformadora, brava y astuta. Sublevada contra la cuestión de la casta, «la gran úlcera de la vida española de su tiempo», pero consciente de las limitaciones que el poder imponía a la evolución de aquella sociedad. En el quinto centenario de Santa Teresa de Jesús, JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO sintetizó para LEER las claves de la ejecutoria y el legado de su egregia paisana.

TeresaDPweb2David Pintor

Qui­zás lo pri­mero que hay que decir de Santa Teresa de Jesús es que, como el Maes­tro fray Luis de León, o Luis Vives pon­ga­mos por caso, sin­tió en carne viva, y fue muy cons­ciente de lo que sig­ni­fi­caba, la cues­tión de la casta, la gran úlcera de la vida espa­ñola del tiempo, y luchó para evi­tar que siguiese ate­na­zando y entur­biando el ámbito entero del país.

El abuelo paterno de Teresa era un con­verso del judaísmo, que se llamó Juan Sán­chez de Toledo, y su hijo, el padre de Teresa, que comenzó a lla­marse Alonso de la Pina o Piña, con­cluyó por lla­marse Alonso Sán­chez de Cepeda, y casó en segun­das nup­cias con doña Bea­triz de Ahu­mada, madre de Teresa. Y ésta sabía que esa con­di­ción de venir de con­ver­sos deci­día el des­tino de per­so­nas y fami­lias ente­ras y tam­bién para los con­ven­tos; y que hasta le serie­dad de la fe impor­taba poco, por­que, si no se tenía esa man­cha de mala casta, poca cris­tian­dad más se pre­ci­saba y, si se tenía, ya se era para siem­pre cris­tiano y espa­ñol bajo sos­pe­cha, «ganado roñoso y gene­ra­ción de afrenta que nunca se acaba» como decía el Maes­tro fray Luis de León. Era man­cha que impe­día entrar reli­gión, en la uni­ver­si­dad y otras ins­ti­tu­cio­nes esta­ta­les o reli­gio­sas, y hacía muy arries­gado empa­ren­tar con quie­nes la llevaban.

Durante toda su vida, enton­ces, Teresa cui­da­ría bien de que no se men­tase el tema de la san­gre lim­pia, y de no rozar siquiera lo que podría­mos lla­mar los «cul­te­mas judai­cos», o situa­cio­nes, ofi­cios, cocina o muda de ropa inte­rior, afi­ción a la lec­tura, o uso de la Biblia. Y así, por ejem­plo, cuando una pre­ten­diente al novi­ciado que Teresa ha admi­tido, al des­pe­dirse de ésta ante gen­tes que están en la puerta del Monas­te­rio de la Encar­na­ción en Ávila dice en voz alta que tam­bién traerá al con­vento una biblia, Teresa la con­testa que enton­ces ya no venga. Y dolo­ri­da­mente hace esto, pero es que sabe muy bien que la pose­sión de una biblia en romance daba que pen­sar en judaís­mos y ella no podía arries­gar el por­ve­nir de sus mon­jas, varias de las cua­les eran, como ella, de ori­gen converso.

Y pode­mos recor­dar igual­mente el arre­glo que con­si­gue entre sus her­ma­nos para que el esposo de su her­mana menor, que es de pro­fe­sión asen­ta­dor, no la ejerza por­que es una pro­fe­sión sos­pe­chosa; y, sobre todo, pen­se­mos en la tajante reco­men­da­ción a sus mon­jas: «Dios libre a todas mis hijas de pre­su­mir de letra­das. Nunca más les acaezca ni lo con­sienta», y así es su con­ti­nuo mar­ti­lleo de que ella y sus mon­jas sólo son unas pobres muje­res que no saben más que hilar, y nada más. Al con­tra­rio de los hom­bres, añade a veces, con sar­casmo, por­que, tal como se mues­tran, ten­drían trato directo con Dios.

Refrán del tiempo era, desde luego «ni judío lerdo ni lie­bre pere­zosa», lo que con­ver­tía la inte­li­gen­cia y el saber en sos­pe­cho­sos, como en el caso del hebraísta Mar­tín Mar­tí­nez de Can­ta­la­pie­dra, com­pa­ñero de cáte­dra en Sala­manca del Maes­tro fray Luis de León, hijo del boti­ca­rio de un pue­blo cer­cano del que lle­vaba el nom­bre y sobre quien un acu­sa­dor ante los inqui­si­do­res decía que él y sus her­ma­nos que no podían ser sino «de ellos», y «según eran de agu­dos» o inte­li­gen­tes y estu­dio­sos. Por­que leer y cavi­lar era peli­groso; y Cer­van­tes da en el quid de este asunto, en su entre­més Los alcal­des de Daganzo. Uno de los can­di­da­tos a alcalde, lla­mado Humi­llos, es pre­gun­tado si sabe leer y res­ponde: «No por cierto, que es cosa que lleva a los hom­bres al bra­sero y a las muje­res a la casa llana». Es decir a la Inqui­si­ción y al pros­tí­bulo. Y uno de los perros de El colo­quio de los perros sabe que el dueño de unos pan­ta­lo­nes que ha encon­trado es cris­tiano, por­que tie­nen man­chas de jamón.

Sobre tales sig­nos se asienta el cris­tia­nismo de muchos como el honor y la honra en la socie­dad, y ella sabe que no hay honra sin dine­ros y, cien años antes que Pas­cal, dis­tin­gue entre las auto­ri­da­des que lo son por natu­ra­leza de las que lo son por con­ven­ción y que Teresa lla­mará «pos­ti­zas». Pero ella no pre­tende refor­mar el mundo, sino la orden car­me­li­tana según un patrón de ascé­tica sen­ci­llez, ora­ción y tra­bajo, y nin­gún poso de mundanidad.

A esta reforma entrega luego ella su vida y por esta razón reco­rrió la piel de Toro de la Penín­sula, para levan­tar sus con­ven­ti­llos los malos cami­nos de España a pie, en mula y en carro; con sol, llu­via y hielo, en desas­tro­sas posa­das, y mil difi­cul­ta­des de auto­ri­da­des, y casi siem­pre con alguna enfer­me­dad encima, de manera que escribe con alguna coque­te­ría o harto rea­lismo en julio de 1574, a sus cin­cuenta y un años: «Estoy vieja y can­sada que se espan­tara de verme». Pero tam­bién dice que se la daba poco de ello, y pro­si­gue con su vida y su escri­tura, y en febrero de 1577 le pide a su her­mano Lorenzo que la envíe, «antes que se me olvide, como otras veces unas bue­nas plu­mas cor­ta­das, que acá no las hay bue­nas y me hacen dis­gusto y trabajo».

Y luego esta­ban las preo­cu­pa­cio­nes de los dine­ros para levan­tar y sacar ade­lante sus con­ven­ti­llos, por­que «edi­fi­cios y casa grande ni curioso, nada. ¡Dios nos libre! Siem­pre os acor­dad se ha de caer todo el día del jui­cio; ¿qué sabe­mos si será presto?»; y, si eran casas peque­ñas, poco ruido harían al caerse. Y silen­cio hay en su libro Las Mora­das donde las aven­tu­ras del ánima en rela­ción con Dios, que está en el cen­tro de ella como en un cas­ti­llo de cris­tal, pero tam­bién en Las Fun­da­cio­nes en medio de los tra­ba­jos y aven­tu­ras de su tra­jín en el mundo.

Nos resulta fas­ci­nante. Con­fiesa con toda natu­ra­li­dad que ha cono­cido a una monja que se lla­maba Bea­triz y estaba enferma, y sus males habían comen­zado cuando se enteró de que iban a que­mar a varias per­so­nas en Valla­do­lid, y una de las mon­jas que­ma­das del monas­te­rio de Belén, en Valla­do­lid tam­bién, era asi­mismo amiga suya. De manera que arries­gaba mucho y nece­si­taba valor para refe­rirse a tan deli­ca­dos asun­tos, mien­tras que el mismo Maes­tro fray Luis, más cui­da­doso, leía y comen­taba en su clase cada vez en voz más baja: «Por­que no nos oigan los seño­res inqui­si­do­res», con­tes­taba a los alum­nos que se que­ja­ban de aquel su hablar tan quedo. Pero Teresa decía sola­mente que tiem­pos recios eran, pero que «el Padre nues­tro no nos le podrán qui­tar», al igual que en asun­tos de escri­tura deci­día, bien segura de su pluma: «A esto llamo yo», y se que­daba tan tranquila.

Los rela­tos de la fun­da­ción de Medina del Campo, del luga­rejo de Duruelo y de Sala­manca están lle­nos de encanto, de amar­gor el de la fun­da­ción de Sevi­lla y de desa­so­siego el de su paso por Cór­doba, cuando hubo que cor­tar los pezo­nes de los carros para que pudie­ran pasar el puente del río Gua­dal­qui­vir que estaba junto a la Casa de la Inqui­si­ción, y Teresa sabía que el Libro de la Vida que ella había escrito estaba en manos del Inqui­si­dor Gene­ral, Qui­roga, que era de de su tie­rra; pero, aún así, la dio fie­bre; aun­que en cuanto pasa­ron el puente, con el susto que había pasado se la quitó de súbito.

El lec­tor de Santa Teresa se per­cata inme­dia­ta­mente del hecho de que la frase de su escri­tura es directa e inci­siva, aun­que a veces Teresa hace diva­ga­cio­nes, y dice: «Mucho me he diver­tido». Es decir, «di-vertido» o «apar­tado» de lo que estaba con­tando, pero el lec­tor se lo agra­dece y se divierte de veras en el sen­tido de hallar gran pla­cer en lo que cuenta, en lo que refle­xiona, o en lo que enreda.

Revista LEER, Numero 258, Diciem­bre 2014-Enero 2015

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