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La belleza del horror en el jardín de Bomarzo

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Manuel Mujica Lai­nez y Alberto Ginas­tera cola­bo­ra­ron estre­cha­mente en la adap­ta­ción ope­rís­tica de la novela del pri­mero, “Bomarzo”, que hoy se estrena en el Tea­tro Real de Madrid. Blas Mata­moro, que se ha apro­xi­mado a ambos en su reciente libro ‘Con ritmo de tango. Un dic­cio­na­rio per­so­nal de la Argen­tina’, des­en­traña su cola­bo­ra­ción artís­tica y el escán­dalo que la obra sus­citó en la pacata Argen­tina de la dic­ta­dura de Onga­nía.

Siguiendo una línea domi­nante en la ópera del siglo XX, tal vez de heren­cia wag­ne­riana, Alberto Ginas­tera siem­pre recu­rrió a la lite­ra­tura como base ver­bal de sus dra­mas escé­ni­cos: Ale­jan­dro Casona para Don Rodrigo, Alberto Girri para Bea­trix Cenci y Manuel Mujica Lai­nez para Bomarzo. En este caso, lo lite­ra­rio era de doble sesgo pues la ópera se refiere a una novela trans­for­mada en libreto por el pro­pio nove­lista. Cabe recor­dar que Manu­cho, apodo por el cual se lo men­ciona habi­tual­mente, aun­que narra­dor y bió­grafo, tam­bién incur­sionó en el verso: Canto a Bue­nos Aires, tra­duc­cio­nes de los sone­tos de Sha­kes­peare y tex­tos tea­tra­les del mismo Sha­kes­peare, Molière y Racine.

La novela Bomarzo fue publi­cada en 1962, en las ori­llas del fenó­meno edi­to­rial cono­cido como boom de la lite­ra­tura lati­noa­me­ri­cana. Digo ori­llas por­que Manu­cho no era, por enton­ces, una nove­dad y lle­vaba casi treinta años de carrera. Tam­poco sim­pa­ti­zaba con la revo­lu­ción cubana, todo lo con­tra­rio, y esto fue, de movida, deci­sivo para entrar o no en el club boo­mista. Pero el libro tuvo éxito, mere­ció tra­duc­cio­nes y pre­mios gra­cias, en cierta medida, al nuevo clima del gusto lec­tor. Lo lati­noa­me­ri­cano se pudo de moda y en ella cabían desde el rea­lismo de Fuen­tes y Var­gas Llosa hasta las geo­me­trías inte­lec­tua­les de Bor­ges y los barro­quis­mos de Car­pen­tier y Lezama Lima.

Mujica Lai­nez ocu­paba su lugar desde tiempo atrás como un here­dero de la novela moder­nista que, en la Argen­tina, había dado su ejem­plo más canó­nico con La glo­ria de Don Ramiro de Enri­que Larreta en 1908. La España rena­cen­tista que en ella apa­rece coin­cide con la Ita­lia rena­cen­tista que da marco a Bomarzo. Desde luego, los extre­mos de goti­cismo y sin­ce­ri­dad sexual de Manu­cho no se los habría per­mi­tido don Enri­que pero la ten­den­cia a la ilu­mi­na­ción colo­rista y la narra­ción como puesta en escena reúne a ambos escri­to­res, per­te­ne­cien­tes a la misma buena socie­dad por­teña y hasta veci­nos de barrio.

‘Tableau vivant’

En efecto, Bomarzo es una novela moder­nista y esta cua­li­dad debió intere­sar a Ginas­tera, ya que la esté­tica moder­nista tiene mucho del oro­pel y la estu­diada y escul­tó­rica ges­ti­cu­la­ción de un buen espec­táculo ope­rís­tico. Hay momen­tos de extensa des­crip­ción que jue­gan a la pin­tura de género y ambien­tan la apa­ri­ción de per­so­na­jes ata­via­dos para un tableau vivant: el patio del pala­cio con su mez­cla de gen­tes y ani­ma­les, la lle­gada del David de Miguel Ángel a la Log­gia dei Lanzi flo­ren­tina, la bata­lla de Lepanto, el gabi­nete de Para­celso con sus artes mánticas.

Item más. Si bien la his­to­ria del pro­ta­go­nista, el duque Pier Fran­cesco Orsini, es inven­tada, el lugar es real­mente exis­tente: Bomarzo, cerca de Viterbo y no lejos de Roma. El Jar­dín de los Mons­truos tam­bién existe y per­te­ne­ció a un Orsini. Desde luego, un iti­ne­ra­rio ini­ciá­tico con una serie de esta­tuas gigan­tes­cas de seres mito­ló­gi­cos e ins­crip­cio­nes críp­ti­cas que remata en una más­cara titá­nica con la boca abierta que da entrada a un supuesto infierno; todo ello parece un deco­rado de ópera. A él corres­ponde la prin­ci­pal figura que da título a la obra.

Manu­cho aceptó la suges­tión de un cua­dro de Lorenzo Lotto, un hom­bre de noble pinta pero giboso. Le atri­buyó a Orsini no sólo un pare­cido con Rigo­letto sino la muerte del padre por artes nigro­mán­ti­cas, la de un her­mano que es empu­jado por la abuela a un abismo –las fami­lias moder­nis­tas dan para todo–, una escena de impo­ten­cia sexual con una cor­te­sana, una amis­tad más que tierna con un esclavo negro que acaba acu­chi­llando a su otro her­mano, una escena de tra­ves­tismo ben­de­cida por un falso cura y un matri­mo­nio de aque­lla manera. Desde luego, la trama gótica, la varie­dad del elenco y el fondo del esce­na­rio esta­ban ser­vi­dos para el ope­rá­tico entu­siasmo de Ginastera.

Según se va viendo, el per­so­naje, sin duda el más com­plejo y mejor ela­bo­rado de todo Manu­cho, da abun­dante juego escé­nico no sólo por su espesa aven­tura per­so­nal sino por su aspi­ra­ción a la vida como una her­mosa obra de arte, que se con­creta en un jar­dín de bellos mons­truos y esa Boca del Infierno donde ansía eter­ni­zarse bebiendo una pócima que acaso no pase de ser letal. La her­mo­sura como forma sen­si­ble del bien hace del arte un camino de per­fec­ción moral y el des­file de los mons­truos, autén­tico camino de imper­fec­ción, se vuelve ini­ciá­tico y redentor.

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El tenor bri­tá­nico John Das­zak inter­preta al duque de Bomarzo en la ver­sión de la ópera de Alberto Ginas­tera que se pre­senta en el Tea­tro Real hasta el 7 de mayo. Al fondo, la con­tralto galesa Hilary Sum­mers en el papel de Diana Orsini, abuela del duque. Todas las fotos son del ensayo gene­ral del 22 de abril de 2017. / © Javier del Real — Tea­tro Real

 

‘Bomarzo affair’

Esta es la his­to­ria curri­cu­lar de la ópera. Tiene otra, donde apa­re­cen más som­bras mons­truo­sas, las del mili­ta­rismo cle­ri­cal argen­tino. El estreno mun­dial tuvo lugar en Washing­ton en 1967. Desde el año ante­rior pre­si­día la Argen­tina el gene­ral Juan Car­los Onga­nía, impuesto por un golpe de Estado que contó con la opi­nión con­tra­ria de los Esta­dos Uni­dos, al revés que el tópico habi­tual. El gobierno apoyó el estreno y los diplo­má­ti­cos del caso lo elo­gia­ron como un triunfo de la cul­tura nacional.

Pero al pro­gra­marse en 1968 en el tea­tro Colón de Bue­nos Aires, una ful­mi­nante ame­naza de sus­pen­der la tem­po­rada seguida de un decreto prohi­bi­to­rio, lo impi­die­ron. Se invo­ca­ron “ele­men­ta­les prin­ci­pios mora­les en mate­ria de pudor sexual”. La memez del asunto llegó a con­ver­tirse en el Bomarzo affair, como lo llamó el emba­ja­dor nor­te­ame­ri­cano Edward Mar­tin, dada la escan­da­lera perio­dís­tica que pro­dujo. Por un lado, el abu­sivo peso del peor cato­li­cismo, encar­nado en el car­de­nal Cag­giano, par­ti­da­rio de impo­ner una “moral obje­tiva” a todo el mundo y con­si­de­rar al gobierno nor­te­ame­ri­cano como favo­re­ce­dor del comu­nismo (conste que Cag­giano había mediado entre el Vati­cano y la Argen­tina en la pos­gue­rra para sal­var el pellejo a los nazis rete­ni­dos en Ita­lia). Recuerdo –tengo edad para ello– que se habló hasta de bes­tia­lismo sexual por­que alguien creyó que Orsini (orsino: osito en ita­liano) demos­traba que el giboso duque era bes­tia­lista sexual por­que man­te­nía rela­cio­nes con un oso. Lo único bueno de este esper­pento fue que se pudo escu­char, en lugar de Ginas­tera, al Mon­te­verdi del Ves­pro della Beata Ver­gine, en la ver­sión Ghe­dini y diri­gido por Fer­nando Pre­vi­tali. En 1972, otro dic­ta­dor, Ale­jan­dro Lanusse, más moderno y astuto que su ante­ce­sor, menos timo­rato y menos tonto, levantó la prohi­bi­ción y así res­tañó la ofensa cau­sada a un par de ilus­tres ciu­da­da­nos, correc­ta­mente con­ser­va­do­res, que podían mos­trar su obra en todo el mundo salvo en el pro­pio país. Desde luego, con los cri­te­rios expues­tos, la mitad de las ópe­ras debe­rían haberse prohi­bido desde siem­pre. Y todo por no ver al pequeño tenor Novoa en bra­zos del robusto bai­la­rín Agüero. En fin, la ópera se repuso en 1984 y per­ma­nece en el reper­to­rio habi­tual del tea­tro citado. Ginas­tera, des­pués de todo, no deja de ser el com­po­si­tor que una abun­dante crí­tica espe­cia­li­zada con­si­dera el mayor de América.

Refi­nado artefacto

El dis­po­si­tivo escé­nico de la obra es com­plejo: dos actos y quince cua­dros separados/unidos por los res­pec­ti­vos inter­lu­dios, de modo que la acción no pierda su nove­lís­tica y, si se pre­fiere, cine­ma­to­grá­fica uni­dad. En efecto, la estruc­tura de la his­to­ria tea­tral que se des­pliega ante el espec­ta­dor es, en sín­te­sis, un ins­tante en la memo­ria del pro­ta­go­nista, que reme­mora su vida en el momento en que bebe la pócima de la eter­ni­dad sin saber que es veneno. Así se dan el pri­mer y el último cua­dro de la ópera.

Entre medias, la acción se divide en dos actos. El pri­mero llega hasta el cua­dro octavo, el que des­cribe el encuen­tro de Bomarzo con el pin­tor Lotto que habrá de retra­tarlo en una pin­tura que, según quedó dicho, sugi­rió a Mujica Lai­nez su iden­ti­fi­ca­ción con Orsini. Es el momento cru­cial de la his­to­ria, cuando él entiende que es la más­cara de un demo­nio que lo habita y decide des­tro­zar el espejo que le devuelve la ima­gen de aque­lla máscara.

En el pri­mer acto se ven des­fi­lar la infan­cia del duque, las bur­las de sus dos her­ma­nos, osten­si­ble­mente bellos y viri­les; el horós­copo que le traza el astró­logo y que define la vida del pro­ta­go­nista como una deriva fatal, tra­zada de ante­mano, obra de unas fuer­zas fas­ci­nan­tes y sinies­tras; el encuen­tro con la cor­te­sana Pan­ta­si­lea, que intenta vana­mente exci­tarlo, más la figura dia­bó­lica que se inter­fiere en todos los actos impor­tan­tes de su vida; luego, con la cola­bo­ra­ción de su abuela Orsini, mata a su her­mano Giro­lamo, en un lugar donde la invo­ca­ción de los ante­pa­sa­dos juega como un ele­mento más de la fata­li­dad gene­ral; Bomarzo es entro­ni­zado duque en una cere­mo­nia solemne; una fiesta orgiás­tica anima la corte ducal dando lugar a dan­zas y entre­ve­ros de los invi­ta­dos. El acto se cie­rra con el men­cio­nado cua­dro del retrato.

El segundo acto empieza con el cor­tejo de Julia Far­nese, a quien el duque ama pero que, en ver­dad, está enamo­rada y liada con su her­mano Mar­val, según ha podido ver en algún momento de su entro­ni­za­ción ducal. Ense­guida hay una escena nup­cial, inte­rrum­pida por la pre­sen­cia dia­bó­lica, tal como ocu­rrió con Pan­ta­si­lea. Hay un cua­dro pesa­di­llesco en que ambos cón­yu­ges son ace­cha­dos por arcai­cas divi­ni­da­des etrus­cas que sur­gen de las hon­du­ras del lugar. Otro encuen­tro mito­ló­gico sucede entre el duque y una esta­tua del Mino­tauro, que cobra vida y, de algún modo, le sugiere y le ordena la cons­truc­ción del Jar­dín de los Mons­truos, un seguro de inmor­ta­li­dad y de sinies­tra her­mo­sura. Tras un encuen­tro de Julia y Mar­val, éste es ase­si­nado por el esclavo negro del duque, muerte cuya ven­ganza correrá a cargo del hijo de Mar­val, quien echará veneno en la pócima supues­ta­mente inmor­ta­li­za­dora del alqui­mista. El duque lo visita y decide inge­rir el pro­di­gioso bre­baje, cuyo efecto, el deli­rio de la inmor­ta­li­dad en la Boca del Infierno del mons­truoso jar­dín, se pone en escena durante el cua­dro que da fin a la obra.

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«Bomarzo» llega al Real en copro­duc­ción con De Natio­nale Opera de Áms­ter­dam bajo la direc­ción musi­cal de David Afkham, direc­ción de escena de Pie­rre Audi y esce­no­gra­fía de Urs Schö­ne­baum. / © Javier del Real — Tea­tro Real

 

Solu­cio­nes para un reto

Varios desa­fíos: pro­puso con­ver­tir la novela en libreto y el libreto en música. Lle­var a la escena todo el enma­ra­ñado reco­rrido del libro era impo­si­ble y hubo que qui­tar epi­so­dios irre­pre­sen­ta­bles en un tea­tro como los recor­da­dos de la bata­lla de Lepanto y la ins­ta­la­ción del David de Miguel Ángel. Por otra parte, una novela es un curso que fluye y no un tejido con nudos suce­si­vos según ocu­rre en el clá­sico tea­tro de ópera. La solu­ción fue, con­forme he ade­lan­tado, cine­ma­to­grá­fica: una escena que abre y cie­rra el espec­táculo y, entre medias, trece epi­so­dios a manera de flash­ba­cks del recuerdo, que van dando lugar a con­se­cuen­tes epi­so­dios que sur­gen de la som­bra del olvido y vuel­ven a ella. Es como si, en el momento de morir, el per­so­naje pudiera reme­mo­rar toda su his­to­ria y apo­de­rarse final­mente de ella, ya que no ten­drá más secuencias.

Para resol­ver el envite, Ginas­tera tenía varias opcio­nes. Una era enco­men­dar un libreto tra­di­cio­nal, con sus reci­ta­ti­vos, arias, coros y núme­ros de con­junto. Para ello hacía falta un libre­tista y Manu­cho no lo era. Por lo demás, si no es den­tro de los lími­tes de la música tonal, resol­ver todas esas fór­mu­las es prác­ti­ca­mente imposible.

Otra alter­na­tiva era la his­to­ri­cista. Puesto que la acción trans­cu­rre en la Ita­lia del siglo XVI, evo­car con una música del siglo XX pero impreg­nada de citas arcai­zan­tes el mundo pin­tado –por así decirlo– en la novela. Al alcance de la mano había ejem­plos que podían jugar como refe­ren­cias: Pul­ci­ne­lla de Stra­vinsky y El reta­blo de Maese Pedro de Manuel de Falla. Nadie menos remi­nis­cente en música que Ginas­tera a quien, por lo que hace a sus usos fol­clo­ri­zan­tes, en espe­cial los de su etapa nacio­na­lista, nada le valían a la hora de evo­car el Rena­ci­miento italiano.

Por fin, dueño de nume­ro­sos recur­sos del len­guaje musi­cal con­tem­po­rá­neo, el com­po­si­tor se deci­dió por hacer una ópera de fina­les del siglo XX que no debiera retra­tar este siglo sino valer para una evo­ca­ción moder­nista, con tra­zos de novela gótica, que aunara lo espe­luz­nante y lo sen­sual de un mundo hecho para el pla­cer y el cri­men. En suma: una ópera de aque­llas que tú me sabes.

Girolamo, el hermano mayor del duque de Bomarzo interpretado por el barítono Germán Olvera, yace sobre una roca tras ser asesinado por su abuela. / © Javier del Real - Teatro Real
Giro­lamo, el her­mano mayor del duque de Bomarzo inter­pre­tado por el barí­tono Ger­mán Olvera, yace sobre una roca tras ser ase­si­nado por su abuela. / © Javier del Real — Tea­tro Real

Ginas­tera uti­liza la ato­na­li­dad pero lo hace libre­mente, sin ajus­tarse a las exi­gen­cias seria­les. Hay momen­tos de micro­to­na­lismo y aper­tura de alea­to­rie­dad (música impro­vi­sada entre dos secuen­cias de par­ti­tura). No se recu­rre a citar música de época pero, por ejem­plo en la Can­ción del triste amor cabe oír una suave remi­nis­cen­cia de madri­gal, así como el ballet orgiás­tico con ritmo de doble ter­na­rio (6/8), muy fre­cuente en Ginas­tera, nos lleva a dan­zas popu­la­res his­pá­ni­cas, desde el fan­dango anda­luz hasta la cha­ca­rera argen­tina o la cueca chilena.

La escri­tura vocal es muy clá­sica, pues hay pape­les para tenor (Gian Fran­cesco Orsini, duque de Bomarzo), barí­tono (Sil­vio de Narni, astró­logo), bajo (Gian Corrado Orsini, padre del duque), soprano (Julia Far­nese), mezzo (Pan­ta­si­lea), y con­tralto (la abuela). Un lugar sono­ra­mente espe­cial ocupa el coro, que se ins­tala en el foso de la orquesta y no ejer­cita un papel de per­so­naje en la acción sino que la comenta y le vale de ambien­ta­ción, de ultra­mundo sonoro, ade­más de fusio­narse con la masa orquestal.

Ginas­tera ha sido un dechado de redac­tor musi­cal, capaz de escri­bir para toda suerte de dis­po­si­ti­vos y de inves­ti­gar toda suerte de sono­ri­da­des. En Bomarzo la exu­be­ran­cia orques­tal, unida a la cui­dada solu­ción armó­nica de cada cua­dro, es de bri­llante efecto. Inse­pa­ra­ble de ella resulta la com­po­si­ción de los inter­va­los que sepa­ran a la vez que unen los cua­dros, pre­pa­rando su atmós­fera mien­tras resuel­ven y dilu­yen el clima del cua­dro pre­ce­dente. El dis­curso de la ópera cobra de esta manera una com­pleta unidad.

Otro deta­lle estruc­tu­ral es el esquema sobre el cual se desa­rro­llan los cua­dros y que es clá­sico y tri­par­tito: expo­si­ción, cri­sis y reso­lu­ción. De tal modo, como el relato tiene una iti­ne­ran­cia de novela, para dar ten­sión dra­má­tica a la obra se recu­rre a mos­trarla en cada cua­dro como un ele­mento autó­nomo, de modo que no sea siem­pre la misma ten­sión que exija la misma dis­ten­sión. Se evita, con estos recur­sos debi­dos al texto y uni­dos a la liber­tad com­po­si­tiva del músico, que la obra se sumerja en la mono­to­nía y la gri­sura que carac­te­ri­zan a las obras ato­na­les de larga dura­ción. Sin duda, en este aspecto, Ginas­tera se apro­xima más a Alban Berg que a Arnold Schön­berg. Y más a sí mismo que a nin­gún otro.

BLAS MATAMORO es ensa­yista, nove­lista y crí­tico lite­ra­rio y musi­cal. Entre sus últi­mos libros des­ta­can “Nietzs­che y la música” (Fór­cola, 2015) y “Con ritmo de tango. Un dic­cio­na­rio per­so­nal de la Argen­tina” (Fór­cola, 2017). Este artículo se publica por cor­te­sía de la Aso­cia­ción de Ami­gos de la Ópera de Madrid.

PORTADA281
Una ver­sión de este artículo apa­rece publi­cada en el número de abril de 2017, 281, de la edi­ción impresa de la Revista LEER.

 

 

 

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