V.C. Andrews tal vez sea la peor escritora del mundo. O la menos comprendida por la crítica sesuda. Las adaptaciones cinematográficas y televisivas de sus historias tampoco le han hecho un favor. Los puristas y algún que otro genio vivo del terror detestan sus argumentos, una mezcla de Tennessee Williams y Faulkner pasada por los bailes de hula hoop con sus picores debajo de la falda; su estilo: plano, cursi, tópico hasta el delirio; sus personajes: tan contradictorios como retorcidos e infectados de una moralina insultante; sus desenlaces: imposibles, reaccionarios y surrealistas a partes igual. Ed Wood y cuantos artistas perseveran en pasiones que no les corresponden son sus hermanos. La diferencia reside en que ella consiguió la gloria cuando parecía condenada a su artrosis reumatoide y a la fusión espinal que la dejó impedida. Para Virginia Cleo Andrews el futuro terminó a los quince años.
Desde entonces estuvo atada a una silla de ruedas en una posición similar a la de los astronautas a punto de despegar y sus puntos de vista y anhelos quedaron fosilizados en una adolescencia eterna. En sus obras, nadie alcanza la madurez, llega a viejo o concibe después de los dieciséis. Bajo los secos cuidados su madre, que odiaba los libros, sedienta de amor y empachada de frustraciones empezó a escribir y se obró el milagro.
Reina bajo tierra
Aquella mujer, adornada como una muñeca repollo con ropas y lazos en tonos pastel, encerrada en su sencilla casa de un arrabal virginiano, se convirtió en leyenda trash. Y aún reina bajo tierra. Porque murió en 1986 pero el grueso de su obra lo ha finalizado el escritor fantasma más rico y famoso de la historia: Andrew Neiderman, autor de más de cien novelas, un pulp venido a más con una desvergüenza de tahúr y un ingenio de charlatán del oeste a quienes muchos conocerán como el autor de Pactar con el diablo, esa fábula burlona protagonizada por Keanu Reeves, Charlize Theron y un Al Pacino en estado de gracia que encarna a un diablo que se define como “el último humanista”. Neiderman sabe mucho de almas y contratos.
Flores en el ático es un awful classic: artefacto literario defectuoso con la fuerza suficiente para engancharte. Parece inofensivo hasta que te metes en sus entretelas
En general suele meterse en el cuerpo y la mente de adolescentes hermosas y calenturientas desde hace tantos años que, bien podríamos asegurar, que es el primer escritor transgénero: nunca antes un varón había representado tantos papeles femeninos. Hay algo obsceno en las sagas perpetradas por uno y otro. No sólo por la rara sintonía entre la escritora muerta y el Señor Valdemar que la revive, obra a obra, primero usando sus argumentos y después los propios en una espiral que ya ha devenido en el puro esperpento. Pero empecemos por el principio. Flores en el ático es un “awful classic”: artefacto literario defectuoso con la fuerza suficiente para engancharte. Parece inofensivo hasta que te metes en sus entretelas y entonces… bienvenido al psicodélico universo de los cuatro muñecos de Dresde, los hermanos Dollanganger, tan rubios y perfectos como los hijos de Satanás. Así les llama su abuela, la imponente Olivia de Foxworth Hall a la que pronto conocerán cuando, a la muerte de su padre, tío de su madre Corrine -barbie inútil que, a fuerza de vagancia, es más mala que la peste-, ésta vuelva, cual cordera al redil, a pedir el perdón de sus fanáticos padres por haber cometido incesto.
Aquella mujer adornada como una muñeca repollo con ropas y lazos en tonos pastel, encerrada en su casa de arrabal virginiano, se convirtió en leyenda trash
El horror no ha hecho más que empezar para los niños. Encerrados en el ático de la inmensa mansión familiar que nunca heredarán, ya que el abuelo no puede saber que su única hija se ha reproducido con su hermanastro pequeño, Kathy y Christopher construyen un jardín de flores de papel para sus hermanitos, Carrie y Cory quienes, sin la luz del sol, empiezan a parecer enanos albinos y raquíticos, mientras los dos mayores, en plena adolescencia, acosados por su abuela que les considera el fruto maldito de una unión indigna y les exhorta a no tocarse, desarrollan una intensidad más de novios que de hermanos. Mientras que la hermosa Corrine se va olvidando de su prole a la que deja en manos de esta abuela loba, capaz de llevar a sus nietos donuts cubiertos de arsénico. Incesto. Canibalismo. Infanticidio. Envidia. Psicopatía. Irresponsabilidades imperdonables y situaciones increíbles en mansiones antiguas, chalets inmaculados, sociedades pueblerinas y horteras dueñas de una estética chillona a camino entre el cinemascope de los cincuenta y el gótico de la Hammer. Todo esto se produce a lo largo de la saga Dollanganger: Flores en el ático, Semillas del Ayer, Pétalos al viento, Si hubiera espinas y Jardín Sombrío, terminado por Niederman –y vaya si se nota, ay-. Los originales americanos tienen unas portadas alargadas y negras estilo ataúd, con los cantos amarillo sudario e ilustraciones de portada que producen risa si estás en un guateque y escalofríos si te acabas de bajar en un autobús en pleno extrarradio.
En realidad Virginia Cleo, que empezó a publicar a los cincuenta y seis años y murió de un cáncer de pecho no tratado a los sesenta y tres –vacaciones eternas lejos de su madre, al fin-, terminó siete libros: Flores en el ático, Pétalos al viento, Si hubiera espinas y Semillas del ayer; los dos primeros volúmenes de la saga Casteel: Heaven Leigh y Ángel Negro, Mi dulce Audrina y las inéditas Dioses de la Montaña Verde (ciencia ficción) y un novelón medieval Los malditos del castillo.
El resto es puro Neiderman, un negocio entre la familia, Neiderman y el monstruo editorial Simon and Schuster que ha generado mucha pasta a base de pervertir la esencia literaria de una mujer con más de hermana Brönte que de novela rosa de supermercado. El secreto de que V.C. Andrews no se caiga de las manos, la razón de que su mundo perturbado, oscuro y noño sea capaz de dejarnos tocados reside en su profunda y desasosegante verdad. Dickens tenía el mismo toque capaz de dar vida a lo más folletinesco y Andrews es una de sus herederas.
Sangre sobre ‘chiffon’ rosa
La saga de Flores en el Ático, la de Heaven Leigh Casteel, la chica hillbilly de las montañas Willies vendida por su padre, y hasta Mi dulce Audrina, tal vez la novela más claustrofóbica, febril y absurda jamás escrita, están basadas en hechos reales. No es sólo que las protagonistas nunca lleguen a una edad más o menos adulta, pues para eso su creadora se quedó estancada debido a su enfermedad y su limitada condición económica, sino que la atmósfera de opresión y amenaza, el terrible sentimiento de cautividad, el abuso parental y la violencia sexual se palpan, nos cortan. Todas desean ser otra. Audrina la primera y mejor Audrina que murió violada; Heaven Leigh, su madre muerta de quien conserva una muñeca retrato de la famosa marca Tatterton; Cathy encajar con su apariencia de porcelana inofensiva. Recordemos que su autora fue prisionera de una enfermedad terrible y de su rígida madre. Jamás tuvo un romance y los únicos hombres a su alcance fueron sus médicos. Su primer manuscrito, rechazado por veinticuatro editoriales, llegó en su formato más exiguo, noventa y ocho páginas, a las manos de una jovencísima editora, Ann Patty, que se atrevió a pedirle una versión más amplia.
La razón de que su mundo perturbado, oscuro y noño sea capaz de dejarnos tocados reside en su profunda y desasosegante verdad
Un mes más tarde le remitió nada menos que seiscientas páginas de una de las numerosas versiones de su historia. Patty ni se imaginaba qué iba a encontrarse en aquella modesta y hasta vulgar suburbia de Michael Lane en Portsmouth, Virginia, donde la dama sureña aguardaba su visita. Era un luminoso día se septiembre cuando aparcó junto a aquella humilde construcción de ladrillo. Sin árboles, flores ni arbustos, en el porche también desnudo, la aguardaba una mujer de edad con el rostro marcado por hondas arrugas que, lejos de revelar, humor, demostraban una gran sequedad de carácter.
-¿Virginia?, indagó la joven cuya mano quedó en el aire.
–No. Soy Lillian, su madre. Ella está dentro. Estamos muy sorprendidas de tu visita.
A la editora le impresionó hallar, en mitad de aquella austeridad puritana –y en las novelas de V. C. las taras religiosas se comen crudas y frías– a una mujer mucho más joven de lo que imaginaba en una silla de ruedas, rodeada de cojines, semitumbada e igual de derecha que si estuviera a punto de despegar, vestida con un llamativo vestido de chiffon rosa. A sus piernas atrofiadas las apresaban medias del mismo color. Su rubia melena, cuidadosamente arreglada, aureolaba un rostro de la misma palidez de sus protagonistas. En definitiva, mostraba en su atuendo el gusto rebuscado que inunda sus páginas mientras que las ventanas desiertas y el césped amarillento del raquítico jardín, se asemejaban a su desnuda prosa. El cansancio asomaba a sus ojos azules. Quizás ya fuera algo tarde para nadar en la abundancia soñada tras años donde lo más interesante eran las partidas de backgammon y las amables visitas familiares de sus hermanos y cuñadas.
–Siéntate, dijo la madre. Voy a preparar unos refrescos.
No podía ser de otra manera en un hogar sureño. Y ese fue el comienzo del meteoro Andrews que ha encandilado miles de lectores, sobre todo adolescentes, pues si existe alguien que de veras captó la presión de un cuerpo que cambia, la angustia de la incomprensión, las hormonas revolucionadas, la perversión de las atracciones fue, sin duda, una escritora que, como mujer, anheló mucho y sólo se pudo realizar a través de una obra que tiene el pulso firme de lo que se ha escrito con sangre.
ADA DEL MORAL
Una versión de este reportaje aparece publicada originalmente en el número de febrero de 2017, 279, de la edición impresa de la Revista LEER