Escriben versos a golpe de emociones, que pagan como Chatski por “La desgracia de ser inteligentes” y esperemos que sus trabajos poéticos no queden diluidos ante la gran avalancha de títulos que el género tritura año tras año. Disponen de toda la maquinaria de las redes sociales: cuenta en Instagram, Twitter y Facebook, canal de Youtube, que Frida Ediciones (antes Alsari Libros) pone al servicio de sus autores peleando con los grandes, con las editoriales que copan los escaparates a las que han arrebatado para su catálogo firmas como la de Luis Ramiro, Marwan o Ismael Serrano y, al tiempo, arriesgando para sacar títulos como Cuando abras el paracaídas, Follamantes, Casi sin querer, La barba de Peter Pan, Viajes a Kerguelen, etc.
El suyo es un público joven, entregado de antemano –no acuden a Las noches de Frida, sus recitales, por casualidad, los buscan, participan en sus concursos de micropoesíatuiteados, porque en esos aforismos encuentran lo que otras lecturas no les dan– y receptivo a esta poesía de urgencia, emergente, que quema.
Porque la escritura de estos jóvenes escritores ha mamado revolución como dice Teresa Mateo en Cuando nos repartimos los bares y está enviciada en la libertad de la palabra. No piden expresarse, lo hacen a bordo de sus corazones sin freno que cuentan lo de siempre, amores, desengaños, los efectos peligrosos de la conciencia social, con el lenguaje que espera su público. No tienen apuros en hablar de gatillazos, bragas o corridas, de su necesidad de pasar por terapia, porque como reconoce Diego Ojeda, no les enseñaron a desvestirse por dentro, ni de tener en sus bibliotecas a Montero, Nicanor Parra, Fitzgerald, Dylan Thomas o Carlos Salem, porque son las referencias estéticas de esos campeones de una ética de juventud. Joaquín Pérez Azaústre ha escrito algunos de los versos que podrían encabezar su revuelta mínima: “Somos tanta vida en los balcones:/un asomarse al mundo/y no poder tocas nuestro sitio en el mundo” y más adelante “la vida no es proclive a la escritura”. Se sienten conspiradores de una fiesta de la creación tan “cósmica y secreta” como la de los antiguos inquilinos de la Residencia de Estudiantes, aunque con el regusto amargo de no haber salido aún del laberinto del reconocimiento en el mundillo literario.
Contra la España oxidada
Aun así, se perciben libres de las expectativas de los demás y apuestan por relaciones sin arnés, sobre todo en lo que concierne a los terrenos amatorios.
Se han plantado contra la España oxidada “que aún nos persigue/llenándonos de fango la memoria”, en palabras de Ojeda en Mi chica revolucionaria. Son poetas que rodean el Congreso por un abrazo, se mudan de afectos “antes de que llegue el desierto”, en cuanto notaron que “has dejado morir/las plantas de mis manos” y disfrutan de la cerveza como bebida grupal. Se sienten al borde del abismo y a veces no pueden evitar silenciar las preguntas (¿Cada cuánto tiempo hay que cambiar las vendas de los ojos?”) que sustituyen por las vivencias discográficas de gentes tan dispares como Miles Davis, Silvio, Serrat, Nach, Loquillo, aunque sepan de buena tinta que nunca fueron los mejores como sus ídolos musicales…
Son autores de poesía emergente, de urgencia, que arde en redes sociales, unidos por el cosmopolitismo, cierto deambular universitario y un fuerte aire urbano
Suyo es el clásico miedo a vivir del arte y una polivalencia que les lleva a internarse en campos conexos como la música, por ser hijos del transmedia. Son internacionales sin deudas, porque huyeron del mitologema de esa América que como sentencia Pérez Azaústre “es el hambre de todos los poetas”, aunque su imaginario sea el de las producciones más ambiciosas como sucede en El secadero de iguanas, la novela de Pedro Andreu que los de Frida han editado. Personajes patibularios en desiertos donde se dejan secar los cadáveres de varanos, peregrinos a una Meca de muerte, espíritus malignos (djins) que se confunden con gitanos feriantes y la peor versión de lo políticamente incorrecto. Mujeres que mudan de piel con sólo un nuevo nombre, pero que siguen comunicándose con un más allá heredero del realismo mágico de Rulfo, García Márquez, y hasta de Isabel Allende.
Dejando al margen esta propuesta narrativa de Andreu, podríamos atar a todos, también al mallorquín, con la ligazón del cosmopolitismo, la educación o al menos un cierto deambular universitario y desde luego un fuerte aire a ciudad que se respira en todos los autores, quienes, pese a sus diversas procedencias coinciden en dar a ese Madrid efervescente de protestas espacio sino de culto, de tránsito nocturno, al menos a sus bares. Pesimismo, que no derrota, también en estas páginas de una colección vitalista en la que las amazonas que baten a los héroes están a la orden del día, la barricada es un punto de encuentro más que una anomalía y el deseo es ese animal estepario para un puñado de autores con conciencia de carencia, mileurista, desubicada y con un prosaísmo en sus textos que a veces es material defensivo contra el dolor de vivir.
ALICIA GONZÁLEZ (@jaberbock)
Este artículo ha sido publicado originalmente en el Extra de Navidad Diciembre 2016-Enero 2017, número 278, de la edición impresa de la Revista LEER.