En este aniversario de su muerte, C.S. Lewis merece ser recordado más allá de Las Crónicas de Narnia. ¿Acaso sus ensayos y ficciones para adultos no mantienen plena vigencia? También sus poemas, recuperados en castellano hace exactamente un año. No cabe duda. Con todo esto supo dar razones para la espiritualidad del hombre contemporáneo, rodeado de inspiradores colegas como J.R.R. Tolkien.
Falleció serenamente en su casa de Oxford, el 22 de noviembre de 1963. Pocos hombres estuvieron tan bien preparados, dijo su albacea literario Walter Hooper, para atravesar esa Puerta a la que él mismo se refirió, impaciente y esperanzado, en cartas a viejos amigos poco antes de morir. Cierto es que nunca se fue del todo, nos quedó su extensa obra. No sólo eso, también su testimonio de una búsqueda intelectual que le convirtió en el epicentro de una legendaria reunión de notables personalidades en Oxford.
Es evidente que, en este tiempo de individualismo y discursos huecos o afectados, apáticos o radicales, descafeinados o sensacionalistas, resulta necesario recuperar en nuestro país la figura ejemplar de Clive Staples Lewis y su lenguaje sencillo con el que abordar los grandes temas de la existencia. Se le debe conceder el puesto de honor que le corresponde, sacarlo del encasillamiento al que le somete la fama de sus cuentos infantiles (este verano supimos que está listo el borrador del guion cinematográfico de La silla de plata, cuarta crónica de la heptalogía narniana) o de la retaguardia a la que le relega la alargada sombra de su colega Tolkien.
Hay que incorporarle de pleno derecho al pensamiento humanista del siglo XXI. Más que saludable, su palabra viva es desintoxicante en forma y contenido.
El único hándicap es que su verbo es, y será, siempre muy exigente; y demanda constante diálogo sin concesiones. Mucho mejor para tantos urgentes despertares y discernimientos, para la reapertura de vías del conocimiento depauperadas. En definitiva, sobran razones para reivindicar su memoria, tan abrumadoras que, aun ofreciendo un recuento exhaustivo, apenas alcanzarán sino a citarse. Porque así fue él, intenso y poliédrico; y así, amplia e irreductible, fue su producción, donde cada respuesta razonada a los grandes interrogantes abrirá siempre una ventana a la Eternidad.
En la promulgación de su pensamiento en España, hay que ensalzar la iniciativa de Rialp con la creación de una colección para sus ensayos, “un legado del siglo XX que, por su hondura, perspicacia y difusión, se considera dentro de los clásicos”, según palabras de Santiago Herraiz, consejero delegado de la editorial, para la revista LEER. La deferencia en el catálogo concede a Lewis un “especial protagonismo” que “los lectores aprecian porque su aportación mantiene una asombrosa actualidad a la hora de entender la cambiante sociedad de nuestros días”, concluye Herraiz.
Por su hondura, perspicacia y difusión, los ensayos de C.S. Lewis revisten la categoría de clásicos del siglo XX
De entre todos los títulos (Dios en el banquillo, Los cuatro amores, Si Dios no escuchase…), destaca Mero cristianismo (Rialp), el libro teológico más representativo. Compuesto a partir de cuatro series de charlas radiofónicas, constituye una de las lecturas cristianas más influyentes desde el pasado siglo, reconocido motor de numerosas conversiones entre las que sobresale la de Francis Collins, uno de los líderes del proyecto Genoma Humano. Son páginas en las que el autor se define como laico ordinario de la Iglesia de Inglaterra, dispuesto a dar el mejor servicio al prójimo no creyente mediante una explicación y defensa del “cristianismo esencial”, profundizando en lo mucho que comparten los credos de las distintas confesiones.
Todo revela un carisma arrollador que evidencia por qué se le ha llegado a conocer como “el apóstol de los escépticos”. Nadie mejor que él para ostentar tal reconocimiento, inspirado en su capacidad argumentativa de alta empatía con todo tipo de auditorios que no resultó sino la consecuencia de su propia forja como hombre de fe.
Fue ateo durante muchos años hasta que “hacia la festividad de la Trinidad de 1929” cedió y admitió “que Dios era Dios”. Lo contó en su autobiografía Cautivado por la alegría (Encuentro), dedicada a los amigos cercanos en 1955. Desde entonces, han proliferado los estudios sobre su vida hasta llegar a los punteros de Alister McGrath, responsable de una aclamada biografía de Lewis, publicada en España por Rialp, y otros grandes lanzamientos como The Intellectual World of C.S. Lewis (Wiley-Blackwell).
La obra de Lewis como erudito y crítico literario arranca con un innovador estudio sobre la tradición medieval, The Allegory of Love (1936) y se cierra con La experiencia de leer (Alba), publicado en 1961. Este último ensayo, que no deja de reeditarse, es una auténtica bomba contra el complaciente relativismo que contamina actualmente el ámbito de la cultura. Sin caer en el oscurantismo terminológico, insta a reflexionar sobre los hábitos de lectura y los prejuicios asociados. Para ello, analiza “cómo lee el mal lector” frente al auténtico “amante de la literatura” a quien define en términos de “lector maduro” perteneciente a una “minoría con sensibilidad literaria”, curtida a través de “la experiencia y la disciplina” y alejada necesariamente de ciertos tipos: “el mero profesional” (insensible porque ha convertido la lectura en mero trabajo), “el devoto de la cultura” (ha desprovisto a la lectura de valor autónomo, instrumentalizándola y despreciándola como fin en sí misma) o “el buscador de prestigio” (sometido a los dictados de la moda).
Para Lewis, el auténtico amante de la literatura es un lector maduro perteneciente a una minoría con sensibilidad literaria curtida mediante experiencia y disciplina
Es en este marco esencial donde aflora la “ficción teológica” de Lewis con un título paradigmático que, junto a Mero cristianismo, constituye un pilar básico de su fama internacional: Cartas del diablo a su sobrino (Rialp), dedicado a J.R.R. Tolkien en 1942. Se trata de un libro muy ameno, capaz de sorprender al lector más avezado por el brillante estilo literario y, sobre todo, el original planteamiento epistolar que refiere el adiestramiento de un anciano demonio (Escrutopo) a otro joven (Orugario) en el oficio de tentar a los humanos. A través de esa insólita correspondencia –y esto es lo verdaderamente significativo-, se describen críticamente las corrientes de ideas, costumbres y hábitos más extendidos en el mundo, desde su reflejo en lo cotidiano. Tan audaz fórmula cautivó al gran público, cuya insistencia para conseguir una segunda parte forzó la publicación de El diablo propone un brindis (Rialp).
Desde el prólogo de esta obra, Walter Hooper establece que Lewis “consiguió complacer el corazón y la cabeza, a un tiempo” con esta literatura, citando como ejemplo temprano (1938) la ciencia ficción teológica de la primera novela de la Trilogía Cósmica o Trilogía de Ramson (Más allá del planeta silencioso, a la que siguieron Perelandra, un viaje a Venus y Esa horrible fortaleza).
Fue sólo tras la conversión cuando Lewis pudo madurar los términos de esa relación privilegiada entre imaginación y razón que caracterizó su entusiasta pluma y que hoy sigue siendo objeto de profundas investigaciones, entre las que sobresalen, debido a su alto pontencial para llegar a todos los públicos, las lideradas por Colin Duriez, padrino de Club LEER, quien este otoño presentó El árbol de las historias (CEU) en Espacio LEER y dejó en el sofá rojo otro regalo: Women and C.S. Lewis (Lion), recomendación especial de #LEERsinprisa este viernes.
De entre la bibliografía de este reputado especialista, hay que ensalzar un libro imprescindible: J.R.R. Tolkien and C.S. Lewis: The story of their friendship (The History Press). Duriez detalla a LEER que “la de Lewis y Tolkien fue una amistad muy profunda, tan fuerte que sin ella no habríamos tenido jamás El Señor de los Anillos ni Las Crónicas de Narnia”. Eso sí, con un matiz en lo bilateral: “las ideas y los escritos de Tolkien impactaron directamente en los textos de Lewis pero la influencia de Lewis sobre Tolkien fue más bien el resultado de un estímulo constante”.
Mitopoeia: Lewis y Tolkien
Se conocieron en el año 1926 y pronto trabaron un vínculo que “duraría más de treinta y cinco años”. No es raro que hubiera altibajos en el transcurso de una amistad tan duradera, “con un período de particular distancia durante la década de los cincuenta”. Incluso en esos momentos críticos, “Tolkien ayudó a su amigo a conseguir la Cátedra de Literatura Medieval y Renacentista en la Universidad de Cambridge”, apostilla Duriez.
A su juicio, las complejas causas de aquel alejamiento incluyen el hecho de que C.S. Lewis se casara con una mujer divorciada, la escritora norteamericana Joy Davidman (Minto), “algo que actuaba contra las convicciones católicas de Tolkien, quien, además, desaprobó tanto los escritos populares de Lewis como sus retransmisiones sobre fe cristiana porque sentía que, como laico, éste no estaba cualificado para instruir a la gente en la fe”. Otros temas que ahondaron en la separación “concernieron a sus puntos de vista artísticos: a Tolkien, por ejemplo, no le gustaban Las Crónicas de Narnia, pues siempre le parecieron demasiado alegóricas, es decir, demasiado explícitas en la enseñanza cristiana”.
Tal vez también pesara en el ánimo del padre de la Tierra Media que Lewis adoptara el anglicanismo en lugar del catolicismo ya que no es baladí la influencia que ejerció en su conversión cristiana, como el propio converso reconoció, señalando especialmente “una larga conversación que tuvo lugar una noche de septiembre de 1931 en el Magdalen College de Oxford”. Lo más interesante de toda esta historia es que la evolución del concepto de mito en C.S. Lewis está asociada íntimamente a su último salto de fe para reconocerse cristiano. Desde el argumento de su poema Mitopoeia, “Tolkien le convenció de que cometía un fallo de orden imaginativo cuando se enfrentaba a la lectura de los Evangelios del Nuevo Testamento porque no llegaba a entender que estos le brindaban los mejores atributos del mito pagano con un valor añadido, una característica distintiva, única y crucial: el haber acontecido como hechos reales, documentados históricamente, en Palestina durante el siglo I”.
Es decir, le conminó a “responder a los Evangelios tanto con el intelecto como con la imaginación”, resume Duriez. Porque, diría Tolkien, “si Dios es mitopoeico, el hombre debe convertirse en mitopático”. De aquí también surgió «una de las mayores influencias tolkienianas en Lewis, el concepto de subcreación que después aplicaría, tras habérselo sido mostrado en el proceso de elaboración de la Tierra Media, a sus propios mundos secundarios como Malacandra y Perelandra, y a la creación de Narnia”.
Los Inklings
El sentido de la amistad entre ambas personalidades adquirió su máxima expresión en un término para iniciados: los Inklings. Así se autodenominaron, en su primera época, “un grupo de cristianos con tendencia a escribir” que comenzaron a reunirse alrededor de Lewis”, según Duriez. Existe una publicación de referencia sobre ello, la primera tentativa de biografía colectiva en relación al fenómeno: Los Inklings de Humphrey Carpenter (Homo Legens).
Sus páginas informan de que, durante años (1933–1962), cada jueves por la tarde, un reducido número de catedráticos y profesores de Oxford, así como algunos de sus amigos no vinculados a la universidad, se congregaban en el pub The Eagle and Child (ellos lo llamaron “The Bird and Baby”), para “tomar unas cervezas y debatir cuestiones como la mitología, la religión o la literatura, y leerse mutuamente lo que estaban escribiendo”. Alcanzaron “notoriedad y ejercieron una gran influencia tanto en el mundo de la literatura fantástica como en el de la apologética cristiana”.
Al calor de un buen fuego, las tertulias de los Inklings, llenas de ideas chispeantes e ingeniosas, se prolongaban hasta bien entrada la noche
Si hubieran de darse características comunes a los convocados, sería “que todos eran muy inteligentes y nada superficiales, pero sencillos y poco dados a la vanidad y, de hecho, capaces, sobre todo, de reírse de sí mismos”. De esta manera los describe el experto nacional Eduardo Segura en su didáctica obra El mago de las palabras (Casals), concluyendo que “se trataba de juntarse al calor de un buen fuego e intercambiar perspectivas sobre los más variados temas en tertulias largas que se prolongaban hasta bien entrada la noche; y muy divertidas, llenas de ideas chispeantes e ingeniosas”. Además de Jack (como se hacía llamar Lewis) y Tollers (como se hacía llamar Tolkien), “los más habituales eran Owen Barfield, un abogado de Londres con puntos de vista semejantes a los de Tolkien; Charles Williams, que trabajaba en una editorial y escribía novelas alegóricas (que a Tolkien nunca le gustaron del todo); Hugo Dyson, profesor en Reading y Oxford; Warnie Lewis, el hermano de Lewis, que era historiador; R.E. Havard, un médico de Oxford que atendía a los Lewis y a la familia Tolkien; y, con el tiempo, el propio Christopher Tolkien también se unió”, enumera Segura, quien añade que todos “gustaban de comentar los acontecimientos de actualidad pero siempre desde un punto de vista crítico”.
Las apasionantes conversaciones, que a menudo encontraron su continuación las noches de los martes en las habitaciones de Lewis, enmarcaron para la posteridad ciertos momentos decisivos de la vida del irlandés. Sus intercambios eruditos con Tolkien le fueron acercando a la fe; y, a la vez, su aliento incondicional para el avance de las historias del Anillo (¡Tolkien leyó, capítulo a capítulo, primero El hobbit y luego El Señor de los Anillos!) generó en Tollers “un profundo agradecimiento hacia él que siempre guardó en su corazón”, culmina Segura.
Inolvidable, sin duda, es la estampa pintada por tantos académicos de aquellos encuentros que también fueron inmortalizados, fugazmente, en Tierras de penumbra (Richard Attenborough, 1993), adaptación cinematográfica de Una pena en observación (Anagrama) donde Lewis expuso su crisis de fe tras la muerte de su esposa.
Si algo queda patente es que “nadie podrá decir jamás creo recordar un encuentro con C.S. Lewis”, sentencia Walter Hooper en el prefacio de Lo eterno sin disimulo (Rialp). “Estoy seguro de ello desde aquella vez que me llevó a la primera reunión con los Inklings, el 10 de junio de 1963 y, a los pocos minutos, incluso los que se hallaban en las mesas cercanas dejaron de hablar para escucharle”, confiesa, admirándose: “la charla de Lewis, rica en ideas, en ortodoxia y en sentido común, fue mejor de lo que yo había esperado oír jamás”. Hooper regala además una valiosa afirmación para las generaciones que le leen sin haber sido sus coetáneas, al asegurar que “gozan de una experiencia notablemente similar a la de aquellos que le conocieron, pues sus libros se parecen mucho a su conversación, tanto en el tono como en el contenido”.
Es necesario recuperar en nuestro país la figura ejemplar de Lewis, su lenguaje sencillo para abordar los grandes temas de la existencia
Añade Humphrey Carpenter desde Los Inklings que, para congeniar con Jack, “era necesario argumentar con el cerebro y con el alma, había que estar preparado para mantener las opiniones con pasión y defenderlas utilizando la lógica”. Y, claro, “no resulta sorprendente que muy pocos dieran la talla”. No es para menos porque, como concluye Colin Duriez, “Lewis fue mucho más que un popular teólogo, historiador y crítico literario, escritor de ciencia ficción, autor para niños, defensor de la fe cristiana, filósofo o poeta: observándolo desde nuestros días en toda su grandeza humana y profesional, le vemos trascender su tiempo y hablarnos cara a cara sobre las grandes inquietudes del siglo XXI”.
MAICA RIVERA (@maica_rivera)
Una versión de este reportaje fue originalmente publicado en el número de noviembre de 2013, 247, de la Revista LEER (cómpralo o mejor aún, suscríbete).