Doblan las campanas anunciando que Destino publicará en noviembre tres dietarios inéditos en castellano de Josep Pla, agrupados bajo un título irreprochablemente planiano: La vida lenta. Aquellos que un atónito día de universidad chocamos –eso sí es un choque de trenes– con la escritura de Pla, y carecemos por desgracia de competencia lectora en lengua catalana, sabemos que no importará cuál sea nuestro nivel de renta en el mes de noviembre: gastaremos lo que nos pida la Casa del Libro por una nueva dosis del genio de Palafrugell.
Que Destino fije noviembre –en el 9 de cuyo mes, no sé si se habrán enterado, hay convocado un referéndum ilegal que persigue la independencia de Cataluña– para tan esperado lanzamiento no obedece, sospecho, a la casualidad o a la inocencia. En la decisión de la benemérita casa editorial, que tantos autores catalanes descubrió al resto de españoles y viceversa, adivinamos un intento plausible, desesperado, por introducir algo de seny en un debate cultural lamentable y completamente contaminado por el encono político.
Desengaños políticos
Ahora bien. Tampoco debiéramos cargar sobre las irreductibles, solitarias espaldas de Josep Pla i Casadevall ninguna encomienda extraliteraria. Eso supondría, de hecho, la mayor de las traiciones a su legado que, como gran literatura que es, repele cualquier uso propagandístico, unívoco o banderizo. Que se lo digan al pobre autor, que pasó los últimos años de su vida esperando en vano el Premio de Honor de las Letras Catalanas, galardón que merecía más que nadie desde Ausias March pero cuya adjudicación dependía del criterio crecientemente sectario y revanchista de Ómnium Cultural, donde apenas el llorado Castellet apoyaba la candidatura del maestro ampurdanés. Así se le hacía pagar su táctica connivencia con la intelligentsia franquista no menos que sus diatribas libérrimas contra el ya intocable Jordi Pujol, a quien apodaba el “milhombres”. Y eso que no sabía lo de las cuentas en Andorra.
En sus últimos años se le hizo pagar su táctica connivencia con la intelligentsia franquista y sus diatribas contra Jordi Pujol
Tampoco se puede olvidar la militancia consciente de Pla en el nacionalismo –fue diputado de la Lliga de Cambó, coqueteó con el radicalismo de Macià–, que bloquea su reivindicación como estandarte españolista en Cataluña, si bien muy pronto la República y no digamos la Guerra le curarían de arrebatos rupturistas con coartada patriótica. Pla se sentía básicamente catalán pero aborrecía el victimismo; confesaba un desdén agrio (y bastante tópico) hacia la Castilla real y la simbólica, pero odiaba el catalanismo político –“No he compartido nunca las ilusiones del patrioterismo catalán”– y la propuesta en serio de la independencia le parecía un disparate. Tras muchas páginas leídas de él y sobre él, yo he llegado a la conclusión de que Pla fue un desengañado prematuro de toda ideología o credo, pues había testimoniado como corresponsal demasiados desastres que le convencieron (por puro cálculo) de que siempre resulta preferible el statu quo al aventurerismo, y de que la independencia es mal negocio porque “los catalanes podemos hacer muchos calzoncillos pero no tenemos tantos culos”.
En sus obras va fijando toda una nueva norma literaria del catalán al tiempo que deplora sus insuficiencias expresivas, y el término “este país” sirve exclusivamente para acotar el trozo de tierra del Bajo Ampurdán que se erizaba con la tramontana, que se incendiaba en los atardeceres cárdenos del Mediterráneo y que moría hermosamente en las orillas de Calella o Palamós. El paisaje, la buena mesa, la rutina invariable de la vida payesa: he aquí la única verdad mediterránea e inmutable, el moderado epicureísmo que constituye la única militancia permitida al hombre cuerdo.
Otra cosa es que de la lectura atenta de la Obra Completa de Pla –¡más de 30.000 páginas, la mayoría por traducir!– se sigan necesariamente lecciones morales y estéticas que le marcan a uno para siempre; que explican ese choque epifánico del que hablaba antes y que levantan ante nuestra sensibilidad el monumento colosal de un carácter, de un estilo, de una ética compositiva que ya no olvidamos jamás. Esto es lo que nos importa en este artículo.
Cruzada antirretórica
Pocos escritores de no ficción –“literatura de observación frente a la de imaginación”, como él prefería definir su quehacer, aunque luego veremos que tal frontera era en él más artificial, más porosa de lo que estaría dispuesto a admitir– resultan tan reconocibles en cualquier página tomada al azar. Pocos también ocultaron tan astutamente el metódico esfuerzo que esa proeza aparentemente naturalísima comporta. Hay un modo de adjetivar específicamente planiano, un uso recurrente del sintagma trimembre (adjetivo + sustantivo + adjetivo, o bien sustantivo + tres adjetivos seguidos separados por comas), un manejo inconfundible del matiz adverbial y del sufijo calificativo en –ble (“ineluctable”, “indefectible”, “inenarrable”), una insistencia en la oración simple copulativa, una capacidad mágica para llenar de sentido términos tan vulgares como “total” o “normal”.
Desde muy joven, el escritor ampurdanés identificó el barroquismo y la pedantería como sus enemigos literarios. Se dio cuenta de la honda huella que el barroco ha dejado en la lengua castellana –y en la catalana por contagio– y tomó partido enseguida por la novela picaresca frente a las sutilezas calderonianas o quevedescas. Confundió, a mi juicio, el barroco con el barroquismo, que ciertamente ha deparado –y depara aún– infumables pastiches donde brilla y se enrosca “la voluta castellana”, ese fraseo proclive a la subordinada cuya finalización sintáctica, según Pla, dibuja la imagen de una cola de pescado. Frente a esa corriente dominante, Pla reivindica la simpleza casi rudimentaria del catalán y a los autores castellanos que se atreven a ser directos y sencillos, como Baroja o Azorín. El autor de El cuaderno gris se tomó su vida –su obra– como una cruzada contra la cursilería y el retoricismo, contra los cuales forjó con mucho trabajo un estilo alternativo en pos de dos valores absolutos: la inteligibilidad y la amenidad. Un escritor, por canónico que fuera, merecía su respeto solo si sus frases resultaban inteligibles y sus argumentos claros, y además lograban entretener al lector. Todo oscurantismo debía ser aclarado; toda hinchazón, pinchada.
Desde muy joven, el escritor ampurdanés identificó el barroquismo y la pedantería como sus enemigos literarios
Sin embargo, este criterio a priori tan operativo siempre está sujeto en sus textos críticos –recomiendo el Diccionario Pla de literatura compilado por Valentí Puig– a la olímpica interpretación personal; solo así se explica su entusiasmo por el realismo que observaba en el Ulises de Joyce y las arcadas que le arrancaba la obra entera de Dostoievski, siendo así que tantos lectores encallan en la prosa enredosa y artificial de Joyce mientras disfrutan de los conflictos psicológicos que transparentan los personajes de Dostoievski.
En realidad hay en Pla una sospecha constante sobre la psicología y el verbalismo: constantemente usa lo que podríamos llamar la estrategia del payés, que consiste en hacerse pasar por una mente popular, empírica, para ganar nuestra simpatía cuando en realidad estamos ante uno de los intelectuales mejor formados del siglo XX europeo. En la forma como en el fondo, Pla parece obsesionado con causarnos la impresión de un modesto notario de aldea, pero eso es porque se había pasado media vida frecuentando salones de intelectuales, artistas y políticos y había desarrollado una sensibilidad muy fina para detectar la impostura. Nada le atemorizaba más que ser tomado por otro fachendoso del país, en palabra muy suya. Pero pese a sus esfuerzos, la abrumadora erudición, la viajadísima experiencia de mundo, la sofisticación conceptual subyace inevitable a cada matiz de su depurada prosa, a cada giro sorpresivo, a cada perspicaz distinción.
Desde que empecé a leerle, noté una incongruencia entre la teoría de estilo que reivindicaba y su ejecución material. Por eso celebré la coincidencia con su amigo íntimo Baltasar Porcel, que explicaba así esa desviación entre su ideal de pulcritud realista y la gravitación final, irresistible, hacia lo elaborado: “Pla sostenía que su estilo era preciso, notarial, pero el impulso que lo inducía a escribir era tan complejo y poderoso que lo traicionaba y su frase se volvía sinuosa, la adjetivación adquiría cromatismo, las ideas se le incrustaban admonitorias. Luego todo junto formaba un estilo entre abarrocado y de mucho relieve, una sensorial y detonante retórica que a la vez se distanciaba de lo que trataba y lo penetraba. Así Pla se convirtió en uno de los grandes escritores y memorialistas del siglo XX”.
El inevitable refinamiento de la pluma de Pla impide que confundamos sus lienzos con fotografías, y en esa creatividad irreprimible se le cuela a Pla la loca de la casa: la imaginación. Que en realidad es la premisa de la precisión: la que causa la desautomatización del lenguaje común anquilosado, por decirlo a la manera del formalismo ruso, y abre el venero de lo literario. Pla elogiaba la perfección de la frase “La puerta es verde”; pero ese tipo de frase es precisamente el que no se encuentra en la obra de Pla. Les sucede a otros muchos autores bien avisados contra los cantos de sirena barrocos que sin embargo no son capaces de resistirse al genio profundo y laberíntico del idioma castellano. Le sucede en nuestros días a un planiano de pro como Arcadi Espada, que reniega del tropo anticientífico estando él mismo excepcionalmente dotado para la metáfora y el conceptismo.
Pese a los tiempos muertos en pos del adjetivo adecuado, la escritura planiana se desata con una engañosa fluencia que nunca cesa
Sin esa tensión entre la sutileza adquirida en mil lecturas y la pretensión de casticismo no habría estilo Pla. Su magnetismo único, sospecho, deriva de esa convivencia original entre el apunte racionalista y la fraseología de pueblo, la verdad del barquero con la alta filosofía, la perogrullada y la frase hecha matizando la observación propia inolvidablemente esculpida; todo en el mismo párrafo. Repetía que todo el quehacer literario se reducía al problema del adjetivo, y hay que entender adjetivo en sentido amplio: se trata del problema de la expresividad, del relieve. Así describe por ejemplo la manera de versificar de Salvat: “Era una poesía a caballo entre el sollozo y la iracundia, entre la vociferación y la humedad de los ojos en blanco delante de un plato de habichuelas con butifarra”. El purista se escandalizará de semejante utillaje crítico, pero leyendo esa frase todos entendemos enseguida los defectos estilísticos de Salvat. Importa ser muy plásticos y amenos, y por eso se requiere la audacia calificativa del maestro del lenguaje y desde luego el humor, la ironía, no pocas veces el afilado sarcasmo de la sátira social. Porque en Pla –creo que no se insiste lo justo en esto– hay una vena de humorismo casi tan antonomásica como en Camba o en Mark Twain.
Con todo, y pese a los tiempos muertos concedidos a la búsqueda del adjetivo adecuado, la escritura planiana se desata con una engañosa fluencia, un empuje torrencial que nunca cesa, envolviendo al lector en su corriente de opiniones y descripciones, de pensamientos y retratos, de máximas sapienciales y ataques a terceros. Todos estos ingredientes constituyen la materia de la que está hecha una obra singularísima de la que cabría decir, como se dice de la de Borges, que edifica toda una literatura. En el caudal libre de la prosa de Pla no es inusual encontrar francas contradicciones de juicio, pero las constantes conservadoras son indudables: “Las cuatro desgracias empiezan por R: Reforma, Rousseau, Revolución y Romanticismo. El mundo de nuestros días”.
El viejo humanismo
En efecto, Pla renuncia al mundo de nuestros días y se enclaustra en el Mas Pla –la vieja masía familiar de Llofriu– para leer y escribir, beber whisky, salir a pasear y recibir a los amigos. Pero no nos engañemos: esa “vida lenta” solo adviene tras décadas de agitada actividad periodística, de corresponsalías europeas, de compromiso en la fiebre política de la época. Era la pura experiencia –traumas como el de su cobertura de la hiperinflación alemana de entreguerras, germen del nazismo, cuando una barra de pan costaba en Berlín un ¡billón! de marcos– la que le llevaba a declarar ante Soler Serrano, en impagable entrevista del programa A fondo de TVE: “Cuando les das el poder a los virtuosos, todo el mundo se muere de hambre”. Lo decía y a continuación el falso payés apretaba la mandíbula, los ojos duros, la boina calada, los dedos enzarzados en torno a un cigarrillo de liar.
Frente al mesías del proletariado o el carismático de la nueva patria, Pla reivindica al burgués adocenado e inofensivo que el pintor Rusiñol fustigaba en sus novelas satíricas protagonizadas por el señor Esteve: “El señor Esteve es un patán, un poco ramplón, vulgarísimo, pero paga religiosamente sus deudas y hace honor a sus compromisos. No es juerguista, ni chismoso, ni es un aprovechado, ni un tipo que acostumbre a dar gato por liebre. Es vulgar, pero serio. Es insignificante, pero positivo, no es genial, pero sí eficaz. Es grotesco, pero respetable, y chabacano sin ser mala persona. Etcétera. Sobre el señor Esteve –sobre los millones de señores Esteve que pueblan la Tierra– se ha construido ese poco de libertad que puede conseguirse en este mundo, ese trocito de tolerancia que hace posible la existencia humana, los progresos obtenidos y el escaso bienestar que este país –y los otros– ha dado de sí”. Sabía lo que decía.
Ahora que vuelven la convulsión, la urgencia histórica y los salvapatrias de de barricada o barretina, uno encuentra la paz releyendo a nuestro Pascal mediterráneo, que definía las revoluciones como “diarreas históricas colectivas a las que suelen propender los pueblos sin mucha entidad”. Pla se sentía heredero del moralismo francés –Boileau, Chamfort, La Rochefoucauld, La Bruyére, Montaigne– y en 1942 publicó su célebre teoría de la propina, de la que uno procura no apartarse demasiado desde que la descubrió citada por Xavier Pericay: “El hombre que consciente o inconscientemente suponga o crea que éste es el mejor de los mundos posibles vivirá rabioso y frenético, mientras que quien parta de la idea de que esto es un valle de lágrimas corregido por un sistema de propinas, vivirá resignado y tranquilo”.
Es el suyo un conservadurismo pagano, de raíz clásica, eterno como las máximas de Epicteto y los caldos de ave de la gastronomía popular
El viejo ideal humanista –un humanismo escéptico, cierto, pero con toda su serenidad individualista; “metafísico cabreo” lo llamó Pániker– late en el fondo de este pesimismo programático que no se ciega ante los problemas pero que extrema la prudencia con las (improbables) soluciones. Por esta vía llegó Pla al descrédito de la “emoción nacionalista” y de todo misticismo contrario al progreso científico y al suave hedonismo latino capaz de combinar lo epicúreo y lo estoico. Es el suyo un conservadurismo pagano, de raíz clásica, eterno como las máximas de Epicteto y los caldos de ave de la gastronomía popular, y su prosa se beneficia de esa textura espiritual tensada entre los polos de lo científico y lo poético.
Pla novelista y reportero
Josep Pla se creyó siempre poco dotado para la fabulación narrativa. Se sabía bendecido por el don de la observación, que canalizó y perfeccionó (y a menudo adornó) en la pulida plasticidad de sus descripciones –“yo me subía a un monte, me ponía delante de un pino y me pasaba horas ensayando su descripción exacta”–, y desconfiaba de que esa facultad fuera suficiente para armar una gran novela. Sin embargo tiene al menos dos que, sin ser cumbres del canon novelístico de siglo XX español, deparan hitos de verdadera maestría en alguien tan reacio a la “literatura de imaginación”. Se trata de La calle Estrecha y de Nocturno de primavera. En la primera se sirvió del alter ego de un médico rural para aplicar la teoría stendhaliana del espejo, paseando su escrupuloso azogue por los tipos humanos y los paisajes de un pueblecito ampurdanés. El resultado es de una piedad balzaquiana conmovedora. En Nocturno de primavera, en cambio, el espejo que usa es deformante, casi esperpéntico, y el retrato social omnisciente que allí compone vehicula una feroz misantropía, una minuciosa embestida contra el arquetipo burgués del municipio con feria, pozo de tedio y mezquindad asfixiantes documentado en el rural catalán de posguerra pero a la vez universal y eterno.
En dichas novelas se constata además la divertida falta de oído de Pla para el diálogo: todos sus personajes, aun los más menestrales, hablan como Pla, adjetivan como Pla, expresan los mismos prejuicios con las mismas palabras que el Pla canónico, dietarista. Por eso digo que Pla es una literatura en sí mismo, pero no por su variedad sino por su terca consistencia: tanto da abrir sus reportajes que sus páginas de memorialismo o sus relatos para hallar un diapasón único, un tono inconfundible, un mismo compás de serenata fluvial, privada, personalísima.
Se creyó siempre poco dotado para la fabulación narrativa, pero La calle estrecha y Nocturno de primavera deparan hitos de verdadera maestría en alguien tan reacio a la “literatura de imaginación”
Entre sus obras afortunadamente traducidas yo destacaría además su librito sobre el escultor catalán Manuel Hugué, primorosamente editado por Libros del Asteroide. Vida de Manolo es una breve biografía escrita en 1927 que por entonces el poeta Ridruejo –traductor normativo de El cuaderno gris– juzgó el mejor libro publicado en España en los últimos treinta años. El autor conoció a Hugué en 1919, y enseguida descubrió en su biografía picaresca y genial un filón literario donde ensayar sus dotes de retratista. Su modelo (remedado ya desde el título con modestia irónica marca de la casa) no es otro que la Vida de Johnson de Boswell, la cumbre del género literario biográfico de todos los tiempos. Un Pla treintañero se muestra aquí fiel a la técnica instituida por el británico: retratar al biografiado a partir de su conversación (con las acotaciones de ambiente imprescindibles), logrando el máximo efecto de autenticidad, de presencia del protagonista, en tanto que el autor se ciñe a la función de mero transcriptor de unos testimonios formidables. En esta obrita Pla anticipa los métodos compositivos del Nuevo Periodismo sin ninguna necesidad de proclamarlo: manejando con sabiduría el artificio de la distancia justa para conferir dimensión mítica –magnética– al dicharachero escultor, un pícaro simpático y talentoso que se movió en el lumpen barcelonés de fines del XIX y en la bohemia parisina de principios de siglo, donde se codeó con Picasso, Moréas, Albéniz, Apollinaire o Santiago Rusiñol. Posteriormente aquilataría su pulso de retratista antológico en los estupendos Homenots, donde sin embargo se despega del enfoque notarial del reportero puro.
“Siempre me ha parecido que aquellos que dicen que la cabeza es la parte más importante del ser humano están equivocados. Probablemente las partes más importantes del hombre son las rodillas y los músculos del brazo”. Por estas sentencias tan serias en su aparente comicidad, por la vocación quirúrgica –indesmayable– con que diseccionó el mundo y su representación, por su sacerdocio agnóstico pero abnegadísimo en el altar diario de la escritura, por su ética innegociable de lo concreto y de la mera tranquilidad frente a los altos llamamientos de los embaucadores, por su subjetividad monumental y casi agresiva de resistente, amamos a Josep Pla. El maestro que nos enseñó definitivamente a no fiarnos de los idealistas y a no separarnos nunca de las cosas mismas: la eterna fenomenología mediterránea.
JORGE BUSTOS (@JorgeBustos1)
Una versión de este artículo ha sido publicada en el número de septiembre de 2014, 255, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco y en librerías seleccionadas, o mejor aún, suscríbete).