No estoy de acuerdo con el director Guillaume Nicloux cuando hace unos días en Madrid me dijo que El secuestro de Michel Houellebecq, que hoy llega a los cines españoles, no es una película hecha para lectores de Michel Houellebecq. Lo es. De hecho, se trata de una película sólo para lectores. Cierto que, más allá de los houellebecquianos –tanto fans como detractores–, la película incumbe a todo espectador sensible a imágenes como la del polémico autor amordazado o al plano detalle de una mano irreverente como la suya escribiendo versos sobre papel. Lectores, lectores que si aún no lo han hecho acudirán a los libros tras el filme. Las aludidas son imágenes poderosas en sí mismas aunque se inserten en el más tragicómico de los escenarios, pero la comprensión cabal de las metáforas y el relleno de los silencios exige llevar equipaje literario al viaje cinematográfico.
Tampoco hacen falta muchas cábalas para afirmar que serán los familiarizados con la vida y milagros del protagonista (aunque él insista en que todo lo que la prensa publica sobre su biografía es falso) quienes disfrutarán plenamente (y muchísimo) la historia, cuyo guión ha sido distinguido en la última edición del Festival de Cine de Tribeca, donde también obtuvo el Premio Especial del Jurado. Es más, que la película parta del supuesto secuestro del escritor (al que se dio pábulo a causa de su repentina desaparición en plena promoción de su última novela), que él se interprete a sí mismo y que a la cinta se le esté asignando alegremente la denominación de “falso documental” alimenta sobremanera la leyenda.
Sigue, sigue creciendo la aureola de malditismo alrededor de Michel Houellebecq con ocasión del estreno de El secuestro. Tuvimos ocasión de comprobar en persona, durante su visita de promoción a Madrid, que él nunca va a ayudarnos a separar a la persona del personaje. Lo intuimos cuando nos encontramos apenas a unos pocos metros de su peculiar figura baudelaireana en nuestro encuentro, lo sabemos en el mismo instante en que nos sentarnos a su lado y lo terminamos de constatar al minuto de encender la grabadora.
En el fondo, nos está haciendo un favor. Dejémoslo estar. Cambiemos de tema. Viremos la mirada hacia otros focos de atención menos efímeros. Porque lo anecdótico en su personalidad termina acaparando la noticia y obteniendo un eco exagerado en los medios. Mientras nos entretenemos con las pistas falsas que conducen al morbo de lo insustancial –que tire la primera piedra el que no se haya dejado engatusar en algún momento, como se apunta en el filme– se nos está escapando lo fundamental, alejado del apunte escandaloso, más allá de perlas como las que el escritor también lanza en la pantalla –“el escritor es pederasta por naturaleza”, por ejemplo–.
Quien no haya experimentado al menos una fugaz impresión de que no atendemos lo que sangra en el fondo del universo Houellebecq, que deje de leer en este mismo instante. Pero quien haya tenido ese presentimiento, que se una sin complejos a la reivindicación poética del polémico autor francés y rescate ahora mismo un libro que merece mucho la pena desempolvar: su poemario Renacimiento. Hace trece años, la delicada edición de Acuarela nos lo presentaba como “un cirujano de su propia vida que trata de encontrar una razón para su existencia y hurga en nuestras heridas más íntimas con un soliloquio proyectado hacia nosotros”. Tras profundizar en el corazón de esta obra, resultará más inoportuno lanzarse a rastrear excentricidades mediáticas del enfant terrible en internet que seguir con un buen volumen de Blas de Otero. Mucho más estimulante. Incluso legítimo, me atrevería a decir. Soledad, muerte, desesperanza, tristeza, miedo, vacío, asfixia y apuntes de un hastío que ahora vemos envenenar, radicalizado, la comedia recién estrenada. No estaría de más tener estas claves muy presentes para cazar y no soltar las sombras tras las sonrisas que provoca Nicloux. Los indicios de todo ello que vislumbremos en el cáustico cóctel nos hablarán de la autenticidad y los grados de ficción en el metraje más y mejor que el propio protagonista o el cineasta.
Como lectura para antes o después de la película, Michel Houellebecq nos recomendaba con la mirada perdida su premio Goncourt El mapa y el territorio (Anagrama). Es la respuesta demasiado obvia a la pregunta que le lanzamos sobre el texto adecuado para calentar motores antes de entrar a la sala. Por eso, nos tomamos toda la libertad de remitir a su poética e invitar a explorar otros derroteros. Porque no es en el cine ni en la novela donde terminamos de atisbar las conclusiones últimas; nos quedamos a medio camino. Mucho menos cara a cara frente a él, como hemos estado. No. Lo que importa de Houellebecq lo hallamos en los primeros poemas que pudimos leerle. Él mismo aseguró hace casi dos décadas que “mientras vivimos en la poesía, el medio más natural de traducir la intuición pura de un instante, vivimos también en la verdad”. Fue en una entrevista para Art Press que recogió El mundo como supermercado (Anagrama), en la que también reconocía la bondad como única superioridad en nuestra sociedad jerarquizada por “criterios despreciables” como “la belleza, la fortuna, la inteligencia, el talento, la fortaleza física…”. Volver a aquellas declaraciones nos deja una sensación rara. Lástima que no sepamos o no podamos promover, veinte años más tarde, mejores titulares que la reproducción de sus boutades.
MAICA RIVERA (@maica_rivera)