Travesuras amatorias niponas
Cabe preguntarse si en esta paralela trama de juegos sexuales no son los protagonistas los más perversos, como elementos activos de esta tensión, sino Toshiko, la hija que actúa cual entomóloga observando a veces escandalizada, otras casi ejerciendo de Celestina desde su residencia de Sekidencho donde propicia los encuentros entre su madre y Kimura, su supuesto prometido. ¿Será casual que la traducción del nombre (Toshiko) sea el de Beatriz? ¿Les acompaña por eso en este Infierno de pasiones al límite? ¿Aportando luz o internándolos cada vez más en la oscuridad de sus instintos?
Hablamos de una conspicua relación dual, la de los dos esposos, entregados a la tarea de resucitar una pareja que languidece después de veinte años de matrimonio, que encuentra sus opuestos casi a modo romboidal en la que forman Toshiko y Kimura. Los primeros, ajado él, espléndida ella, se complacen en unos celos equidistantes mantenidos a través de la argucia de unos diarios que tanto una como otro dicen respetar sin leer su contenido, si bien, de las travesuras amatorias posteriores podemos deducir que aparte del placer estético que pueda dar tocar ese cuaderno de papel de arroz, algo hay de entusiasmo lúbrico tras la ojeada a cada pasaje. Los trazos en katakana de él y en hiragana, ella, nos hablan de la tosquedad de uno y la exquisitez de la otra, por más que el marido lea a Faulkner, aunque recordemos que el libro que tiene entre manos es “Santuario”, aquel volumen en el que el autor sureño recreaba la violación de Temple Drake a manos de Popeye, armado de una mazorca para suplir su impotencia. Infantil una, contrahecho el otro, en una especie de doppelganger de los castos esposos.
Nada malo hay en las confesiones que a modo de desahogo escriben cada uno, el juego de excitaciones mutuas es aceptado por ambos; la vuelta de tuerca llega cuando, aprovechando la desinhibición que el alcohol provoca en su mujer, el marido da un paso más y arriesga el amor de su mujer, transgrediendo todos los límites que ella, de moral timorata impone en sus relaciones sexuales a oscuras. La primera diversión nos recuerda a aquella “Casa de las bellas durmientes” de Kawabata, aunque este marido, lejos de conformarse con la reflexión junto a un cuerpo hermoso, se mide eróticamente con la siempre insatisfecha Ikuko. Si con ella consciente no es capaz de otorgarle todo el placer que ella desea, quizá estando adormecida pueda cumplir todas esas delicuescencias de voyeur que ella nunca consiente. Ahí están algunas de las obsesiones niponas por el vello de las axilas, los pechos pequeños, mezcladas con esas otras más occidentales y el fogonazo de luz bajo la que deleitarse con un cuerpo recién descubierto, el que llevamos consumiendo a ciegas y en privado y hoy queremos “compartir” desvergonzadamente incluso con un extraño para solazarnos en su goce visual y retratar ese placer ajeno en brazos de otro que ya no cabe posponer ahora que la muerte acecha.
ALICIA GONZÁLEZ