Infancia en la linde del infierno
Cuando leemos textos escritos en Europa en una determinada época del siglo pasado, inevitablemente nos topamos con uno de los personajes más abyectos que ha dado la historia, el mismo demonio reencarnado a favor de una causa de largo alcance: Hitler y su peculiar manera de reordenar el mundo a la medida de su enfermiza obsesión.
Hitler fue derrotado y su plan de exterminio –respaldado, como vimos en Treblinka, por una perfecta maquinaria de matar y hacer desaparecer los cadáveres después de pervertir los cuerpos y evaluar las conciencias hasta extremos inconcebibles– no se pudo cumplir en su totalidad, aunque el camino quedaron millones de muertos, visibles e invisibles. El gran fracaso del demoniaco canciller alemán se sustenta en los que sobrevivieron a la ignominia y tuvieron la valentía de contarlo. También en los testigos, investigadores y víctimas con mayor o menor grado de cercanía a los hechos que se comprometieron a no olvidar; pero sobre todo a los que vivieron para contarlo.
Entre las víctimas indirectas hay no pocos escritores. Georges Perec fue un miembro destacado de esa cofradía que revierte en palabras el dolor y las experiencias traumáticas con la confianza de que éstas, las palabras, trasciendan a los testimonios y se graben para siempre en las conciencias de las generaciones venideras.
Perec (1936–1982) estuvo de moda entre nosotros en los ochenta gracias a la publicación en Anagrama de La vida. Instrucciones de uso (su obra de referencia) y el entusiasmo de muchos autores españoles (entre ellos algún amigo, como Adolfo García Ortega y Félix Romeo Pescador) que veían un soplo de aire fresco y de aventura en su manera de enfrentarse al ejercicio literario, el eco del nouveau roman y la posibilidad de crear en libertad y sin trabas teóricas ajenas a la propia vocación de la escritura.
En 1975 Georges Perec había publicado un libro (W o el recuerdo de la infancia, Península) en el que salía en busca de su niñez después de afirmar: “No tengo recuerdos de infancia” o “No sé en qué punto se rompieron los hilos que me unen a mi infancia”. Al punto se embarcaba en una aventura que, desde la palabra, llamaba a la sorpresa y el misterio, al juego de dobles y al asunto de la memoria y la identidad. Aventura de la que podemos disfrutar por mor de la oportuna edición de W… en la editorial Menoscuarto.
Siempre me sorprendió la minuciosidad con que Perec preparaba el marco donde iban a desarrollarse sus historias. Lejos de la prolijidad (a sus textos nada les sobra), trazaba con maestría la geografía imaginaria, el suelo que habrían de pisar sus personajes, el campo arbitrario donde se manifestarían las emociones.
En W o el recuerdo de la infancia Perec no falta a esa minuciosidad en la preparación de un terreno que habrá de transitar él por primera vez, pues se trata de un terreno desconocido que habrá de llevarle al descubrimiento de su infancia y por lo tanto al reencuentro con su identidad; terreno ignoto y peligroso, por cuanto depende de la memoria y ésta por el momento está más cargada de imaginación y relatos que de recuerdos.
El viaje a W es necesario, así como la reinvención de W y el descubrimiento de quien se fue: reto al que se llega después de muchos avatares y laberintos.
La imaginación y el deseo propulsan al escritor hacia la realidad que, curiosamente, comienza con una verdad insoslayable: el monstruo nazi es el responsable de su orfandad y también de su pérdida de identidad. Hitler y su aberrante idea se comieron su infancia.
El rescate de esa infancia, la recuperación de la identidad, la reestructuración de la memoria y la creación de un minucioso espacio literario abierto a todas las posibilidades es la intención que mueve a la aventura que, recomiendo, vivir con la misma intensidad con que Georges Perec la escribió.
AURELIO LOUREIRO