Controversias, riñas, duelos, peleas de escritores y literatos. Nada nuevo bajo el sol, cuando el brazo de uno de nuestros más esclarecidos autores –el manco Valle-Inclán– hubo de ser amputado como consecuencia del bastonazo que le propinó el novelista Manuel Bueno, por oscuros y difusos motivos que aún se dilucidan. Más próxima en el tiempo, es conocida la tendencia a la reacción violenta del Nobel Camilo J. Cela, ya desaparecido. En el terreno internacional, son numerosos los casos de enfrentamientos entre escritores que han trasladado su rivalidad literaria al terreno de los puños o al de los enfrentamientos y polémicas en libros de memorias o en los medios de comunicación. Es hasta cierto punto normal que artistas, creadores literarios, escritores, periodistas, que trabajan con un material tan altamente inestable, inflamable y explosivo como son las pasiones humanas, vean en ocasiones sus controversias desbordadas hacia los terrenos de la violencia física. Yo mismo, en alguna ocasión, he sentido la fuerte tentación –que he logrado contener, y no sin esfuerzo– de suministrarle a algún majadero un par de guantazos. Sin embargo, ninguno de tales enfrentamientos ha provocado tanto ruido mediático como el que, hace escasas semanas, suscitó una vieja pelea (física) de hace nada menos que 31 años entre dos colosos de las letras hispanoamericanas.
Internet, en estos días, ofrece, con gran relieve tipográfico, cientos de informaciones y comentarios de periódicos, revistas, columnistas, agencias de noticias, blogs, etcétera, sobre un célebre puñetazo rescatado ahora, tres décadas después, con todo lujo de detalles, incluidas sus dosis de misterio y su carga fuertemente literaria y, sobre todo, con unas inesperadas y espectaculares fotografías.
Y, paradójicamente, tan abrumador tsunami informativo –aparecido en el entorno de la celebración, en Cartagena de Indias, del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, en el que se rindió homenaje al Nobel García Márquez por su 80 cumpleaños– ha sido acompañado de un sorprendente, y parece que nada casual, silencio informativo en España.
Los responsables del ruido, un fotógrafo mexicano amigo de García Márquez, Rodrigo Moya, un periódico azteca, La Jornada y, finalmente, The New York Times, que el pasado 29 de marzo hizo de estruendoso altavoz y dedicó en su sección de libros una detallada crónica para relatar la singular y muy literaria historia, titulada: “El ojo morado de García Márquez finaliza sus 31 años de silencio”.
El poderoso rotativo neoyorkino, a través de la firma de Noam Cohen, recogía la historia, con una entradilla ciertamente inusual para un rotativo de su prestigio: “La pelea entre el escritor colombiano García Márquez y el escritor peruano Mario Vargas Llosa, que tiempo atrás habían sido grandes amigos, contiene todos los ingredientes de un clásico de la literatura: acusaciones de traición, celos y adulterio, y un choque brutal hace 31 años que se convirtió en algo sangriento”.
El diario incluía, además, una gran exclusiva fotográfica, una imagen, nunca publicada hasta hoy –puede verse en este número de LEER–, de un juvenil y sonriente García Márquez con una herida en la hinchada nariz y un ojo visiblemente morado, que atribuía al periódico mexicano La Jornada y al fotógrafo Rodrigo Moya.
Nunca, en mis numerosos y siempre amistosos y amigables encuentros con los Vargas Llosa –Mario y su mujer Patricia, protagonista involuntaria de esta historia–, se me ocurrió preguntarles por tales hechos, por entender que no debía resultar precisamente de su agrado recordar el suceso. Ciertamente, era conocida la ausencia de contactos, la enemistad entre ambos escritores, mantenida durante 31 años, aunque en el homenaje de Cartagena de Indias a García Márquez muchos intentaran reconciliar a los dos novelistas.
Un periódico mexicano, El Universal, desmentía el acercamiento, y El Tiempo de Bogotá lo atribuía a un “malentendido” por el prólogo de Vargas Llosa a la edición conmemorativa de
Cien años de soledad. El texto del hispano-peruano sólo eran fragmentos de un ensayo de Vargas Llosa de 1971, Historia de un deicidio. Otro periódico atribuiría a García Márquez las palabras “no me opongo a que se publique [el texto del peruano], pero yo no se lo voy a pedir”, y a Vargas Llosa: “No me opongo a que se publique, pero yo no lo voy a ofrecer”.
Vargas Llosa y García Márquez habían sido grandes amigos desde 1967 –aunque, periodistas ambos, habían coincidido años antes en París–, hasta el punto de que llegaron a considerar la novela a cuatro manos, y Vargas Llosa convertirse en un estudioso de la obra de García Márquez.
En febrero de 1976, tras una pase privado en la ciudad de México de la película de René Cardona Los supervivientes de los Andes, y ver García Márquez a Vargas Llosa, le gritó un amistoso “¡Mario!” mientras se acercaba a él para darle un abrazo. La respuesta del novelista hispano-peruano fue un puñetazo que dio con Gabo en el suelo y sangrando, semiinconsciente. Elena Poniatowska, la periodista y novelista mexicana, presente en el estreno, relató al diario El Universal cómo, al ver el estado en el que se encontraba el que años después sería Premio Nobel, “le fui a traer un filete de carne a García Márquez (para ponérselo en el ojo y aliviar la gran hinchazón), porque al lado estaba una tienda que se llamaba Cielo de Hamburguesas…”. Similar versión a la del fotógrafo Moya, que atribuye una frase a Mercedes, esposa de García Márquez: “Es que Mario es un celoso estúpido”.
Interrogantes
¿Por qué sucedió? Un asunto de celos, según las versiones menos creíbles. Otras, sin embargo, como la de El Heraldo de Barranquilla (Colombia), aseguran que tras desavenencias surgidas entre Mario y su esposa Patricia, García Márquez, quizá aconsejado por su propia esposa Mercedes, aconsejó a su vez a Patricia iniciar los trámites de divorcio. Testigos del puñetazo señalan que Vargas Llosa, al golpearle, le dijo: por “lo que le dijiste a Patricia en Barcelona”. Rodrigo Moya, el fotógrafo, escribió en La Jornada un largo artículo –“La terrífica historia de un ojo morado”– en el que relata los orígenes de su gran amistad con Gabo, que se remontan a los años sesenta. A su estudio acudió en 1966 García Márquez para que le fotografiara con su famosa chaqueta a cuadros, e ilustrar la solapa de la edición argentina de Cien años de soledad.
“Diez años más tarde –escribe Moya–, el 14 de febrero de 1976, Gabriel García Márquez volvía a tocar el timbre de mi casa…”, con “el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo, Mario Vargas Llosa. El Gabo quería una constancia de aquella agresión y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla… ‘Guarda las fotos y mándame unas copias’, me dijo Gabo antes de irse”.
La pregunta brota: ¿Por qué sale a la luz ahora? Hablo con Patricia, la mujer de Mario Vargas Llosa, que no oculta su educada contrariedad y su disgusto, al tiempo que se hace la misma pregunta: ¿Por qué sale a la luz todo esto ahora? La respuesta del responsable, el periodista y fotógrafo mexicano –y también escritor, casado con una inglesa, Susan Flaherty–, es clara: “Las guardé treinta años y ahora creí llegado el momento de publicarlas, cuando él cumple 80 años y 40 años de Cien años de soledad…”.
¿Acaso alguien estaba interesado en que la reconciliación no se produjera? ¿Alguien quizá trató de impedir que una posible reconciliación rompiera el interesado reduccionismo de las imágenes publicadas de ambos, García Márquez (de izquierdas) y Vargas Llosa (de derechas: incluso el NY Times le define como free marketeer, neoliberal, partidario del mercado libre, a pesar de su actual proximidad política a los socialistas)? Es para algunos significativo que el periódico que publica la fotografía (en la portada de un suplemento literario) de García Márquez con el ojo morado es La Jornada, un conocido diario de izquierdas mexicano, que tiene entre sus periódicos colaboradores, con su edición digital, la del diario Gara –del que ofrece un link– de la izquierda abertzale vasca, portavoz oficioso de ETA.
Hablo telefónicamente con Rodrigo Moya en su domicilio actual de Cuernavaca (la hermosa capital de Morelos, el estado de Emiliano Zapata, la bellísima Ciudad de la Eterna Primavera, donde viví tiempos inolvidables hace hace ya varias glaciaciones), hombre tan encantador, culto y amable como su esposa Susan, que pone a disposición de LEER las dos fotografías famosas (Gabo con su hematoma, con gesto serio, y otra foto en la que aparece sonriendo, reproducidas ambas por LEER), e insiste en su versión escrita: “Creí oportuno en su 80 cumpleaños hacerlas públicas”. Y desmiente todos los rumores: “Gabo me lo ha asegurado varias veces, no hubo nada con Patricia”. Fin de la historia. Al menos por ahora.
JOSÉ LUIS GUTIÉRREZ
Este artículo se publicó originalmente en el número 182, correspondiente al mes de mayo de 2007, de la Revista LEER.