viaje al centro del sistema
Jordi Gracia se quejaba en su panfleto El intelectual melancólico de la inclinación al “reaccionarismo progresista” de nuestra época y señalaba como ejemplo significativo de estas protestas dictadas por el resentimiento y la perplejidad la celebrada obra de Tony Judt Algo va mal.
Imposible decir lo mismo de una obra como Ego. Las trampas del juego capitalista (Ariel). El ensayo de Frank Schirrmacher, coeditor del Frankfurter Allgemeine, no es un diagnóstico oscurantista con inclinaciones nostálgicas del paraíso perdido por parte de un socialdemócrata, sino un análisis certero escrito por la pluma de un periodista conservador, signo inequívoco, como apunta Der Spiegel, de que la crítica al capitalismo ha llegado al corazón del capitalismo mismo.
Schirrmacher firma un trabajo tan seductor y persuasivo como el propio sistema que critica. Una obra imprescindible que analiza de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos en nuestro joven mundo digital globalizado. Un mundo hecho a la medida de una máquina que está empezando a responder sin necesidad de que le preguntemos nada. Para que ninguna pregunta quede sin respuesta, se ha operado una perversa simplificación que resume la tesis de Schirrmacher: el sistema da por sentado que los individuos somos egoístas y actúa en consecuencia. Nos han cuadriculado la vida.
Tambores de Guerra (Fría)
Esta situación tiene su origen en la RAND Corporation, una organización que operó bajo secreto militar en los años 50. A ella pertenecían científicos encargados de examinar a los equipos de controladores estadounidenses en plena Guerra Fría, soldados que se dedicaban durante horas a observar el espacio aéreo estadounidenses a través de pantallas de radar en busca de pequeños puntos de luz intermitente que pudieran significar la presencia del enemigo ruso. Bajo secreto militar, estos economistas, psicólogos y sociólogos llegaron a la conclusión de que los soldados, confinados en cuartos oscuros durante semanas con la única misión de mantener fija la mirada en el radar, caían bajo el embrujo de la máquina, en una especie de hipnosis que dio origen a “una de las mayores inflexiones de la historia intelectual de Occidente”. El objetivo, “calcular matemáticamente su alma” y convencerles de que lo que estaban viendo en la pantalla era un juego “en el que el contrincante haría todo lo posible por darles el pego”.
La llamada teoría de juegos, una inacabable partida de póquer, había comenzado. El desarrollo de la tecnología permitiría que a finales del siglo XX unos nuevos soldados disfrazados de corredores de bolsa hicieran lo propio ante las pantallas de las cotizaciones de bolsa. Encorsetar el comportamiento de las personas “dondequiera que estuvieran tomando decisiones, en el póquer, en los negocios, en las bolsas”. La paranoia del terror nuclear fraguó al hombre nuevo, que de hombre tiene más bien poco, al obedecer a unas fórmulas egoístas, concretadas en el célebre “equilibrio de Nash” (el genial y paranoide matemático estadounidense retratado en la película Una mente maravillosa) que reducen toda su complejidad en función del provecho propio. Todos juegan, todos quieren ganar y tienen miedo de perder.
Schirrmacher cita a Manuel Castells para explicar la época de los “monstruos artificiales”: “Hemos creado un autómata en el corazón de nuestras economías que está decidido a determinar nuestras vidas”. “Se subestima la crisis si se piensa que tan solo se trata de un presidente de banco central llamado Alan Greenspan o de una filósofa llamada Ayn Rand, quien predicaba y sigue predicando el egoísmo en libros que se venden más que la Biblia; tampoco se trata ante todo de economistas como Friedrich Hayek o del jefe de Lehman Brothers, ni de denunciar la “codicia” y la “egolatría”. Ni si quiera economistas ultraortodoxos de la Universidad de Chicago, tanto los llamados neoclásicos como los neoliberales, se dejan arrebatar el protagonismo en la condena moral de los principales agentes. Se trata más bien de la cuestión de si la doctrina del “interés propio racional”, es decir, del egoísmo razonable, no está a punto de degenera en pura locura”. El periodista alemán se pregunta cuál es la diferencia entre el consejo pregonado en Estados Unidos de protegerse debajo de una mesa en caso de ataque nuclear, y el de ahorrar para la vejez en mercados que destruyen esa misma previsión para la vejez.
El sueño del capital produce monstruos
En este círculo vicioso en cuyo centro se crean como por ensalmo burbujas de consecuencias desastrosas, “sea en lugares de trabajo, en el consumo y en los grandes cambios geopolíticos, una persona ya vive en un determinado futuro que a su vez, como ocurre con una acción bursátil, determina su valor en el presente, que a su vez modela el futuro a modo de profecía autocumplida”. Es una tela de araña con la apariencia de unas agradables sábanas en las que gustamos de acurrucarnos, insectos que se creen soñadores. El sueño se hace cada vez más profundo y la enredadera lo va envolviendo todo a su paso. En este manicomio financiero que no distingue entre información y conocimiento, entre la idea y la realidad, entre valor de uso y valor de cambio, se ha roto el vínculo que unía capitalismo y democracia y el Estado está siendo sustituido por lo que el frecuente asesor de la Casa Blanca Philip Bobbitt llama “Estados de mercado de la información” (“el estado será mercado o no será”).
Ni los sistemas electorales, ni la universidad, ni nuestra vida privada. Nada escapa ya a la sacrosanta maximización del beneficio de ese monstruo que Schirrmacher llama Número 2, el desdoblamiento monstruoso que se (con)funde con nosotros tal y como sucede con Frankenstein, el doctor de la novela de Mary Shelley al que se confunde con su criatura. El periodista germano señala con agudeza que es en las obras del siglo XIX Frankenstein, Doctor Jekyll y Mr. Hyde y Drácula donde se prefigura el Número 2 digital. El alemán señala que la historia de nuestro mundo de androides que sueñan con ovejas eléctricas no comienza con Apple o Microsoft. “El software que dio pie a esas máquinas está formado desde hace siglos, no por un código matemático, sino por una especie de máquina universal de pensar, un autómata de control del pensamiento (…). Cuando en el siglo XVIII apareció el primer autómata basado en un mecanismo de relojería, la fantasía del hombre artificial se aferró a esta criatura; después se inventó la máquina de vapor y se inició la búsqueda de una máquina capaz de pensar; finalmente llegó la electricidad y se procedió a conectar a las personas a la corriente eléctrica. Nada de esto funcionó, pero todo estaba inspirado en el mismo deseo de crear un doble previsible y controlable del ser humano, y si no del ser humano, al menos de su cerebro”.
Y así, Schirrmacher traza una sugestiva historia del progreso que va desde los coletazos del anca de rana que en 1780 Luigi Galvani provocó con su bisturí cargado de electricidad estática hasta el correo electrónico, pasando por la terraza del español Salvá, que tendió en 1800 una línea de telégrafo entre Aranjuez y Madrid; por las señales de SOS del Titanic y las telecomunicaciones del Apolo XI hasta las conversaciones de nuestros amigos de Facebook. “Desde hace 250 años sigue transmitiéndose otro mensaje adicional, un mensaje que trae, como dice un telegrama en el Drácula de Bram Stoker, “novedades que harán sonar vuestras orejas”. En la canción Snakecharmer (Encantador de serpientes), Rage Against the Machine se refiere al “Sueño vacío / Una egoísta, horrorosa visión/ contagiada como el más letal de los virus / aplastándote a ti y a tu ingenua profesión/ No te hagas ilusiones, chico / Vomita todos tus ideales y sive / Duerme, despiértate y sirve / No pienses, tan solo duerme, despiértate y sirve».
En palabras del crítico y profesor de literatura Hugh Kenner que se citan en Ego: “Si una persona se dedica durante toda la vida exclusivamente a hilar, ¿cómo quieren que una máquina de hilar sea otra cosa que un ser humano en estado puro?”. Valga esto no sólo para hiladores, sino para los falsos autónomos, los precarios, los becarios, los “emprendedores” y demás efectos colaterales de la cruelmente bautizada economía del conocimiento.
Especialistas en ti
Distopías del siglo XX como 1984 se han quedado cortas para el autor, que cita al profesor de Yale Nicholas Christakis para iluminar el alcance del poder del sistema: «Si le hubieran preguntado a un sociólogo hace 20 años por su gran sueño, habría dicho: “Sería increíble poder contar con un helicóptero Black Hawk de tamaño microscópico que girara continuamente por encima de su cabeza y observara todo sobre usted: dónde está, con quién habla, qué compra, qué piensa, y que hace todo esto ininterrumpidamente y en tiempo real, simultáneamente con millones de personas”. Y esto es exactamente lo que conseguimos ahora”. Pero la teoría, explica Schirrmacher, “no solo describe una actuación, sino que la impone; no es meramente descriptiva, sino también normativa. No se limita a postular egoístas, sino que los produce”.
“Del mismo modo que en el segundo en que se escribe esta PALABRA una serie de algoritmos de alta frecuencia del Estado de mercado de la información criban los movimientos de sus ciudadanos. Todo lo que registren las docenas de miles de drones en el cielo de Estados Unidos y las innumerables cámaras de videovigilancia, todo eso se traduce ahora como se traducían en tiempos de la Guerra Fría los movimientos de tropas y los convoyes de los rusos o las compraventas de acciones en los mercados automatizados”.
La Guerra Fría que duró 50 años y que se libró entre un sistema de economía social y otro de economía planificada no ha terminado. Han cambiado los actores –ahora Estados nacionales democráticos versus entidades globalizadas del mundo financiero–, pero no el libreto. Lo más inquietante es que el Estado más poderoso, como se señala en el documental de Charles Ferguson Inside Job, también citado por el autor, “no solo ha protegido a las élites financieras, sino que las ha integrado en su gabinete”.
En esta supuesta “sociedad del conocimiento” se insta a empresas, instituciones e individuos a “desprender”. The sky is the limit: “Utiliza el capital, pero sin poseerlo” es el mantra del influyente consultor de negocios “progresista” Jeremy Rifkin. Y como el capital lo es todo, “utiliza al trabajador, pero sin contratarle”. “Utiliza tu cabeza, pero sin poseerla”.
La peor oferta
La película La mejor oferta de Giuseppe Tornatore puede leerse como una metáfora de este viaje anti iniciático a un mundo que amenaza con destruir lo que somos. En el filme, un refinado subastador y coleccionista de retratos se acaba poniendo precio a sí mismo, engatusado por un rostro invisible que lo atrae con el mismo magnetismo alucinado con el que la mano invisible de los mercados subyuga a personas, instituciones y naciones enteras. El experto en arte Virgil Oldman, interpretado por Geoffrey Rush, es requerido para una tasación por un personaje femenino que se oculta tras una reclusión voluntaria en la mansión familiar. Oldman, tan ducho en arte como torpe en su trato con las mujeres, va recolectando las piezas desperdigadas por la casa de un autómata del siglo XVIII que va reconstruyendo su joven amigo, un manitas de la tecnología que además es un donjuán que le asesorará sobre su abordaje a la mujer sin rostro: “Las cajas de engranaje son como las personas, si llevan juntas el tiempo suficientes, eventualmente adoptan sus formas mutuas”. Como se verá más adelante en la película, en una esclarecedora imagen de la desolación del embaucado protagonista, esa simbiosis resulta ser maquiavélica al producirse entre un humano y un artefacto que resulta ser una artimaña. Apenas se componen los primeros autómatas, elucida Schirrmacher en una obra que ha vendido ya más de 250.000 ejemplares en Alemania, se procede a descomponer el ser humano.
“Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”, decía Nietzsche. «Los iPhone, las gafas de datos y los algoritmos financieros, publicitarios o de búsqueda son ante todo un fenómeno de física social y sirven para instalar a los humanos en un nuevo sistema económico». Todavía estamos a tiempo de darle a la tecla OFF, persuadirnos de que, en palabras de Jorge Riechmann, «el capital quiere hacernos creer que somos lo que vendemos. Pero somos lo que regalamos». O, por terminar con la frase de Foucault que presenta este excepcional, definitivo ensayo de 300 páginas que desentraña el Hades digital: “No deberíamos tratar de descubrir quiénes somos, sino qué nos negamos a ser”.
ALBERTO SÁNCHEZ MEDINA (@Albertorum_)