El naturalismo de terciopelo de Santiago Rusiñol
Todavía sin metabolizar el libro dedicado a Isidro Nonell, nos llega el último ejemplar de la colección de Grandes maestros españoles del arte moderno y contemporáneo del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre. Con la acostumbrada buena factura que imprime a lo que imprime Titto Ferreira, el protagonista es esta vez Santiago Rusiñol (1861–1931). Josep de C. Laplana, historiador del arte, director del Museo de Montserrat y quizá el mayor especialista en Rusiñol, firma un excelente trabajo de aproximación al artista catalán.
Laplana cuenta una historia habitual: la del vástago sensible de familia industriosa que no se resigna a sentarse contra su voluntad y de por vida en el escritorio de la casa comercial que lleva sus apellidos. Algunos de su clase acabaron muy mal… –léase Los Buddenbrook–. A Rusiñol le privaron deliberadamente de educación superior para que se viera abocado a hacerse cargo del negocio. Lo intentó, pero siguiendo sus inclinaciones compatibilizó su trabajo, antes de abandonarlo, con el aprendizaje artístico y sus primeros éxitos.
La historia de Rusiñol también es ejemplar en su huida a París, el mismo año de la Exposición Universal, 1888. Allí se obstinará en llevar una vida de bohemia con red en compañía de Miquel Utrillo. Tres años en los que madurará su arte y sus recursos expresivos, en los que estrechará lazos con Zuloaga, Regoyos, Casas o Steinlen, en los que se hará morfinómano y conocerá en rehab a Léon Daudet, hijo de Alphonse…
Había en su marcha a París, como en su primer arte en Barcelona, una pulsión heterodoxa. Tras el aire de familia que hoy advertimos en la obra de Rusiñol y sus contemporáneos, y que tiene que ver con la sensibilidad de su tiempo y con los maestros comunes –el suyo Tomás Moragas, discípulo a su vez de Fortuny–, hay en verdad un carácter muy personal. Comenzó retratando con alma naturalista la Cataluña rural, sus tipos y paisajes, en peligro de extinción por el progreso fabril. Continuó con intención provocadora con sus cuadros suburbanos –nos atrevemos a decir, en intuición arriesgada, que adelantándose a la gran obra fotográfica de la Barcelona de la última gran oleada migratoria, la que realizarían los Catalá-Roca, Colom, Candel, Pomes o Miserachs–. “En manos de un artista sensible como Rusiñol, lo vulgar y ordinario rezuma una melancolía dulce que puede emocionar hasta las lágrimas o producir una tranquila modorra aterciopelada”, subraya Laplana.
Esas inclinaciones chocaban con el gusto de los burgueses que iban a adquirir arte a la Sala Parés tanto como con la sensibilidad de importants poetas e intelectuales de la época. Si Joan Maragall nunca terminó de entender el punto de vista de Rusiñol, su sarcasmo, a Unamuno, que admiraba “esa forma de culto a la Belleza plástica, que si bien comprendo no siento”, le repele, tal y como le confesará, “ese lado pagano de su espíritu de usted”.
“A ojos de Rusiñol, lo pobre y despreciado por el progreso imperante, los excrementos de la industrialización que pretende uniformar el mundo, tiene una especie de santidad”, en sintonía, no con “la mansedumbre cristiana», sino con «la narrativa de Zola, con todo el rigor de su análisis materialista, suavizada, sin embargo por la natural simpatía que nuestro pintor sentía hacia los humildes”.
Así “los almacenes desvencijados, los oficios humildes ejercidos en lugares lóbregos e inclementes, exteriores destartalados, interiores de fábricas rudimentarias donde languidecen personas atadas a las máquinas, ambientes populares donde se respiran fuertes olores a vino, a especias, a humedad malsana, ropas tendidas y lavaderos comunales” atraen la morbosa atención de Rusiñol, si bien su consagración, en la misma clave simbolista, vendrá por los jardines de España que empezó a pintar en sus estancias parisinas, que llamaron la atención de la crítica de allí y le hicieron un nombre en la capital del arte.
El libro editado por la Fundación Mapfre recorre en palabras e imágenes la vida y los lugares donde se desenvolvió practicando la «cultura de la amistad» que subraya y encomia Laplana: además de París, Mallorca, Granada, Aranjuez, donde murió apurando su talento en sus reales jardines, o Sitges. Su Cau Ferrat, hoy museo dedicado a su figura, fue su casa y su estudio, pero también epicentro artístico. Nos cuenta el autor de este libro que en el verano de 1915, invitado por Rusiñol, Manuel de Falla trabajó allí “en las célebres impresiones sinfónicas para piano y orquesta de Noches en los jardines de España, “cuyo profundo mensaje anímico y estético –el embrujo– sólo se comprende cuando uno imagina como telón de fondo los cuadros que sobre este mismo tema pinto Rusiñol”. Estamos ante un magnífico retablo de la exquisita sensibilidad finisecular.
BORJA MARTINEZ (@BorjaMzGz)