Cuando el general De Gaulle decidió al fin deponer la lucha y reconocer el derecho de Argelia a su independencia, se cuenta que uno de sus asesores más recalcitrantemente belicistas protestó: “¡Se ha derramado demasiada sangre!” A lo que el general respondió, en palabras de mármol: “Nada se seca tan pronto como la sangre”.
Se cumplen diez años del atentado terrorista que derramó más sangre en la historia reciente de Europa. Ocurrió un 11 de marzo de 2004, en Madrid, a tres días de unas elecciones generales. Y en torno a la trágica efeméride, el periodismo se dispone a presentar su primer borrador de la historia, más cercano ya de la historia que del borrador. Porque los plazos de la historiografía, su proverbial exigencia de perspectiva, se acortan cada vez más a tono con el vértigo evolutivo de la época, con lo que el 11-M ya es un hito historiable.
El 11-M es, de hecho, el hito contemporáneo que marca un punto de inflexión en la historia de España, pues cambió muchas más cosas, en el tiempo de un país y en el espacio de su conciencia colectiva, que el puro desgarro original, privado: la vida talada de 200 familias. El atentado fija el 2004 en las enciclopedias como la muerte de Franco fija 1975: con la misma emblemática trascendencia. Ahora es cuando lo empezamos a ver, y a leer.
Y sin embargo la sangre derramada en aquellos trenes, como sabía De Gaulle, está más seca que nunca. Si su noticia se halla ya lo suficientemente lejos como para propiciar la serenidad del primer análisis histórico, el rescoldo de su trauma social sigue aún demasiado vivo en nuestra memoria, que reacciona al enfrentamiento anual con la masacre cada vez menos, cada vez más silenciosamente, de hecho con un rechazo camuflado de hastío –incluso de fastidio– ante las imágenes consabidas recordadas por el enésimo documental. El 11-M empieza a adquirir en la memoria colectiva los inconfundibles contornos del tabú. Más adelante trataremos de explicar por qué la incomodidad que produce el 11-M no obedece solo a controvertidas razones políticas, a cargantes teorías mediáticas de la conspiración, a la inclemente rueda de la actualidad que sepulta incluso los hechos más tremendos; no solo es eso, que también. Nosotros pensamos que el 11-M es ante todo un tabú sociológico, un temor supersticioso que apareja un giro en la mentalidad del pueblo, singularmente en la de los jóvenes de mi generación, y que explica en buena medida el nuevo volksgeist de esta España postrada, crisis aparte. El 11-M es una convalecencia negada por el enfermo.
El hito
No sé si alguien habrá dicho ya que el 11-M equivale a la pérdida de Cuba y FiIipinas en la reciente conciencia nacional mucho antes de la debacle económica. Este noventayochismo en boga, instalado en la opinión pública y renovado a diario con las grises aportaciones de los tertulianos, no arranca de las hipotecas subprime ni de la cola del paro. Arranca de ese salvaje agujero en el tren de Atocha, que es como la boca del ente que grita en el cuadro de Munch. El ojo negro del mal abierto de golpe para mirar fijamente, con su aturdidora mirada vacía, a los desavisados españoles.
Pero lo importante, si nos centramos en el 11-M como hito histórico, es la fecha de la detonación: a tres días de unas elecciones generales. El 11-M –y no estoy tomando partido ni me interesa en este ensayo la autoría material o intelectual– se ejecutó para influir en el resultado electoral de un país gobernado por la derecha, en la obvia esperanza de que el partido en el gobierno perdiera un poder ostentado con mayoría absoluta y orientado hacia un compromiso internacional (más escenificado que efectivo) por la lucha contra el terrorismo islámico en estrecha alianza, pies sobre su mesa incluidos, con el jefe texano del Imperio.
Cuesta reconocer que a los terroristas les salió perfecto el cálculo. Que calaron como finos sociólogos el aburguesamiento del por entonces próspero pueblo español, y se dieron cuenta de que el terror súbito y arbitrario movilizaría a algunos de ellos –fueron los suficientes– para abortar en sus élites cualquier orgulloso intento de jugar a gran potencia con tal de no ver amenazado de nuevo su modo de vida. ¿Por qué los españoles echamos a un gobierno después de un atentado del terrorismo internacional, y los norteamericanos apoyaron en su día al suyo teniendo a mano la misma ecuación: presencia exterior = atentados? Básicamente porque aquí no habíamos padecido una agresión exterior desde 1892, y se había instalado en el subconsciente colectivo el espejismo de que éramos intocables. Irrelevantes, más bien. Nadie salvo Aznar podía creer que la nostalgia islamista de Al-Ándalus pudiera ir en serio, y mucho menos que la foto de las Azores fuera necesaria. La ingenuidad del español en política exterior es proverbial, y su arraigado desinterés por la geoestrategia data de la decadencia imperial y termina de blindarse con el Desastre del 98. La especialidad de la casa tras Napoleón es más bien la guerra civil.
¿Fue el apoyo de Aznar a la guerra de Irak la causa del 11-M, si es que el terror indiscriminado admiten justificación causal? Eso no importa: lo que importa es que el español medio lo creyó así. El ejemplar operativo de manipulación político-mediática desplegado durante tres días por la izquierda, inestimablemente auxiliada por la política de comunicación de un gobierno que tenía al afásico –si no mentiroso– Acebes como ministro y portavoz en aquellas 72 horas de vértigo, obró la movilización del voto de castigo, o voto del miedo, dadas las circunstancias. Es un comportamiento de masas muy comprensible; otra cosa es que la alternativa surgida de aquellas urnas en shock llevara el nombre, la sonrisa y el bagaje de José Luis Rodríguez Zapatero.
Zapatero llegó al poder con el mensaje perfectamente captado y tomó como primera medida la famosa retirada de las tropas de Irak. La historia cifrará en esa decisión todo su mandato, que nació, se desarrolló y murió entre estertores de farsa bajo el criterio rector de la publicidad. Zapatero fue el primer presidente netamente posmoderno de la historia de España, un gobernante sobrevenido por la imagen –su célebre talante no era la forma: era el fondo– y entregado a ella, y toda su ejecutoria viene explicada por el trauma matriz del 11-M del mismo modo que el péndulo de un carrillón alcanza un polo por la inercia nacida del polo opuesto. Pasamos de la grandeur aznarí al zapaterismo naïf. Pero Zapatero, político infantil, no inoculó el infantilismo a la sociedad española: ella misma, al retumbar en las ventanas el estallido de las bombas, había despertado en mitad de la noche llamando a mamá, con las sábanas empapadas de miedo. Y mamá vino.
El objetivo del terrorismo es el miedo, y el corolario del miedo es la búsqueda de calma (más que de genuina paz) a toda costa. España se ovilló sobre sí misma, renunció con gusto a los peligros de la política exterior para dotarse del mayor número posible de derechos sociales, consagró el diálogo anulando jerarquías, flexibilizó sin límites la Constitución, confundió los principios con la caspa y la ética con la estética, abrazó el pacto, equiparó en importancia lo aparecido en el BOE y en los medios, eligió apaciguar sus tensiones territoriales por la vía rápida de la concesión o la promesa, erigió diarios monumentos al buen rollo. Y la gente suspiró de alivio y renovó el mandato de su dirigente desoyendo nuevas alarmas, esta vez económicas. Fue un bonito sueño, conciliado tras una pesadilla ferroviaria.
Pero la identificación de la sociedad con el zapaterismo no fue en absoluto epidérmica. La pésima gestión de la crisis tumbó a Zapatero pero queda intacto el cambio social que representó, un como reblandecimiento general de las costumbres. La exigencia constante de derechos y este rechazo al concepto ya carca de responsabilidad personal se halla en pleno vigor, y el pueblo depauperado chilla y patalea reclamando lo que creía que era suyo. El hecho asombroso de que Rajoy merezca del periodismo más críticas por su aversión a los medios que por su gestión prueba un síndrome de abstinencia causado por la sobreexposición de sonrisas de su antecesor. El zapaterismo fue un narcótico para tolerar el 11-M, y la sociedad sigue enganchada. Entre los jóvenes de mi generación, con su fenómeno ni-ni y su quincemayismo de filosofía de camiseta, la afección resulta especialmente prevalente.
Las primeras consecuencias del 11-M fueron la llegada al poder de Zapatero y la apertura de una época de crispación en la vida pública: a la derecha mediática y política le costaba –lógicamente– asimilar lo heterodoxo de su desalojo y trataba de deslegitimar la victoria del PSOE, el cual previamente había instigado contra el PP una serie de campañas de agitprop sin precedentes. El cainismo se fue aplacando a partir de 2008, cuando Rajoy decidió emanciparse de tutelas retrospectivas, alinearse con el tabú que empezaba a cubrir el atentado y hacer su propio camino político (antipolítico, más bien). Aquellas secuelas políticas más o menos ya han prescrito y el desafío ahora es la pura economía. Pero el significado duradero del hito histórico que marca el atentado es, a mi juicio, la extensión del infantilismo social. La agudización extrema de la cultura de la queja. Un noventayochismo que deplora la pérdida de las colonias sentimentales del talante primero y de la burbuja inmobiliaria después.
El tabú
Ahora bien: repitamos que el 11-M es una convalecencia negada por el enfermo. La propia sustitución del hecho por la fecha (“11-M”) remite al eufemismo. Pese a que los efectos sociológicos del mal perduren, según hemos intentado explicar, el suceso en sí cada vez se recuerda menos. La sangre era mucha, pero se ha secado pronto. Los españoles prefieren encapsular la complicada efeméride en el aséptico formato del homenaje ritual, simbolizado en la ofrenda floral en el Bosque de los Ausentes del Parque del Retiro que llevan a cabo ese día las autoridades. Cada vez es más habitual oír comentarios de hartazgo cuando llega la fecha fatídica.
Y yo, con David Rieff, pienso que esa disolución del recuerdo es positiva, es natural. En su controvertido ensayo Contra la memoria, Rieff –una rara coincidencia de reportero de guerra del New York Times y ensayista de calado– escribe: “En las colinas de Bosnia aprendí a detestar, pero sobre todo a temer, la memoria histórica colectiva. Al apropiarse de la historia, mi pasión perdurable y mi refugio desde la infancia, la memoria colectiva lograba que la propia historia no pareciera sino un arsenal de armas necesarias para continuar las guerras o para mantener una paz endeble y fría. Lo que presencié en Bosnia, en Ruanda, en Kosovo, en Israel-Palestina y en Irak no me ha dado razón alguna para cambiar de parecer”.
Rieff sistematiza brillantemente una idea tan provocadora como el proverbio castizo: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. No se trata de olvidar a nuestros muertos, ni de despreciar la sentencia que advierte de que el pueblo que ignora su historia está condenado a repetirla; se trata de levantar un dique entre el duelo nacional y su fácil degeneración en revanchismo nacionalista. La eternización del conflicto palestino-israelí, apunta lúcido Rieff, no es sino el producto de un encarnizamiento de la memoria colectiva, una permanente murmuración del memorial de agravios. Si nadie olvida, nadie perdona. Prescribe nuestro ensayista un “imperativo ético del olvido” que aplica lo mismo a la biografía sentimental del individuo como a la memoria colectiva de las naciones: “Todo debe llegar a su fin, incluso las penas del duelo. De otro modo, la sangre nunca se seca, el fin de un gran amor se convierte en el fin del amor mismo y, mucho después de que la disputa haya dejado de tener sentido, el recuerdo del rencor perdura. El perdón no es suficiente. No puede sustraerse a su propia contingencia. Sin olvido, seríamos monstruos heridos, sin perdón dado o recibido, seríamos inconsolables”.
En el libro, el propio Rieff analiza el caso español de la Ley de Memoria Histórica y su quijotesca interpretación a cargo de Baltasar Garzón. Insiste en que el éxito de la Transición se fundamentó sobre un pacto de olvido, y postula que si el recuerdo tiene fecha de caducidad, puede que el olvido también la tenga. Eso explicaría la recuperación del discurso antifranquista que abanderó el PSOE de Zapatero y que había soslayado responsablemente el PSOE de González. Es cierto que la España actual no es Oriente Medio, y que la rehabilitación de viejos agravios difícilmente podría ya prender la chispa real de nuestro entrañable guerracivilismo. Pero tenemos en el norte un problema llamado ETA y una solución que pide un delicadísimo juego de memoria, dignidad y justicia, sí; pero también de perdón, convivencia y “olvido” en el sentido que reivindica Rieff y que parece corresponder al tipo de liderazgo que hoy quiere desarrollar alguien como Arantza Quiroga.
En lo que respecta al 11-M, su progresiva mutación a tabú no supondría pues una deriva necesariamente negativa. Seguimos convalecientes de aquello y preferimos guardar silencio para no estorbar su lenta cicatrización. Hurgar en la conspiranoia produce rechazo incluso en muchos de los lectores de El Mundo. La sociedad parece querer decir lo mismo que Jesucristo con aquella dura exhortación: “Dejad a los muertos que entierren a sus muertos”.
Esta tendencia al tabú se ve más clara aún en la marginación de las asociaciones de víctimas, las que agrupan a damnificados por ETA como por la barbarie islámica. Otrora guías morales de la vida política, su participación en el debate público se contempla ahora con censura creciente. Sus portavoces siempre incomodan a alguien y ni siquiera los propios colectivos están unidos en sus reivindicaciones, pues se registran disputas y fugas cada vez más aireadas. Los opinadores han perdido el rubor que les disuadía de contradecir abiertamente las tesis de las víctimas y algunas de estas, en sintomática reacción, se han aliado con políticos descontentos para fundar un nuevo partido, Vox, con la lucha antiterrorista como programa básico y la incorporación de Ortega Lara por emblema.
De nuevo, hacer del terrorismo y sus efectos visibles un tabú social denota un miedo infantil al sufrimiento, pero también un saludable deseo de curación. Cualquier encuesta que preguntara directamente a los españoles si creen que las heridas del 11-M están cerradas arrojaría un no mayoritario, sospecho. Pero el cuerpo social, consciente de sus heridas abiertas, prefiere no recordarlas si no le preguntan, porque el trauma terrorista es de una clase tan dolorosa que exige años de regeneración celular, si es que ese tejido puede suturarse del todo algún día. La sangre –la hemorragia mediática– se ha secado pronto, siguiendo a De Gaulle; pero la marca queda.
¿Es una década tiempo suficiente? Para señalar su trascendencia política y sus reflejos sociales, desde luego que sí, y eso hemos tratado de hacer aquí. Pero si lo que se pretende es dar por cerrados los efectos más hondos del 11-M, me temo que el ciclo mental bajista que inauguró en España no ha hecho más que empezar.
JORGE BUSTOS (@JorgeBustos1)
Este artículo ha sido publicado originalmente en el número de marzo de 2014 (250) de la Revista LEER (cómpralo o, mejor aún, suscríbete).