Un bello susurro del “otro” González Ledesma
El veterano escritor y periodista Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927) comenzó su trayectoria literaria con poco más de veinte años a través de Sombras viejas, ganadora del Premio Internacional de Novela, impulsado por el editor Josep Janés. Pero la censura franquista prohibió la obra –recuperada en 2007 por Destino–, por lo que su autor empezó a publicar en la editorial Bruguera novelas del oeste, de intriga y de ciencia ficción, bajo el pseudónimo de Silver Kane, a un ritmo frenético. En estos géneros, cultivando sobre todo el del oeste, llegó a dar a la imprenta más de trescientos títulos que alcanzaron enorme popularidad. Paralelamente, estudió Derecho y se dedicó al periodismo, ámbito en el que fue redactor jefe de El Correo Catalán y La Vanguardia. En 1966 fue uno de los cofundadores del clandestino Grupo Democrático de Periodistas, que abogaba por la libertad de prensa.
Con la restauración de la democracia en nuestro país retoma su carrera ya con su nombre, aunque también de forma ocasional adopta el seudónimo de Enrique Moriel –tomado del protagonista de Sombras viejas–, bajo el que aparecen La ciudad sin tiempo (2007) y El candidato de Dios (2008), y rescata el de Silver Kane en la novela del oeste La dama y el recuerdo (2010). Entre la producción novelística publicada con su nombre se encuentran Los Napoleones (1977), Soldados (1985), 42 kilómetros de compasión (1986) o Cine Soledad (1993), entre otras. No obstante, González Ledesma logra su mayor fama al crear el personaje del inspector Ricardo Méndez que ve la luz en Expediente Barcelona (1983) y luego protagoniza una serie, que ha obtenido un gran recibimiento por parte de los lectores, en la que se incluye Crónica sentimental en rojo, que recibió el espaldarazo del Premio Planeta en 1984, y Peores maneras de morir, su última entrega hasta ahora, aparecida el pasado año. El inspector Méndez, escéptico y desengañado, pero siempre dispuesto a luchar contra el crimen, en la estela de los clásicos detectives ideados por Raymond Chandler o Dashiell Hammett, ha aupado al escritor barcelonés a la primera línea de la novela negra española. Pero no debemos olvidar que hay otro González Ledesma, donde las premisas de la narrativa policiaca –que maneja con gran soltura– se relentizan para deleitarnos con una historia cargada de sobreentendidos y una prosa de aliento poético.
Muy representativo de este González Ledesma es El adoquín azul, que ahora recobra con acierto Menoscuarto Ediciones. Prácticamente, se pone por vez primera al alcance de los lectores, pues sólo había una edición que en agosto de 2002 Interviú entregó junto al ejemplar de la revista, que en esa fecha iba acompañada semanalmente de un libro. El adoquín azul es una exquisita nouvelle que no llega a las cien páginas por la que transitan los sentimientos, obligados a callar y condenados a no desarrollarse, y la melancolía del inexorable paso del tiempo, en cuyos pliegues quedan prendidos tantas palabras y tantos silencios. La voz narradora del relato es una figura innominada que se dirige a alguien a quien llama “Señor” para contarle la aventura de Montero, un traductor y escritor perseguido por el régimen franquista en la Barcelona de posguerra. Una Barcelona, la de ese momento y la posterior, que González Ledesma conoce tan bien y cuyo ambiente tan extraordinariamente nos trasmite.
Montero cae herido en una redada, pero consigue escapar gracias a la inesperada ayuda de una singular mujer: Ana, esposa de Ponce –uno de los más concienzudos policías del franquismo, encargado de dar caza a los disidentes–, que tiene un piso privado, esa “habitación propia” de la que hablase Virginia Woolf, donde se dedica a escribir, aun a sabiendas de que no podrá publicarlo. Allí esconde a Montero y se gesta una sutil historia de amor frustrado, pues Montero ha de marcharse de España, a un largo exilio en Nueva York. Décadas después, y cambiadas las circunstancias políticas, Montero regresa y descubre una Barcelona muy diferente. Busca a Ana, con la guía de ese adoquín azul, “un adoquín mágico”, como ella le decía, situado enfrente de su casa. ¿Volverán a verse? ¿En qué condiciones? Aunque quizá ya no importe: “El verdadero amor es el que está hecho de silencios, el que no necesita afirmarse, el que tiene como único soporte un tiempo hecho para dos. El verdadero amor no es un grito, es un susurro”. Un susurro, un bello susurro es El adoquín azul que se lee de un tirón, pero debe saborearse con calma.
CARMEN R. SANTOS