Escribir sobre la situación del libro digital es dar un cheque en blanco a un mar de lamentaciones, lloros, cabreos y rabietas. En pos de la felicidad intentaré llegar a eso mediante unos rodeos que espero que resulten esclarecedores (o como mínimo interesantes) para el lector.
Uno de los mayores cambios en el modo de consumir cultura es la aparición de cierta tecnología intermediaria entre el consumidor y el productor (no voy a hablar de los múltiples agentes que intervienen en la producción del producto cultural). Esta tecnología ha ido apareciendo paulatinamente a lo largo de los dos últimos siglos para acercarnos la posibilidad de disfrutar lejos del productor de las artes musicales, en un primer momento, y las artes escénicas. Hablo, por supuesto, de los álbumes o discos musicales que reproducen música grabada y de la aparición del cine. En ambos casos la tecnología liberó el disfrute de estos productos de la presencia de los productores en el mismo acto de consumo. Esto provocó un pequeño inconveniente que a menudo se nos escapa: la dependencia de un tercer actor, el fabricante de aparatos capaces de registrar, primero, y reproducir, después, ese producto cultural. En el caso de la literatura todo es bastante más difuso para el consumidor cultural actual.
Volviendo a la música y las artes escénicas, ya registradas en discos, cintas analógicas, cintas digitales, discos digitales, y posteriormente, en memoria digital, podemos ver un patrón claro: el auge de los intermediarios tecnológicos, la innovación positiva, el abaratamiento de la distribución y, finalmente, de los costes. En algunos casos incluso el precio de estos productos bajó.
La palabra escrita apareció mucho antes (en la enseñanza primaria nos explicaron que ése fue el factor que determinó el final de la prehistoria y abrió el camino de la historia); se convirtió, por su simplicidad, bajos costes, comodidad de uso y otros factores, en el principal método de expresión y conservación de productos culturales. La primera dificultad no fue tanto el coste sino conocer la extraña codificación usada para registrar esas palabras. Es decir, la dificultad no estaba en el acceso a la tecnología, que era mucho más simple, accesible y barata que en el resto de productos culturales, sino en la alfabetización de las personas interesadas en tal producto. No era una cuestión de precio, sino de conocimientos. La tecnología de producción (que no de distribución y reproducción) fue abaratándose, la población alfabetizada no paraba de crecer, y así lo que hoy conocemos como el libro nunca se separó de la vía directa entre el productor y el lector. No se necesitó de ningún otro aparato para acceder al contenido cultural que el acceso a una educación básica. Incluso se desarrollaron sistemas de lectura para invidentes que seguían sin requerir de un tercer actor para su consumo.
Esto es inaudito en el sector cultural. ¡El producto salido de las máquinas del productor llega al consumidor y éste puede consumirlo sin más! Como una banda musical actuando en directo, o una compañía de teatro representando una obra. Esta característica del libro es, a mi entender, la más importante para hablar de cultura digital. Esta característica es, también, lo que ha retrasado tanto la llegada de esos intermediarios tecnológicos al sector del libro. De hecho es, insisto, lo que hace (y creo que hará) que el libro digital no se desarrolle nunca en los términos que el cine o la música grabada. Actualmente las ventajas son tan pocas y tan localizadas en sectores técnicos o académicos que difícilmente van a superar el umbral de adopción por novedad o por su relación con la tecnología y todo el fetichismo asociado a ella.
Relacionado con esto me gustaría anotar una observación poco representativa pero basada en dos ciclos anuales completos, localizada en el metro de Barcelona: hay un momento de auge de lectores digitales muy significativo coincidiendo con los regalos navideños, donde los aparatos tecnológicos cada vez (aunque con las recesión no tanto) son más regalados, que en los siguientes meses va decayendo paulatinamente (según mis observaciones quedan menos de una quinta parte) hasta el siguiente periodo consumista, cuando vuelve a explotar. Esto ilustra perfectamente una de las características que los lectores asocian al libro digital: decepción. Ya empezamos con el mar de lágrimas.
Si una de las características de la intermediación tecnológica es el abaratamiento de costes, sobre todo los asociados a la distribución, producción y reproducción, ésta ha fracasado con el libro. Empezando por los costes de producción que, contrariamente a lo que se suele decir en foros tecnológicos, no han bajado casi nada, puesto que el único ahorro es el papel y la impresión –que los avances tecnológicos en estos campos han hecho que sea un coste residual-. En algunos casos incluso los costes de edición del libro digital pueden ser superiores a los del libro impreso y encuadernado.
Después tenemos la comodidad. Es cierto que muchos defienden la comodidad de llevar el dispositivo de lectura en vez del libro impreso y encuadernado, por su menor peso (aunque habría que compararlo con un libro de bolsillo), pero estamos hablando del transporte, no de la lectura, que es muchísimo más incomoda con los actuales dispositivos. Podríamos hablar de las características tipográficas, el largo de las líneas de texto, los tipos de letra instalados en los aparatos, y los márgenes, pero entraríamos en cuestiones técnicas que realmente solo nos importan a los que nos dedicamos al noble arte de la composición de textos, aunque sean de suma importancia para el lector (y están mejor resueltos cuanto menos cuenta se da el lector)…
Bueno, sí que quiero hablar de los márgenes, pero no del documento, sino de los aparatos. Una de las mejores características de las tabletas de Apple era el generoso y suficiente margen para aguantar sin tocar la pantalla táctil los iPads; también tenían un genial margen las primeras versiones de los Kindle del ogro Amazon, pero ambos se han visto afectados por el Síndrome del Margen Menguante hasta hacer imposible sostenerlos con comodidad para la lectura sin tocar su pantalla táctil y obtener respuestas no buscadas por parte del aparato. Evidentemente todos sus competidores han acabado sufriendo el mismo síndrome y la plaga ya ha acabado con todos los márgenes posibles. Puede que sea una obsesión personal, puesto que me molesta enormemente el mismo virus en su cepa que afecta a la celulosa, que hace casi imposible sostener un libro impreso sin que los pulgares tapen parte del texto que se supone que se tiene que leer (y por favor editores, asegúrense de que la fibra del papel está en su sentido correcto, que eso también afecta gravemente su sostén y la salud de los músculos de la mano y el antebrazo). Todo puede ser.
Para acabar, muy importante: tenemos el precio. A diferencia del cine y la música grabada, que necesitaban forzosamente de un aparato reproductor (de música y/o cine) el libro digital no puede competir en precio con el libro impreso en papel. Un error común es pensar que en esta ecuación únicamente entra el precio de la compra o el alquiler del archivo que corresponde al libro digital, que por su escaso mercado y costes parejos a los de la versión impresa en papel no puede ser mucho más bajo. Hay que incluir en la ecuación los aparatos de lectura de libros digitales. Los hay de muchos precios, pero pongamos el más barato: el Kindle básico con publicidad, de 79€. En España casi el 40% de la población mayor de 14 años no lee nunca. De los que leen, aproximadamente la mitad lo hacen de manera habitual, y de estos casi un tercio lee una o dos veces por semana. Es decir, que en el caso que el precio de un libro digital fuera bajo o muy bajo o se usara alguna plataforma de explotación por suscripción que acercara a cero su precio (otro debate es si es deseable esta bajada de precios tan anunciada) difícilmente el coste para el lector, contando el aparato lector, no se multiplica varias veces comparando con los costes de seguir comprando el libro en papel. Únicamente unos pocos lectores muy frecuentes podrían amortizar en la corta vida de estos aparatos electrónicos su precio, y así llegamos a la conclusión de que el libro digital no puede competir ampliamente por precio, tampoco.
Así que si, a diferencia del cine y la música, el libro no puede «empaquetarse» de una manera barata y fácil, ¿qué hacemos con el libro digital? ¡Viva el libro digital! ¡Larga vida al libro impreso en papel!
JAUME BALMES es editor, tipógrafo, grafista y profesor de diseño editorial en IDEP Barcelona.
Una versión de este artículo ha sido publicada originalmente en el número de febrero de 2014 (249) de la Revista LEER (cómpralo en digital / o mejor aún, ¡suscríbete!).