Joyce y Dunsany: el dédalo de la ciudad y el hombre en el castillo
Con el 'Bloomsday', Dublín celebra –y así democratiza– cada 16 de junio la novela más difícil, ‘Ulises’. Mientras, a poco más de 30 kilómetros, el castillo de Lord Dunsany parece aristocratizar por confinamiento la literatura popular de quien fuera su señor. Fértil paradoja en la feraz Irlanda. Un ‘trip’ y una intuición de ÁLVARO CORTINA URDAMPILLETA
El Bloomsday o Día de Bloom (día 16 de junio del calendario de todos los años desde los 50) tiene en la pequeña ciudad de Dublín un valor literario y municipal. Este día se consagra allí a una novela de 1922, mítica y mitológica; obra de no breve extensión, ni propósito enteramente inteligible, que tiene por título Ulises, cuyo protagonista es Leopold Bloom, un buen vecino publicista de clase media aficionado a la casquería, a la literatura, a la lencería femenina y a la música italiana.
Ulises, obra compulsivamente dispersa, se centra a conciencia en el 16 de junio de 1904 hasta las dos de la mañana del día siguiente. Quizá usted se ha enfrentado a ese vasto criptograma, lector: convendrá, en tal caso, que no se trata de una novela popular, aunque tenga un lugar en el calendario de la capital de Irlanda, aunque las buenas gentes de la ciudad se disfracen de dublineses de la era Bloom, aunque grupos de aficionados pululen por las calles y se amontonen en Eccles Street 7, donde vive el protagonista. Aunque los aficionados degusten, como yo, desayunos bloomianos, con riñones fritos en el James Joyce Center, mientras unos actores representan escenas simpáticas del libro y cantan al piano. Sin conocer el libro, uno diría que Ulises es un texto genuinamente popular y no una cima complicada del English modernism.
Es cierto que el material de Ulises es popular, puntualmente vulgar incluso, y su tono anti-épico, pero su forma es monstruosamente sofisticada, literariamente retorcida como ningún otro gran clásico de la novela de nuestra época. Es un laberinto o una hidra, mente usted la figura que quiera: algo que no sea ni humano, ni natural. Se puede defender fácilmente que, como muchos han dicho, Ulises es una obra ideológicamente democrática, una suerte de canto contemporáneo a lo cotidiano. Esta consideración puede encontrarse en las solapas de una edición del libro, y no deja de ser verdad. Al mismo tiempo, después de leer sólo los tres primeros capítulos consagrados al joven Telémaco irlandés, Stephen Dedalus, el artista adolescente, el lector menos atento ha comprendido bien que el objeto del no poco ambicioso autor es ante todo técnico, formal, filológico y libresco.
Es “tupidez”
En sus Ideas sobre la novela, Ortega habla de este género como un arte de lo «tupido». Los cuentos, según él, se siguen moviendo en el ámbito antiguo de la trama y la peripecia. La novela es diferente: la novela propone psicología en sus personajes y atmósferas tupidas. La «telemaquia» de Ulises, sus tres capítulos de apertura, cuentan una conversación entre tres jóvenes en la torre Martello, una clase impartida por Dedalus en el colegio, otra conversación de Dedalus con su jefe y, finalmente, un paseo por la playa de Dedalus, ante un mar «verdemoco»… Al mismo tiempo tenemos en esa misma serie de páginas la mejor muestra de a qué se podría referir Ortega con lo tupido. Junto con el célebre flujo de conciencia, el autor salpica la página de miríadas de datos, impresiones sueltas, sonidos y colores que opacan la imagen hasta llegar al límite mismo de la tupidez. Joyce rehúye la descripción del espacio. Eccles Street o la torre Martello, en Dublín, se hunden, profundamente, en lo mental y en lo musical. Google Earth no localizaría el mundo del Ulises.
El material de ‘Ulises’ es popular, puntualmente vulgar incluso, pero su forma es monstruosamente sofisticada, como ningún otro gran clásico de la novela de nuestra época
Además, están las citas. Las innumerables, incontables citas que hacen necesario un aparato de notas (contra la opinión de sus editores en Tusquets, Lumen y Cátedra): leer el Ulises es también estudiar sus notas, lo cual influye en el ritmo de lectura. Este caos, este collage de presente puro, miríadas de sensaciones y de citas proponen una nueva música en lengua inglesa. Este despliegue y esta opacidad se sustraen a la imposición de una forma narrativa: muchas páginas de este largo libro o lo que sea se despliegan en un sentido divergente, inaprensible. Si concedemos que la vida que nosotros experimentamos es informe, entonces Ulises es la culminación del realismo literario, como enfatizan los partidarios de la valoración historicista de la literatura, que conciben el arte bajo la especie del progreso. De acuerdo con esto, Joyce es un inventor. Dublín celebra la obra de su exiliado más célebre como la obra de un tipo que ha hecho avanzar al hombre, como el creador del autogiro, del Ibuprofeno o de la máquina de escribir.
La novela más aristocrática
El guía nos deja frente al monumento de Charles Stewart Parnell, político nacionalista irlandés clave en el universo Joyce, que en el capítulo sexto («Hades», un funeral) hace el papel de Agamenón, héroe griego de triste final a quien Ulises ve en su viaje al inframundo. En el Ulises de Joyce, Parnell es sólo una estatua. El traductor y comentador Valverde no me ha convencido del todo de lo sobreenfatizado de una interpretación homérica del texto (T. S. Eliot, Stuart Gilbert), seguramente porque esa lectura me ha ayudado y me ha interesado más que otras. A veces, en todo caso, se diría que es Proteo y no Ulises el referente mitológico de esta suma filológica. El estilo de su autor muta en formas y géneros variados, sin previo aviso. Por ejemplo, en el capítulo 15, que transcurre en un prostíbulo del barrio de Monto, es una obra teatral irrepresentable, surrealista, de 150 páginas, al estilo de Las tentaciones de San Antonio de Flaubert o del Fausto II. El capítulo 14, en torno a un parto en la casa de maternidad, comienza imitando al Beowulf y termina imitando a Carlyle y a otros autores del XIX. El capítulo 17 está escrito en forma de preguntas y respuestas, como un catecismo, y Joyce aborda cuestiones de mecánica y astronomía.
No es pues Ulises la novela más popular, sino la más aristocrática: pese a todo, ahí está Bloomsday. Por esta observación pasó mi disperso flujo de conciencia mientras bajaba hacia el río Liffey recorriendo las avenidas de este relato impenetrable. «Happy Bloomsday!» te dicen en algunas esquinas y en algunos establecimientos. Quizá si Joyce sólo hubiera escrito los relatos de Dublineses su uso como producto de socialización y merchandising sería menos extravagante. Al fin y al cabo, es igual de fácil celebrar lo que sí se ha leído como celebrar lo que no, pero siempre es más natural lo primero.
Los tigres de Lord Dunsany
He fatigado las páginas de mi volumen del Ulises, pero, incluso en Bloomsday, reservé un día exclusivamente para otro autor irlandés. En mi estancia en Irlanda he celebrado a un escritor algo oscuro en términos de fama, pero técnicamente prístino a quien, hasta donde yo sé, no se le atribuyen hallazgos técnicos o progresos de ninguna clase. No obstante, Lovecraft le reserva un lugar privilegiado en su historia del terror literario. Se trata de Lord Dunsany. Como Karen Blixen o Di Lampedusa, Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII baron of Dunsany (1878–1957), alcanzó la excelencia formal sin sobrepasar el utillaje y el espíritu del siglo que le precedió.
Los dioses de Pegana (1905), Cuentos de un soñador (1910) y La hija del rey del país de los elfos (1924) son relatos simbolistas y fantásticos. Antes de la fiesta joyceana, un tanto sospechosa, había decidido visitar el Castillo Dunsany, en Meath, lejos, muy lejos de turistas. Así, mientras comía en el bloomsiano Davy Byrne’s de Dublín seguía pensando en las impresiones del día anterior, en los grandes prados, en el grupo de ciervos rojos corriendo y en los grandes robles salteados, de camino del dominio dunsanyano. El coche avanzaba lentamente por la grava, y en el portón del pulcro palacio, surcado en algún punto por enredaderas, esperaba Lady Dunsany.
Borges vio en un relato de Dunsany a un precursor de Kafka. Su obra se puede concebir también como precedente de las más exóticas fantasías del argentino y del medievalizante Tolkien
La hija del rey del país de los elfos, editada y traducida por Marian Womack en Alfabia, da buena cuenta del estilo de este autor (al menos de los dos primeros decenios de su carrera). Paradójicamente, aunque fue escrita en el ámbito de este palacio alejado del mundo, su factura es, frente al Ulises, profundamente popular. La extraña aunque familiar imaginación de Dunsany refiere un mundo terreno (el arcaico Valle de Erl) que linda con el mundo de lo eterno, habitado por elfos y unicornios. Borges vio en un relato de Dunsany a un precursor de Kafka, pero también se puede concebir su obra como precedente de las más exóticas fantasías del argentino, así como del medievalizante Tolkien. La mansión de nuestro autor, abundante en trofeos, cuadros, viejas ediciones rústicas y muebles arts & crafts, parecía el ámbito apropiado para el autor de La hija del rey... Hojeé las ediciones ilustradas del autor, que databan de principios de siglo, mientras me reflejaba en las pupilas de un tigre disecado. Esas cosas no ocurren en Bloomsday.
Una inspiración común
La princesa elfo Lirazel, el valiente Álveric y su hijo Orión, el cazador, no tienen mucho que ver con Molly Bloom, con Leopold y con Stephen Dedalus, hay que reconocerlo. Tienen, no obstante, algo en común: la inspiración clásica y mitológica. En cierto modo, tanto Joyce como Dunsany son herederos de Yeats (aunque Dunsany permanecerá más cerca del estilo Irish literary revival): para estos irlandeses la creación literaria pasa por el contacto con los mitos. Ésta es una idea yeatsiana. Dunsany no abunda en el folklore irlandés, como el autor de El crepúsculo celta, sino que crea su propia cosmogonía y sus propios universos, con la seria belleza de la épica. En el caso de Joyce hay algo de esto, pero en un sentido diferente, en un sentido destructivo. El quinto y último capítulo de El retrato del artista adolescente, de Joyce, Stephen Dedalus supera sus años de formación católicos y alcanza el estadio definitivo: el estadio de la creación artística. Tan pronto rechaza su vocación religiosa como decide consagrarse al arte. Pero tampoco nos da muchas pistas de en qué dirección habrá de ir su actividad estética. Dedalus es un trasunto de Joyce, y Ulises da una respuesta a ese interrogante. Ulises en cierto modo completa el libro anterior: entre otras cosas (es una obra compleja y enrevesada) Ulises emplea la mitología antigua en el sentido anti-mitológico de la parodia y el rebajamiento.
En Dunsany, el Valle de Erl linda con un mundo imperecedero, al que se accede por una «frontera de penumbra». Mientras en el Ulises tenemos un mundo de pura contingencia, de puro cambio, y lo experimentamos, Dunsany nos propone un basamento firme, eterno. Él mismo sugiere que a ese mundo acceden los poetas en sus visiones. El universo dunsanyano es propicio a la mitología, donde nada muere; en el de Joyce, donde no existe lo eterno y Proteo lo devora todo, los grandes arquetipos tiemblan en el curso inestable y contingente de la ciudad moderna. Aunque sea una ciudad pequeña, como Dublín.
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Cineasta vegano aficionado al culturismo, el vigente Lord Dunsany, Randal Plunkett, XXI barón de Dunsany, ha heredado de su tatarabuelo, además del título, el gusto por la narración y la fantasía.
Té, pastas y doritos
En esto pensaba, en la paz de un vasto salón del castillo, mientras tomaba té, pastas y doritos. Estaba acaso preparándome mentalmente para el Bloomsday, rodeado por los retratos de varios Dunsanyes, incluido nuestro autor. El Álvericsday no tiene día, porque está alejado de los calendarios y del tiempo de la ciudad. En varios momentos de La hija del rey del país de los elfos se nos da cuenta de acciones, aunque, se nos asegura, el tiempo no pasa. Esta novela es accesible, y, como digo, popular, pero está instalada en un castillo mental alejado del barullo del mundo, al que trepó el autor a partir de un castillo físico.
En la novella de Dunsany se menciona, por cierto, el efecto maravilloso que generan en el muchacho, Orión, las pieles y los despojos de animales en la cabaña de un cazador llamado Threl. Así, yo miraba los tigres. Ulises es democrático y popular como el pub de Barney Kiernan, aunque aristocrático en el fondo, y más sonoro que visual. La hija del rey tiene algo aristocrático, épico y legendario, pero popular y accesible como una leyenda oral. Es un libro de imágenes.
El universo de Dunsany es propicio a la mitología, donde nada muere. En el de Joyce lo eterno no existe, Proteo lo devora todo; los arquetipos tiemblan en el curso contingente de la ciudad
Mi itinerario, bajando del castillo a las aceras de la ciudad, y las lecturas cruzadas provocaron estas meditaciones. Al ver la divertida producción teatral Ulises que hay en el Abbey Theatre de Dublín, donde Graham McLaren (el director) y Dermot Bolger (el adaptador) ofrecen la parte más accesible del libro a todos los fans imposibles, volví a esta idea del fuego de la mitología. Pensé en los versos de Yeats que encabezan El crepúsculo celta, de 1893: «El tiempo se hunde en decadencia / como una vela consumida, / y a las montañas y bosques / les llega el día, les llega el día; / pero tú, amable turbamulta antigua / de los estados del ánimo nacidos del fuego, / tú no desapareces». El estado de ánimo de la mitología. En ese momento, evocando el espléndido capítulo 4 de Ulises, el actor que interpretaba a Bloom, en un gesto desde luego poco dunsanyano, se bajó los pantalones y se sentó en un retrete. De pronto sentí lo lejos que estaba del silencioso castillo y de los tigres. Se oyó una sonora pedorreta. La gente rió de pronto a carcajadas, ante la humanidad del anti-héroe del libro más difícil, aunque con día en el calendario irlandés.
Revista LEER, número 290