Los Salinas: amor, amor, catástrofe
El poeta decano del 27 (1891-1951), doblemente desterrado por la España franquista y la republicana que le reprochó haber huido recién comenzada la guerra, vivió una pasión furtiva que empujó a su esposa a un intento de suicidio. Todo ello lo descubrieron pasadas las décadas los dos hijos, Solita y Jaime (1925-2011), gran editor y memorialista. La correspondencia del padre y el hijo testimonian una vida de novela. Por VICENTE ARAGUAS
Mi profesor de Literatura en el Instituto Concepción Arenal de Ferrol, don Victorino López, curso 65–66, me dio a conocer a Pedro Salinas, apenas citado en el manual consabido; más que Alberti, desde luego, que directamente no aparecía. Cernuda tampoco, pero eso por inadvertencia del autor; Alberti, por rojo. Lo que no era Salinas, en todo caso doblemente desterrado en su exilio americano de la España en manos de “Paca, la franca mona”, genialmente brutal poema (hay vida-Salinas más allá de La voz a ti debida) y de cierta España republicana que le reprochaba no solo haberse ido de Santander con la guerra apenas comenzada, sino también el no tomar partido en aquellas discusiones bizantinas con galgos y podencos (las derrotas implican también esto).
Pero Salinas bien sabía que lo suyo era otra cosa; el orden poético y erudito en medio de un mundo que se venía abajo. A su íntimo Jorge Guillén bien que le echaron en cara el verso que dice, sigue diciendo, que el mundo está bien hecho. Lo está; son los hombres los que lo echan abajo. Por eso Pedro Salinas se cebó, hablando en verso, con el Chamberlain que trapicheaba con la bestia nazi, Franco o la bomba atómica. Porque venían siendo arietes contra el mundo aquel que había conocido, opuestas las voces libres a la monarquía de Alfonso XIII (y su camarlengo, Primo de Rivera) y a favor de la Segunda República. También porque con la República vino a España Katherine Prue Reding, luego después Katherine Whitmore. Compañera de aula –ahora entiendo que como alumna oyente– de don Victorino López, el curso 1932–33. En Filosofía y Letras, Universidad Central, ambos bajo la férula de Salinas. De ahí que mi profesor me hablara no solamente del poeta de La voz a ti debida (aparecido justamente ese año de 1933) sino de aquella muchacha de la que se decía sotto voce que era amante de tan serio pero muy afable, y castizo, profesor.
Deportista, fumadora, independiente, viajera, Katherine venía a ser la otra cara de la moneda de la esposa de Salinas, Margarita Bonmatí. Y a ella se acogió el poeta en busca de la otredad confortable que ansiaba
Y tanto que eran amantes, Katherine y Salinas, pero de un modo muy español, con esposa y querida, como nos confiesa Whitmore (apellido que toma de Brewer Whitmore, más tarde su marido) en el texto que acompaña la edición de las cartas que Salinas le enviara desde ese año de 1932 hasta 1947. Con intervalos que acompasan una relación relativamente libre; Katherine –probablemente una muchacha flapper en los años 20, los 30 le cogen, sin duda, en la treintena, otra historia– representaba algo muy diferente al mundo de Margarita Bonmatí, la esposa entregada, sumisa. Katherine, deportista, fumadora, independiente, viajera, venía siendo la otra cara de la moneda. Y a ella se acogió su poeta en busca de la otredad confortable que tanto ansiaba. Pero que igualmente había perseguido, y en ello coinciden sus estudiosos, Salinas en Margarita, por lo demás esposa-madre, ocho años mayor que él. En Katherine, obviamente enamorada más del intelecto que del físico (silencio al respecto por todas las partes, pero no parece que hubiese habido entre ambos una gran intimidad, salvo episodios concretos, Alicante, Barcelona), buscaba una afirmación a sus inseguridades, una protección a su desamparo.
Tragedia de teléfono blanco
Con todo sorprende su silencio, apenas insinuaciones, sobre el intento de suicidio ribereño de Margarita Bonmatí, 1934, que precipitaría la primera ruptura de Katherine con Pedro Salinas. Culpable el teléfono, mítico 61744 del que da noticia en una carta, del 15 de febrero, de 1934, precisamente. Que Salinas tenía por partida doble, dos aparatos de lo que se ufana ante su corresponsal, no otro que su íntimo Jorge Guillén. Esa duplicidad hizo que Margarita escuchase las conversaciones amorosas entre el esposo y su amante, provocando tragedia y esa primera ruptura. La segunda, una vez que reencontrados ambos en Estados Unidos, 1937, antes todavía de que la familia de Pedro volviese a reunirse con él, Katherine comprende que todo sigue exactamente como estaba antes del interludio bélico. Que es cuando Katherine Prue Reding, a punto ya de ser Whitmore, decide soltar amarras. Aún seguirían en contacto epistolar. Hasta el definitivo encuentro, primavera de 1951, poco antes de la muerte de Salinas, en Northampton. Momento en que la musa dice a su poeta: «¿No entiendes por qué tuvo que ser así?». Y este, palabras de Katherine: «Me miró con tristeza y contestó: “No, la verdad es que no. Otra mujer, en tu lugar, se habría sentido muy afortunada”».
Katherine Whitmore: tan segura de ser ella la musa de libros tan eróticamente espléndidos. Tan duraderos en el tiempo y en el espacio. Margarita Bonmatí también se llamaba a ellos. Conocemos el epistolario dirigido por Salinas a quien habría de ser su esposa. Diferente, con otro tipo de luminosidad, del enfocado hacia Katherine, segurísima ella de ser «la voz a ti debida». Y con razón, pues muchas cartas de las recibidas por la hispanista americana explican a las claras el proceso de escritura de los poemas de amor salinianos. Un amor, según Gil de Biedma, de ligue de 5 a 7, dicho esto por el poeta catalán a Jaime Salinas, como recoge este en su libro de memorias Cuando editar era una fiesta, de reciente edición a cargo de Tusquets, que ya diera a la prensa Travesías, aquel memorial en sentido estricto que acababa justo con el hijo de Salinas entrando en Seix Barral, en la calle Provenza, a iniciarse, 1955, en el oficio editor. Y concuerda Salinas Jr. con el poeta de En favor de Venus con que un amor más comprometido hubiera cuadrado poco con el carácter comodón de su padre, poco dado a historias que rompiesen con sus rutinas y costumbres, «capaz de grandes pasiones siempre y cuando no implicaran tomas de posición» (Jaime dixit). Bien que concediendo que aquella marcha a EEUU, sin familia y con una antigua amante al otro lado del Atlántico apenas iniciada la guerra hubiese sido el único atisbo de ruptura con la norma por parte de don Pedro.
Lo cuenta Jaime en esta suerte de memorias traídas maravillosamente al pelo por Enric Bou, y compuestas por cartas del editor (en Seix Barral, Alianza, Alfaguara, Aguilar) y director general del Libro y Bibliotecas a su amante islandés Gudbergur Bergsson y por testimonios diversos (directos, de amigos y cofrades del autor de Travesías) hasta completar semejante rompecabezas, de lectura gozosísima. Más para salinistas la primera parte, la que desarrolla menos el embolado profesional, y de alguna manera político, del editor. Otra historia. Pero la que de verdad nos interesa a los enamorados de quien nos supo, en la remota adolescencia, de mano de don Victorino López, a su vez alumno de Salinas, descubrir las fórmulas de ese sentimiento a flor de piel que pudiera expresarse para siempre con versos así: «Qué paseo de noche / con tu ausencia a mi lado / me acompaña el sentir / que no vienes conmigo».
Después de esto, el silencio. El que se alza sobre la figura de Katherine Whitmore hasta el día en que Solita (no conocemos la fecha, sabemos la estupefacción del hijo) confía a su hermano que su padre había tenido una amante; y al tiempo el suicidio no consumado de Margarita. Sabemos, por una carta de Jaime a Gudbergur, que Solita hizo el relato «con una torpeza impresionante». Y sigue Jaime: «Te lo cuento y te lo cuento con miedo. Mi madre era un ser tan frágil, tan menudo, tan sencillo y delicado al mismo tiempo que la veo como a una Ofelia de Hamlet». Pero para que todo siga encajando, de ese modo sicodramático que conjuga lirica y épica, la propia Solita Salinas de Marichal (ambos, Solita y su esposo, enfrentados a Jaime en algún momento por los derechos de reproducción de la obra paterna, nada que desentone en la historia de la literatura) intentó suicidarse, tal como nos cuenta en otra de sus cartas Jaime a su «Han de Islandia» (como le llamaban Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, como en Victor Hugo).
Cartas y secretos
Ese suicidio frustrado es contado con la misma objetividad pasmosa con que Jaime Salinas, quien se confiesa mal lector de poesía, relata a su corresponsal la serenidad con que se enfrenta a un episodio en que le puede la infidelidad, pésimamente acogido por su amante, de quien el libro reproduce una carta tan cargadísima de reproches que es, en sí, una antología de boleros o tangos o rancheras para ilustración de admiradores del viejo género epistolar. Del que Jaime se confiesa parcialísimo, para no defraudar a su padre, quien en los cielos se encontrará, dice con dulzura irónica su hijo. Y por cierto, que digno de mención resulta el saber que Katherine y Jaime acabaron encontrándose para hacer más realidad la novela que viene siendo, como en Montserrat Escartín, la vida de don Pedro Salinas. Contada, ya se ve, a bastantes voces.
Y conviene decir que Solita y Jaime, llegado el momento, cediendo –es de suponer– a presiones salinistas y salinianas variadas, permitieron que las cartas a Katherine fueran publicadas. Pues las cartas, como es sabido y consabido, nunca son de los que las reciben, su contenido literario, se entiende, sino de quien las envía o, en su defecto, mientras siguen vigentes los derechos de autor, de sus herederos. Distinto el caso, por supuesto, de la carta en sí, como objeto material, que sí pertenece al destinatario. Lo cierto es que dichas cartas, donación de Katherine a la Houghton Library, de la Universidad de Harvard, acabaron hallando el mejor acomodo (la descripción que hace Jaime del estado en que se encontró primeras ediciones en nuestra Biblioteca Nacional estremece: el manuscrito del Poema del Cid, avinagrado, textual, por don Ramón Menéndez Pidal para mejor descifrarlo).
Como su madre, la propia Solita Salinas de Marichal intentó suicidarse, tal y como cuenta su hermano Jaime en otra de sus cartas, con pasmosa objetividad, a su «Han de Islandia», Gudbergur Bergsson
Pero faltaba completar la fiesta con su publicación. Y ello, por un pudor extremo de los hijos de Pedro Salinas que, ya se ve, no querían ofender póstumamente a su madre, no se pudo dar hasta 2002. En que apareció, en hermosísima edición de Tusquets, Cartas a Katherine Whitmore. El epistolario secreto del gran poeta del amor. Editado y prologado de nuevo por Enric Bou. Y epilogado, ya se dijo, por la propia Katherine: donde ella también nos cuenta su versión de los hechos con un pudor que no omite el orgullo de haber sido amada por tan inmenso poeta, el mismo que cerró su libro más genial con estos versos: «Y su afanoso sueño / de sombras, otra vez, será el retorno / a esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito». Ese «mortal y rosa» que, como es sabido, habría de titular el mejor libro de Francisco Umbral.
Que en literatura el camino es, como en esos versos, infinito. Como el desconocimiento de Katherine Whitmore. Nacida en Kansas (en 1897), murió en 1982; que yo sepa no se sabe dónde, por más que tres años antes de su deceso firmaba el citado epílogo en Pasadena (California). Ahora nos falta la biografía de esta intrépida hispanista, autora de un par de libros relativos a la lengua y literatura españolas, condecorada en 1953 con el Lazo de Dama de la Orden del Mérito Civil por «su gran labor fomentando las relaciones entre España y los Estados Unidos». Y a fe que lo hizo. Inspirando a Salinas su monumento poético. Llevándolo, tal vez, a su país, donde ejercería la docencia en Wellesley College, Berkeley y la Johns Hopkins. Después en la Universidad de San Juan de Puerto Rico, donde se halla enterrado, en el antiguo cementerio de Santa Magdalena. Aun habiendo muerto en Boston (1951), su disposición era que sus restos yaciesen, si no en tierra española, en un lugar próximo, aunque solamente lo fuera en su idioma central. El que había aprendido en su infancia madrileña, barrio de La Latina, donde naciera en 1891. Y en el que acabaría viviendo su hijo Jaime, en la casa familiar, claro que remozada, de la calle Don Pedro.
Jaime Salinas, cosmopolita, trilingüe irredento, camillero en la Segunda Guerra Mundial, editor, gestor cultural, memorialista, murió en Islandia en 2011 (había nacido en El Harrach, Argelia, en 1925). Sus cenizas, allí depositadas por quien fuera su amante, hispanista como Katherine Whitmore, Gudbergur Bergsson, fueron a parar al cementerio islandés de Grindavik. Dejando tan solo un paréntesis en una historia definitivamente abierta. En una saga de papel que si arde es tan solo como una razón de amor, como un largo lamento.
Obras y amores de un poeta transterrado
PEDRO SALINAS, UNA VIDA DE NOVELA
Montserrat Escartín
Cátedra. Madrid, 2019
La de Pedro Salinas es ciertamente una vida de novela, y ha inspirado, directa o indirectamente, un par de ellas. Debidas a Muñoz Molina (La noche de los tiempos) y Susana Fortes (El amor no es un verso libre). Bien que en esa vida, por lo demás tan rutinaria como suelen ser las de los poetas-profesores –un término acuñado por el malévolo Juan Ramón para Salinas y Guillén, dúo poético tan insepararable como Indíbil y Mandonio o Mauri-Maguregui–, sea la relación con Katherine Whitmore lo más apasionante. Aparte, desde luego, de haber sembrado una nueva manera de entender el lenguaje poético amoroso, más desde lo cerebral que a partir de la genitalidad. En la que no se demora Montserrat Escartín, la autora de la interesante biografía de Salinas que viene a incorporarse al material saliniano, cada vez más abundante. Una biografía que, siéndolo, no se limita a citar situaciones concretas en la vida de un trasterrado –de muchas cosas, del amor, sobre todo– sino que apunta hacia la materia literaria igualmente. Luego del Salinas castizo ma non troppo aparece el que coquetea con el vanguardismo (de manera cuasi futurista, al acecho de uno de los más grandes poetas del amor). Y todavía habrá lugar, y Escartín también lo analiza, para el Salinas imprecatorio; de Chamberlain, de Francisco Franco (encarnación de los males hispánicos para quien, desde una posición mesurada, entre negrinistas y prietistas, vivía un exilio carente de lo que no fuera su autenticidad, ingenio e inteligencia, lo que Salinas pedía al buen poema), del holocausto nuclear. Aparte, el ensayista profundo y, ahí me aparto un poco, el narrador breve (él mismo no se veía novelista) y el dramaturgo. Naturalmente, junto a Katherine Whitmore, aparecen Margarita Bonmatí, esposa y madre, suicida frustrada, y no hacia lo alto, por amor, en el Tajo a su paso por Aranjuez, y los hijos que con Pedro Salinas tuvo: Solita Salinas de Marichal (tal como la veíamos en los créditos de los libros de su padre, «nefelibata» en alguna compañía aérea) y Jaime Salinas, memorialista, bien que en el segundo caso a título tan póstumo como epistolar, de su propia vida y también de la de su padre, aunque desde el mutuo desencuentro. Hermoso el desenlace del libro de Escartín, redescubriendo la vida-novela, que no novelada, de tan gran poeta a través de la referencia a un conjunto de novelas, algunas bien populares, que balizan los momentos vividos por el decano del 27, tan madrileño como la Calle Toledo, donde naciera.
Revista Leer, número 297