La Historia al rescate de la razón
El posmodernismo puede sonarnos a viejo, a amenaza amortizada, pero sus síntomas y consecuencias están más vigentes que nunca. Cabe reconocerlos en el populismo, la posverdad o en la arrogancia adanista de ciertos movimientos sociales que pretenden cambiar un mundo que ignoran por completo. Hay una disciplina especialmente concernida por este estado de cosas. Que se alimenta de analizar las continuidades diacrónicas que el posmodernismo niega. Se trata de la historia. Dos historiadores, FRANCISCO ERICE y GUTMARO GÓMEZ BRAVO, conversan al respecto para LEER.
Desde la historia ha levantado recientemente una crítica metódica del posmodernismo y sus consecuencias Francisco Erice, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo y autor de En defensa de la razón (Siglo XXI). Lo hace como militante de una tradición histórica marxista o materialista que, más allá de sensibilidades ideológicas, se antoja una atalaya perfecta para identificar las secuelas de la tormenta posmoderna y proponer un retorno a la racionalidad histórica, renunciando a los grandes relatos pero no a una comprensión de la realidad en el tiempo. Sobre la batalla del sentido, las lecciones que la historia y su método puede ofrecer a una sociedad responsable y la situación académica de la disciplina, Borja Martínez ha conversado con Erice y Gutmaro Gómez Bravo, profesor de la Universidad Complutense de Madrid y uno de los contemporaneístas más relevantes de una generación llamada a tomar el testigo de la de Erice al frente de la universidad española.
Gutmaro Gómez Bravo: Es un libro interesante por muchas razones. La primera es de orden personal. Yo mismo comencé una tesis sobre historia social británica que finalmente abandoné. De algún modo me desaconsejaron seguir esa línea porque ya no estaba de moda. Así que el libro de Francisco me ha tocado de lleno, y como yo debe de haber mucha gente que ha visto cuestionada en el mundo universitario esa historia social, que aquí como en todas partes estaba en un momento muy bueno antes de que entrara en crisis. Lo cual nos lleva a preguntarnos por qué hemos ido abandonando una línea plausible para entender la historia y el presente, una metodología que hacía racionalmente comprensible el mundo, y útil por tanto para intentar cambiar aquellas cosas que nos parece que están mal y hacerlo de una manera inteligible y colectiva. Todo eso se ha desintegrado, aunque el lenguaje político sigue utilizando aquellos referentes. No hay proyecto de futuro pero todo es reutilizar concepciones del pasado, para el consenso o para el conflicto. Creo que lo que Erice propone es reconstruir el racionalismo, el materialismo y la historia. El libro es una crítica abierta y constructiva del posmodernismo y ofrece un esbozo de contrapropuesta para recuperar esa funcionalidad crítica de la historia en el presente.
Francisco Erice: Esas son las pretensiones básicas del libro. No es un tratado sistemático, y por tanto hay muchas cuestiones que quedan simplemente esbozadas. Lo que pretende es abrir el debate. Llevamos muchos años de cortesía mal entendida entre los historiadores, según la cual criticar determinados planteamientos de los colegas es visto como una descalificación. Yo he intentado compaginar la crítica abierta, en un tono polémico deliberado, con la valoración positiva de los avances innegables que se han producido en historiografía en los últimos años. Sería absurdo y casi nihilista defender que tenemos que volver a posiciones anteriores, encastillándonos en la defensa del viejo racionalismo traicionado y vulnerado por la irrupción brutal del posmodernismo. No se trata de eso, sino de ver si somos capaces de continuar una línea, yo creo que fértil, que desarrolló la mejor tradición materialista, encadenarla con la realidad y las situaciones actuales, analizar lo que hay que adaptar y lo que no e incorporar los desarrollos intelectuales que ha habido desde entonces y que han aportado muchas consideraciones valiosas. Y hacer una crítica de aquellos aspectos que a partir de los 70 y 80 del siglo XX intentaron reorientar la historiografía hacia posiciones que en el libro se califican fundamentalmente de irracionalistas, porque sus propios defensores se consideran críticos radicales de todo lo que tiene que ver con el racionalismo ilustrado. No hablaría, evocando al viejo Luckács, de asalto a la razón, pero sí de una renuncia a la explicación histórica; y de la introducción de ideas y conceptos que rompen con la racionalidad misma de la construcción histórica. Hay que intentar replantear todo esto, señalar los elementos positivos que haya podido haber, como la denuncia de los teleologismos y de las visiones cerradas de progreso, que hoy son indefendibles. Puede rescatarse cierta crítica a los viejos relatos, a las visiones demasiado rígidas y mecanicistas del desarrollo histórico, y volver a reanudar ese hilo en parte interrumpido, aunque siempre ha habido una enorme pluralidad en la historiografía y siempre ha habido historiadores que han seguido defendiendo esos principios. Pero los planteamientos introducidos por el posmodernismo suponen en general una desorientación y una deformación de lo que tiene que ser la construcción de una historia renovada.
El paradigma del materialismo histórico se vio perjudicado por la crisis del socialismo real. Desorientados y no sin dificultad, los partidos progresistas reformularon sus propuestas y encontraron en las causas de las identidades y las minorías un nuevo foco de legitimación con que sustituir parcialmente el discurso de clase. En este contexto se desarrolla una fuerte tendencia presentista y la historia desaparece de los debates públicos clave. ¿Hay una relación entre estos fenómenos?
F_E_: Son cosas relacionadas pero distintas. Creo que el replanteamiento de la función social de la historia tiene mucho que ver con que el posmodernismo es hostil a cualquier idea de verdad objetiva. Es escéptico sobre el conocimiento racional y por tanto actúa como una auténtica bomba de profundidad en la racionalidad histórica. Si la historia no sirve para comprender racionalmente la realidad, tiene unas funciones y una utilidad bastante limitadas. Por otro lado, los usos de la historia en el presente siempre están vinculados a los contextos históricos y sociales de cada momento. La historia siempre está implantada políticamente. Y los usos presentistas pueden ser legítimos en tanto que coincidan con una construcción racional y metodológicamente correcta de la historia. No lo son cuando lo que se viene a plantear es la pura y simple proyección de esquemas políticos, que por la mera manipulación vienen a dinamitar cualquier tipo de racionalidad histórica. El posmodernismo por ejemplo puede relacionarse con la idea de posverdad, en la medida que es relativista y considera que no existen posibilidades de construir una verdad objetiva, sino que hay muchas visiones distintas e igualmente legítimas, afecten al análisis de la realidad o sean ficcionales. El revisionismo puede ser visto superficialmente como una forma de posverdad.
G_G_B_: El libro de Erice es también una defensa del oficio del historiador y un manual para los historiadores del siglo XXI. Hay una noción importante en nuestro trabajo, que es la identificación del tiempo. Si hay algo que sabemos hacer los historiadores es estudiar el tiempo. El posmodernismo rompe constantemente las continuidades. Busca instantes vendibles, consumibles como titulares, y rompe lo general, lo que puede ser racional o continuo. Y esa idea, que yo creo que está muy presente en el libro de Francisco, que es la noción de sistema. Hoy lo desconectamos todo, todo es instante, todo es ruptura, todo es ahora. Cuando todo es momento histórico no es posible crear secuencias que conectan racionalmente el pasado y que legitiman determinadas realidades. Hay una dispersión absoluta.
F_E_: Hay que decir que el posmodernismo no es una construcción arbitraria. Y yo he intentado darle cierta coherencia, afirmar la existencia del posmodernismo aunque tenga manifestaciones muy diversas. Porque una de las objeciones habituales cuando se habla de esto es ¿qué es eso del posmodernismo? Yo no me reconozco en esto, dicen muchos posmodernos. Así que intento situar cuáles son los elementos clave de esta corriente de pensamiento, que tiene múltiples variantes pero también muchos elementos de conexión, y uno de ellos es la fragmentación, la dispersión, que a veces se disfraza engañosamente de pluralismo. Se establece una conexión un tanto tramposa entre la totalización y las interpretaciones mecanicistas y rígidas de la realidad y se plantean como alternativas la pluralidad, la diferencia, la fragmentación, la diversidad de sentido como una forma de enriquecimiento de perspectivas sobre la realidad. Esto es absolutamente engañoso. Esa fragmentación conduce a la incomprensión de la realidad. Es imposible analizar la realidad suponiendo que no existen relaciones causales entre los diferentes elementos de esa realidad y subrayando las fragmentaciones y las rupturas a partir de las cuales surgen realidades nuevas. Eso supone la negación misma de la racionalidad histórica. Oponer a eso una visión totalizadora, metafísica, una especie de amalgama de bloque que funciona hacia el futuro según una idea unilineal de progreso también es una solución falsa. Sería defender algunas de las viejas certezas que yo creo que han sido superadas por las críticas y la realidad del presente. Pero hay que tratar de reconstruir una racionalidad que nos permita entender, por ejemplo, algo que el posmodernismo nos impide comprender, que es la relación entre lo político y lo social. Uno de los elementos clave de las manifestaciones de la politología posmoderna es la ruptura y disolución de lo social. Se convierte en un invento más que en una realidad en sí misma. Esta ruptura entre los diferentes elementos de la realidad, que se fragmentan, se diversifican; esta idea de que no existe un sentido que agrupe esos fragmentos dentro de una cierta conexión inteligible me parece que es tremendamente peligrosa y que es el gran germen de la irracionalidad. Y la irracionalidad conduce a la indefensión. Si uno quiere actuar sobre la realidad necesita comprenderla. Si no, se deja llevar por las emociones, por los sentimientos, que también es algo muy típico de las propuestas políticas posmodernas. Dicho esto, añadiré que otro de los objetivos de este libro es entrar de manera oblicua, indirecta, en un debate político. Que tiene que ver con las ideologías que en parte informan a los nuevos movimientos sociales. No como bloque, en conjunto y con sus razones y su lógica, sino con la impregnación de esos movimientos de este tipo de ideas o con determinadas perspectivas políticas que tienen sus nombres y sus apellidos. No pretende ser un alegato directo contra estas manifestaciones sino una llamada de atención crítica a una vieja izquierda que hizo durante mucho tiempo del racionalismo su seña de identidad y que al parecer lo está abandonando sobre la base de propuestas voluntaristas, eticistas, que son las únicas que se pueden fundamentar en esa especie de indeterminismo fragmentado posmoderno. Ya que no se puede fundamentar una propuesta racional a partir del análisis de la realidad, la respuesta termina limitándose a una serie de actitudes o motivaciones puramente subjetivas, psicológicas y emocionales. Por eso el libro entra en debate no tanto con lo que podríamos llamar una historiografía conservadora, sino con aquella que en parte se reivindica, desde el punto de vista de su proyección política y social, como de izquierdas, para entendernos.
No se observa en la izquierda hegemónica actual una disposición a retornar políticamente a esa vía racionalista. No digamos en aquellos proyectos recientes construidos sobre la emocionalidad y las identidades.
F_E_: El libro termina con una metáfora del Marx joven: el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas. Aunque, añadía, la teoría es una fuerza histórica si prende en las masas. Un libro, evidentemente, ejerce el arma de la crítica. Pero la reconstrucción de una historia crítica, materialista, racionalista en el siglo XXI, como en el siglo XX, tiene mucho que ver con los movimientos políticos y sociales vigentes. Tiene que existir una cierta conexión, aunque no sea mecánica ni mediata. Los debates intelectuales se pueden desarrollar durante un cierto tiempo en una lógica interna y puramente teórica, pero en última instancia se resuelven también en el ámbito de lo político y de lo social. Y la defensa de la razón tiene que partir de una realpolitik de la razón. Aquello que decía Brecht de que la razón triunfará en la medida que triunfen los que razonan. Las grandes batallas intelectuales son batallas que también se libran en el ámbito de lo político. No parece que se vislumbren proyectos políticos que tiendan precisamente al reforzamiento de esa idea racionalista de la izquierda. Desde hace décadas hay un cierto despiste, un intento de supervivencia en situaciones hostiles, agarrándose a lo que va surgiendo. Que con frecuencia son fenómenos de interés; lejos de mi intención minusvalorar la importancia de los movimientos sociales. Pero también hay movimientos que, respondiendo a problemas reales, ofrecen soluciones distorsionadas, de carácter místico, irracionalista… Eso hay que incorporarlo, pero a través de un proyecto racional que permita no sumar sino multiplicar, porque si no entendemos el mundo es imposible cambiarlo. En estos momentos yo creo que el debate intelectual está más avanzado que un proyecto político que de alguna manera pueda servir de correlato. Así que la única salida es el optimismo de la voluntad, aunque sea una época difícil para el optimismo. Pero si surge un proyecto será también con la ayuda de la crítica. Volvamos a recuperar los viejos elementos que permitieron construir una estrategia, una alternativa racional, pero no lo hagamos de una manera sectaria y excluyente. Intentemos integrar, de la misma manera que en otros tiempos Marx y Engels intentaron integrar los elementos más interesantes, positivos y razonables de las corrientes intelectuales de su tiempo. No hay manera de construir un proyecto de transformación social si no es sobre la base de la integración. No puramente ecléctica, sino sobre unos fundamentos y alineamientos que son los que hay que ir debatiendo entre todos.
G_G_B_: En el ámbito crítico, en efecto, se ha avanzado mucho más que en la definición de un proyecto político. Estamos en una época en que ese nexo no se ha reconstruido, y quizá ahí esté una de las propuestas más interesantes del libro, cómo el mundo intelectual puede servir a esa redefinición de un proyecto racional y colectivo, que es algo muy fácil de decir pero muy difícil de construir. En defensa de la razón es un libro de amplio espectro para ver el recorrido intelectual y cultural de la izquierda prácticamente desde la Ilustración, aunque centrado en los últimos cincuenta años. Los nuevos movimientos sociales han hecho unas lecturas en el corto plazo de los argumentos o de los conceptos que les sirven, desechando los que no, prescindiendo de ese elemento de análisis, de confrontación de las tesis que con independencia de las variantes políticas –socialismo, comunismo, anarquismo– era algo intrínseco al materialismo. Ha pasado con la lectura de Laclau, con la lectura de Gramsci de la hegemonía, que también analiza Francisco. Está pasando con el feminismo, que se ha desvinculado del concepto de clase. Hemos pasado de cierta inflación de trabajos sobre la historia del trabajo a prácticamente no tener nada. Y eso quiere decir que damos por hecho que las relaciones laborales, que son sociales básicamente, son como son y forman parte de un estado de naturaleza. Erice lo muestra muy claramente en la última parte del libro a modo de propuesta, en lugar de ir a una confrontación de bloques con el mundo conservador, que es lo que se espera.
F_E_: Una de las cosas que más me preocupan, como viejo que soy, es el poco sentido crítico entre los historiadores jóvenes con respecto a algunos de estos conceptos o tendencias. Tienen una formación metodológica incomparable con la gente de mi generación, pero tienen muchas menos cautelas desde el punto de vista intelectual. Algunos han empezado a interesarse por estos movimientos de manera bastante acrítica, y a veces utilizan nombres como auténticos mantras sin saber lo que está detrás. Yo he estado en debates donde algunas historiadoras jóvenes hablaban de Judith Butler con auténtica adoración. Me parece muy bien, pero su utilización, como la de otros nombres como Foucault, que sigue siendo una especie de gran dios, recuerda a veces un poco al fetichismo de los viejos militantes de la izquierda tradicional cuando se hablaba de Marx y de Lenin. Es una especie de endiosamiento de determinadas figuras que yo creo que también responde a la búsqueda de sucedáneos. Si las viejas generaciones militantes se aferraban a determinados referentes sacralizados, los nuevos colectivos movilizados hacen algo bastante parecido. Las críticas que se hacían a la vieja historia del movimiento obrero, cambiando los contextos y las situaciones, son trasladables por ejemplo a la historia de las mujeres. Hay cierto esencialismo y fundamentalismo, y es verdad que cierto nivel de creencia puede ser un estímulo para la acción, pero lo preocupantes es cuando eso se convierte en el elemento estructural de un movimiento. Todos nos dejamos llevar a veces por las emociones. El problema es construir exclusivamente sobre la base de la política de las emociones. Gramsci decía que el pueblo siente y los intelectuales piensan, pero que hay que elevar al pueblo a una nueva condición intelectual, superar las limitaciones de lo pasional y lo emotivo. Eso es importante. Y los historiadores jóvenes de alguna manera se dejan llevar por sus pasiones políticas. Otras veces simplemente por las modas historiográficas. Citar determinados nombres se convierte en una patente de entrada en el gremio. Estos tics seguramente son inevitables, pero creo que hay que intentar reconducirlos. Tenemos que saber exactamente qué estamos diciendo cuando citamos o mencionamos algo o a alguien, porque a lo mejor estamos diciendo cosas que no queremos decir, y tenemos que ser conscientes de lo que hay detrás de determinados referentes. Me parece importante hablar de todo esto de una manera madura y constructiva y no cainita y excluyente. Lo cual no significa abdicar de las convicciones ni dejar de defenderlas con vehemencia, pero sí entender las razones y los argumentos de los otros y ser conscientes de que, y no es un tópico, sólo podemos avanzar sobre la base del debate y la corrección mutua, de puntos de encuentro para la evolución de la sociedad y de la historia como disciplina.
Hablas de preparación metodológica, pero llama la atención que un profesional de la historia pueda hacer compatible esa formación sofisticada y prolija con un acercamiento acrítico a determinadas realidades o fenómenos. Quizá sea el momento, en las asignaturas de métodos y técnicas historiográficas, de prevenir expresamente contra la emocionalidad. ¿Cómo veis a vuestros alumnos y a quienes empiezan a trabajar ahora?
F_E_: Yo distinguiría entre los alumnos de grado y los de máster y doctorandos. En formación básica, la capacidad de recepción de estos debates es limitada por la falta de conocimientos previos. En el otro nivel sí veo este tipo de propensiones, y la contaminación de conceptos y términos es verdaderamente preocupante. Todo son performatividades, diferencias, contingencias, heterogeneidades. En los títulos de los trabajos y en sus planteamientos prolifera esa especie de culturalismo extremo y absolutamente acrítico. En cuanto a la buena formación metodológica de los alumnos, sobre todo de los que se inician en la investigación, es algo que tengo muy claro. Yo pertenezco a una de las últimas promociones de la universidad franquista y si se echa la vista atrás se aprecia un avance enorme. Los jóvenes historiadores saben mucho mejor que nosotros lo que está pasando en el resto del mundo en materia historiográfica. No hay en España una corriente renovadora y autóctona que haya tenido resonancia internacional, como la microhistoria italiana o la historia de las mentalidades francesa, pero se hacen cosas muy parecidas y a un nivel similar. Lo que pasa es que esa otra formación que no es estrictamente historiográfica, que es sociológica, antropológica, filosófica también, creo que sí les falta a los alumnos de ahora. Hablamos mucho de interdisciplinaridad, pero suprimimos radicalmente de los planes de estudio las asignaturas que no son de las nuestras, como antropología, filosofía, literatura o sociología. Todo eso no entra en los planes de estudio, y seguramente es un problema. En cuanto al tema de la emocionalidad o la emotividad, siempre me ha gustado mucho aquella expresión de Hobsbawn, que llamaba a sustituir la emoción de izquierdas por la razón de izquierdas. La emoción de izquierdas te hace anhelar un pasado glorioso, la razón de izquierdas te hace ver que ese pasado no puede resucitar. La emoción de izquierdas tiene que ver con lo que es deseable; la razón de izquierdas, con lo que es posible. Si queremos construir un proyecto igualitario y democrático de convivencia social y política tenemos que partir de lo que es posible y factible, lo cual tiene que ver con la realidad en la que se vive, y la realidad hay que entenderla. Esa idea de la razón no es menospreciar los sentimientos, las emociones y los anhelos que hay detrás de la acción de las personas. Nadie lucha contra la explotación por la teoría de la plusvalía, y efectivamente la pasión forma parte –los clásicos, desde Hegel, lo dicen muy bien– de los estímulos de la acción, pero lo propio de los seres humanos es racionalizar esas emociones y convertirlas en algo viable, práctico y positivo. Si nos dejamos llevar por la política de las emociones nos convertimos en manipulables.
G_G_B_: Comparto lo que estáis comentando. En una asignatura de Historia de España del siglo XX asistimos a cómo gente joven que ha vivido un periodo relativamente tranquilo traslada su ideología a la clase. Hay emociones, sí, pero lo que traducen ahí es su visión ideológica del pasado. Y el profesor tiene que hacer a veces de árbitro en un enfrentamiento entre esas visiones. Pasa incluso en los máster. La gente llega con ideas preconcebidas. Oiga, ¿usted viene aquí y paga 3.000 euros para defender algo de lo que ya está convencido de antemano? Hay un problema de metodología. Y hay otro asunto importante si queremos defender este oficio. Se ha perdido la valoración de la fuente, y eso es un problema administrativo e institucional. No se trata sólo de elegir asignaturas, o de que la gente quiera escribir la historia de su pueblo, o de la vida cotidiana, o todo lo que lleve una coletilla cultural o acabe en –ista. No se puede terminar la carrera sin dar prioridad a las fuentes primarias ni saber manejar los archivos, y realmente no saben hacerlo. Hemos descabezado el sistema de fuentes primarias y a partir de ahí todo es interpretación de la interpretación y todo vale. Antes del trabajo de interpretación y argumentación, antes de desarrollar ese ejercicio racional de escritura, tiene que haber un trabajo empírico. Te enfrentas con doctorandos que no es que sepan o no sepan, sino que tienen clara su tesis de antemano. Y por ahí se pierde el valor de la historiografía para, entre otras cosas, entender el presente.
F_E_: Tenía un curso hace años en el que siempre acabábamos hablando del Gobierno y tenía que aclarar a los alumnos que no se trataba de eso. Que entendía que lo que yo les decía a lo mejor evocaba cosas que tenían que ver con la realidad actual, pero les insistía en que se metieran un poco en las cuestiones que se estaban planteando y se olvidaran por un momento de la actualidad. Refugiarse en algo que teóricamente es más conocido es un recurso fácil cuando careces de referencias suficientes para plantear cuestiones relevantes. Actualmente tengo un curso de máster sobre la construcción cultural de la memoria colectiva, Gutmaro sabe mucho de esto, y también me cuesta mucho convencer a aquellos alumnos sensibilizados, digamos, que asuman una posición crítica con respecto a los movimientos memorialísticos. Que no se dejen arrastrar por la pura emocionalidad o por la identificación con determinadas causas, que pueden tener objetivos plausibles y razonables pero que no tienen que ser abordados con esa visión precrítica de la realidad. La memoria es importante, pero la memoria es selectiva. Y los historiadores no pueden dejar de lado realidades. Cuando se habla de la memoria, por ejemplo, no es que no se reconozca que hubo muertos y represaliados en la retaguardia republicana, pero se olvida, se deja a un lado. Y la historia, los historiadores no pueden hacer eso. Es muy importante que sean autocríticos con sus propias posiciones, capaces de cuestionarse convicciones importantes en su comportamiento, en su rol social y en su vida cotidiana. Formar a un historiador, formar buenos eruditos, en el mejor sentido de la palabra, tiene mucho que ver con eso. Que en definitiva el trabajo del historiador, que siempre es un trabajo de investigación sobre las fuentes y los documentos, no sea sustituido por la pura palabrería y la pura retórica.
Sin renunciar a ellas, quizá las convicciones deban ser lo primero que tiene que someter a crítica quien está haciendo ciencia social y pretende, como decía antes Gutmaro, restaurar la funcionalidad crítica de la historia en el presente. Y en ese sentido es clave la reivindicación de las fuentes como elemento vigorizante de la ética del historiador y de su método. Cuando el historiador se enfrenta a una fuente la tiene que respetar, no puede forzarla. Debe someterla a análisis, sacar las conclusiones oportunas, pero la fuente está ahí y ahí seguirá. Y esa presencia funciona como una baliza y un vigorizante del trabajo del historiador; como garantía del resultado a través del rigor en el método.
F_E_: Las mayores reticencias de los historiadores profesionales a asumir las versiones más duras del posmodernismo tienen que ver con la convicción profunda de que existen documentos que nos ofrecen elementos probatorios de algo que sucedió. Hay una realidad pasada que tenemos que reconstruir a través de una serie de métodos, de protocolos de actuación sobre esos documentos, restos del pasado que nos ofrecen algo tangible a lo que agarrarnos para argumentar en favor de nuestra reconstrucción. El posmodernismo cuestiona hasta la propia referencialidad de las fuentes históricas; los historiadores inventan sus fuentes, viene a decir, por ejemplo, Keith Jenkins. Frente a eso, las fuentes ofrecen un sano anclaje materialista, si se me permite la expresión. Con mis instrumentos, mis métodos de análisis, con una serie de fuentes, de documentos que me están hablando en realidad de esos hombres del pasado, algo estoy diciendo acerca de esa realidad del pasado. Creo que ese sano racionalismo del historiador esgrimiendo sus fuentes es uno de los principales factores de resistencia frente al posmodernismo. Un historiador no puede admitir que lo que está haciendo es una pura superchería, o que es un trabajo creativo, artístico, estético pero no científico, por mucho que se le añadan matices a lo que significa científico cuando se habla de ciencias sociales. Yo creo que esto es muy importante, no se puede hacer una buena historia sin una buena erudición, sin un buen manejo de las fuentes, porque se supone que estamos interpretando procesos reales y por tanto nos tenemos que atener a esos elementos de la realidad. Reconstruidos, reinterpretados, reinsertados, pero debemos atenernos a ellos para acceder al pasado.
G_G_B_: Las nuevas generaciones de historiadores tienen acceso a las mejores herramientas, pero eso no redunda en un mayor conocimiento de las cosas, por lo que estamos viendo. Es algo que también tiene que ver con la naturaleza de los debates en España, siempre con una connotación polémica y algo cainita. Tenemos que tener debates, sí, pero no polémicas de confrontación.
F_E_: Este es un gremio poco dado a las polémicas, además. Primero porque tradicionalmente los historiadores han tenido una visión un poco ingenua, positivista, del oficio, según la cual nosotros construimos sobre la base de la realidad y son los filósofos quienes polemizan y discuten. Hay un cierto rechazo tradicional a lo que pueden ser las discusiones, más allá de las que vienen dadas por el presentismo, por razones políticas o ideológicas del interesado. Pero hay otra cuestión gremial que influye en que haya pocas polémicas historiográficas, y es que los historiadores formamos parte de un sector, el universitario, muy sensible al reconocimiento de su trabajo. Con frecuencia tenemos más interés por nuestro prestigio profesional que por nuestro salario, y que alguien lo cuestione resulta terriblemente duro. La crítica es un elemento de autocorrección clave, pero nosotros estamos poco acostumbrados a ella. El de historiador es un oficio en el que cada uno va a lo suyo, con la idea de que todo suma, y no es verdad que todo suma. Suma relativamente. A lo mejor resulta que estamos sumando en una dirección equivocada. Nos tenemos que acostumbrar a discutir con vehemencia y con convicción, pero sin tirarnos los trastos a la cabeza.
Revista LEER, número 297