Grandeza y servidumbre del “negro” presidencial
John Kennedy empleó a un patricio de la intelectualidad como Arthur Schlesinger, Richard Nixon dio su plenipotencia a un cura jesuita y Gerald Ford no dudó en poner sus discursos en las manos de un cómico. Valgan los ejemplos para afirmar que el puesto de 'negro' presidencial ha acogido todo un florilegio de caracteres, de zelotes de partido a pensadores 'enragés', de periodistas de nota a pacíficos profesores oxonienses –como Robin Harris, fontanero de la Thatcher– expertos en la historia de la ciudad estado de Dubrovnik. Por IGNACIO PEYRÓ*
La aleatoriedad, con todo, no se ciñe a los perfiles. Un médico es un médico, un ingeniero es un ingeniero; la marquetería fina del mensaje, sin embargo, pertenece a esas materias que se pueden aprender pero no se pueden enseñar. ¿Cómo postularse para un cargo, como el de surtidor de ideas, para el que ningún Gobierno convoca oposición? La respuesta es que la política señala a los suyos, y que los políticos eligen –como dijo un malévolo– a sus «máquinas de pensar, de escribir y de mentir». Y así, Fernando Ónega era apenas un redactor junior del Arriba cuando un telefonazo le avisó de que Adolfo Suárez quería verle. Y Ferdinand Mount, que entró por la puerta de Downing Street para fichar como analista, saldría por ella investido de speechwriter. «Muchos matrimonios», diría Mount, «han comenzado con bases peores». Como sea, el general De Gaulle –político tan sabio– sólo pedía a sus negros «ser titulados en la École Normale y saber escribir».
Prohombres como George Will, Galbraith, Lippmann o Paul Johnson, todos ellos consejeros de ocasión, han venido, sin duda, a dar empaque al oficio. Y quizá esa «completa informalidad» que vio Schlesinger en los trabajos del logógrafo –término privilegiado hoy por la comunicación política– encuentre su contrapeso en la importancia de ser «guionista del presidente». El propio Ónega, al recordar sus primeras palabras en boca de Suárez, lo reconoce: «me emocioné». Más tarde, estaba destinado a dejar huella con su «puedo prometer y prometo», del mismo modo que otros escritores en la sombra traerían los «vientos de cambio» de Macmillan, convertirían a Kennedy en «un berlinés», apelarían a la “mayoría silenciosa” de Nixon o, a través del verbo de Ronald Reagan, interpelarían a la Unión Soviética: «señor Gorbachov, ¡derribe este muro!». Por supuesto, si los logógrafos han logrado acuñar frases eternamente felices, su impericia ha dado también en trompicones retóricos como el eje del mal de Bush hijo o en derrapes insondables como aquel «discurso del malestar» con que Jimmy Carter abroncó a la nación americana. Éxito o fracaso, en tiempos de declive de la atención, cuando media hora de homilética electoral se pasea por las redes sin la caridad de un retuiteo, la palabra mantiene, pese a todo, su valor. Ni siquiera faltan –a despecho de los lamentos del negro Philip Collins– grandes causas para dignificar la oratoria. Lo probó con contundencia Gordon Brown, elevado a las alturas sinaíticas en su discurso a favor de la permanencia de Escocia en el Reino Unido. Irónicamente, era el mismo Brown que, con problemas a perpetuidad con sus speechwriters, causó escándalo en su día al pagar cuarenta mil dólares a una firma especializada para ayudarle con sus intervenciones.
A Lincoln, que se sabía su Pericles y tenía estudiada la sonoridad de la Biblia King James, nunca le hubieran cogido en semejante trance. Tampoco a un Churchill que pasó media vida, según se ha dicho, en la preparación de alocuciones aparentemente espontáneas. La razón es tan simple como que ninguno de los dos se hizo nunca servir de un negro-en-jefe. Ciertamente, el poder siempre ha tenido sus satélites, y siempre ha habido gabineteros capaces de susurrar al oído al presidente. Pero el puesto de escritor de discursos es de incorporación tardía. No sin razón: de 1929 a 1933, un presidente como Hoover promediaba unas ocho apariciones en público al mes; en la primera legislatura de Bill Clinton, ese número había ascendido a veintiocho. Entre medias, los medios de comunicación ya habían metido la voz del presidente en cada casa, y la política moderna no iba a dejar espacio para las largas cabezadas de Calvin Coolidge ni para esas tardes que Gladstone pasaba en minuciosa catalogación de su biblioteca. Cuando un héroe de guerra como Macmillan enfermaba sólo con pensar en su comparecencia en los Comunes, se hace patente la necesidad de que, comprometida o mercenaria, el presidente tenga una pluma a su disposición.
Prohombres como George Will, Galbraith, Lippmann o Paul Johnson, todos ellos consejeros de ocasión, han venido a dar empaque al oficio de “logógrafo”
Se sospecha que todo un John Locke ejerció de redactor de un campeón whig como el conde de Shaftesbury, pero el primer empleado literario de un líder político estaba destinado a ser Judson Welliver, al servicio de Harding allá por los años 20. Aquello sólo alcanzaría homologación oficial en la figura de Emmett Hughes, que tuvo no poco riña con Eisenhower. En todo caso, era el inicio de una tradición que vivió sus mejores tardes en presidencias de corte inspiracional tan marcado como las de Kennedy y Ronald Reagan, y que en tiempos de Jon Favreau –célebre escritor de Obama– ya iba a conocer un estrellato por lo general sólo reservado a la farándula. Tal vez la política sea eterna y sólo cambien sus formas, pero esa publicidad americana es un contraste con la discreción a la europea, donde los arcanos del Estado aún se hacen valer. Pensemos que ha tenido que llegar el desenvuelto Sarkozy para escuchar, de labios de un presidente, que no ha terminado de leer alguno de los libros que él mismo ha firmado.
Precisamente diversos altos cargos de confianza del Elíseo sarkoziano rasgarían esos cortinajes de silencio tan espeso. La mayor sorpresa fue, en tiempos no lejanos, la de Marie de Gandt, capaz de escribir para un presidente neogaullista pese a considerarse –así lo cuenta– una persona de izquierdas. Con no poco de exhibicionismo, de Gandt también iba a abolir lo que parecía un presupuesto claro: ya sea fiado, como Peggy Noonan, «al café, la noche y el tabaco» a la hora de escribir; ya sea instalado, como Jon Favreau, en un Starbucks de Washington, el de escritor de discursos es un cargo de confianza personal, y eso incluye la plena confianza ideológica. Se trata de compartir los objetivos del presidente, de “intentar encontrar su sonido”, de inmiscuirse en su alma para que diga lo que él mismo quizá no sepa que quiere decir.
Los recuerdos de De Gandt abundan en las por otra parte muy selectas miserias de la vida del escritor de corte: el anonimato, las correcciones, los celos del politiqueo y las jerarquías de la Administración, la necesidad de estar disponible en todo lugar y todo momento. A medias entre la invisibilidad privada y la influencia pública, la entraña del poder pone a prueba los encajes entre la vanidad del hombre de letras y la crasa condición de la política. El negro de Bob Dole recuerda «cómo duele cuando no dicen algo que sabes que encaja» y, más quejosa, la escritora de Dan Quayle rememora en términos ingratos su relación con el vicepresidente: «Te dicen que quieren un pato; luego lo miran y dicen: ‘quería un pollo’». Por supuesto, también figura ahí esa alegría de que el presidente lea el texto de su negro, aunque a veces la alegría mayor es que no lo lea: William Safire tuvo que escribir un discurso presidencial por si acaso los astronautas del Apolo no regresaban de la Luna. Es una anécdota que cifra la rareza del trabajo.
Se trata de inmiscuirse en el alma del presidente para que diga lo que él mismo quizá no sepa que quiere decir
Al preparar el célebre discurso inaugural de Kennedy, Ted Sorensen, con mando en el Camelot de la Casa Blanca, observó que las mejores intervenciones habían sido las de los peores presidentes. Quizá ocurra que no todo radica en la altura retórica. James Fallows, amargado por la desidia de Jimmy Carter, se desesperó en numerosas ocasiones: «Un redactor de discursos no puede hacer un trabajo decente si no sabe lo que piensa su empleador». A la inversa, si Ted Sorensen pasa por ser el príncipe de los logógrafos, es porque, como observó el New York Times, la unión entre el presidente y su consejero fue hipostática: «Cuando hieren a Jack, Ted sangra». Al fin y al cabo, Sorensen era precisamente su «banco de sangre intelectual», en un romance que se prolongaría, ya en tiempos de Reagan, con los mosqueteros del ala oeste, en perpetuo roce de halcones gabineteros y palomas funcionariales. En todo caso, siempre hay equilibrios internos: bajo Nixon, a Safire le tocaba seducir al votante centrista, y a Buchanan, enardecer a las bases conservadoras. La intuición era correcta: si en las presidencias de mayor triunfo –Reagan, Thatcher, Kennedy– los speechwriters tuvieron relevancia, Bush padre y Jimmy Carter los desdeñaron ampliamente, y ninguno de los dos sobrevivió a su primer mandato. El propio Carter, al aprobar su discurso de despedida, le pasó una nota de alabanza a su escritor: «Tal vez teníamos que haber sido más cuidadosos con los discursos anteriores y guardar este cuatro años más».
¿Cómo acaba su vida el speechwriter? Es conocido que, al poner fin sus años en la Administración, el funcionario Kavafis dejó dicho que «por fin me veo libre de esta asquerosidad». Sin embargo, ni las nostalgias del Elysée blues consiguen que toda carrera política termine en lágrimas, aunque sólo sea porque no está claro que todo negro sea político. Muy adecuadamente, Peggy Noonan, al dejar la Casa Blanca, escribió un manual de redacción de discursos. Fallows legó una memoria amarga de su paso por el gobierno Carter, mientras que Mount recordó con dulzura sus años en Downing Street. Safire sería –con justicia– un astro del periodismo, y Juppé se alzaría a primer ministro en Matignon. Harris veló por la memoria de la Thatcher, del mismo modo que Michael Dobbs escribió House of Cards después de chocar con el empedernido carácter thatcheriano. Hay una cierta justicia poética al pensar que uno de los redactores de Cameron abandonó la política para pasarse al teatro. Con todo, quizá la historia más edificante sea la de un Georges Pompidou: era normalien, sabía escribir y había sido el negro de De Gaulle. Terminó de presidente de la República Francesa.
*Este artículo, publicado originalmente en el nº 262, mayo de 2015, de LEER, apareció bajo la firma de Xavier Berenguer; seudónimo circunstancial de quien entonces se encontraba, precisamente, en funciones de logógrafo presidencial. Su más reciente libro, “Ya sentarás cabeza”, da cuenta de los primeros compases de Ignacio Peyró como escritor de discursos, poco antes de entrar a trabajar en La Moncloa tras el triunfo electoral de Mariano Rajoy en noviembre de 2011.
Dedicado a Antonio García Maldonado