Carlos Rojas: Diálogos para otra España
Enhebrando mitos y ficciones con la Historia de España, Carlos Rojas (1928-2020) labró una de las trayectorias más originales de la literatura española de las últimas décadas. En agosto de 2016, durante una de sus últimas visitas a nuestro país, LEER se citó con él en Barcelona. Por FERNANDO PALMERO
Recuerda Carlos Rojas en Despiadada memoria (Flor del Viento, 2002) que a mediados de mayo de 1975, en uno de sus viajes a España, a su paso por Madrid camino de Barcelona, le invitaron a una “reunión clandestina” presidida por Dionisio Ridruejo. Vivía ya Rojas en Atlanta, donde ostentaba la cátedra de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Emory. Tras varios cursos en la de Glasgow como lector de español y cansado de un país que parecía habituado ya, entre la resignación y el miedo, a la falta de esperanza, se afincó en EEUU en 1957, primero en Florida, como profesor del Rollins College, y finalmente en Atlanta. Como otros escritores que tomaron su misma decisión en torno a los años 60, asfixiados por un régimen que parecía que no iba a acabarse nunca, Rojas tenía ya una incipiente carrera literaria, con obras como De barro y esperanza (Luis de Caralt, 1957), que publicó gracias a Ignacio Agustí y estuvo en la terna para hacerse con el Nadal, El futuro ha comenzado (AHR, 1958) o El asesino de César, Premio Ciudad de Barcelona 1958.
Sin haber militado nunca en su partido (no lo hizo en ningún otro), Rojas había asistido asiduamente a la tertulia de Ridruejo, al que conocía desde mediados de los años 50, cuando, doctor en Filosofía y Letras, se ganaba la vida en su Barcelona natal dando clases particulares y colaborando en algunos medios como La Jirafa, fundada por Rafael Borràs en 1956, una «revista nacida para el coloquio, muerta por mengua de éste», como recordaría años más tarde en su primer ensayo, Diálogos para otra España (Ariel, 1966).
Pero aquella noche, en un chalé a las afueras de Madrid propiedad de un piloto de Iberia, Rojas no sabía que sería la última vez que vería a Ridruejo. Estaba ya el poeta y líder falangista reconvertido en socialdemócrata muy afectado por la enfermedad que le llevaría a la muerte casi cinco meses antes de fallecer Franco. Para esas fechas, Rojas era ya un autor consolidado que había ganado el Premio Nacional de Literatura en 1968 con Auto de fe y el Planeta en 1973 con su novela Azaña (años después llegarían el Ateneo de Sevilla por Memorias inéditas de José Antonio, 1977; el Nadal por El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos, 1979; y el Espejo de España por El mundo mítico y mágico de Pablo Picasso, 1984). También había escrito ya, o lo haría años más tarde, poco importa, que “la cultura sobrevive a la política como la pintura trasciende a la historia que pretende reflejar”.
Refutando a Dios
Por eso, para desesperación del resto de conspiradores, acabó hablando con Ridruejo de poesía; de cómo la Generación del 27, que estuvo a la cabeza de Europa, había sido posible en este país después de una largo periodo de inanición; y de la presencia de Bécquer en el Alberti de Sobre los ángeles y por extensión en casi todo el surrealismo español. Y ya al final de aquella conversación, que se alargó hasta la madrugada, Rojas le confesó a Ridruejo: «Quisiera pergeñar un artículo acerca de la caída del hombre en La Celestina y en Finnegans Wake. Tanto en la tragicomedia como en la novela de Joyce hay una diversidad de caídas, a cual más significativa. En un lapso de cuatro siglos, resulta curioso que el pecado original encuentre dos exponentes entre un judío converso y un católico descreído».
Si bien aquel estudio no llegó nunca a realizarse, la idea del pecado original ha estado siempre presente en la narrativa de Carlos Rojas. Y también, claro está, en su última novela: Último rey sobre la tierra (Valparaíso, 2016), segundo volumen de una ambiciosa trilogía con la que Rojas quiere coronar su extensa obra. «Yo diría que Auto de fe y esta última son mis mejores novelas. Aunque eso lo dice uno siempre, creo sinceramente que estoy diciendo la verdad. Quizá Auto de fe por delante, porque era muy joven cuando la escribí. Pero Último rey sobre la tierra es una de mis novelas más totales. Es una búsqueda y una victoria sobre el pecado original, que es una invención de la Iglesia, claro. Al final de la novela, los protagonistas se preguntan: ¿Seremos nosotros los primeros seres o seremos los últimos de este mundo? ¿Empezará todo aquí con nosotros? Somos inocentes, estamos desnudos y no estuvimos sujetos a ningún castigo, somos Adán y Eva antes del pecado original y no hay nadie más en el mundo».
¿Qué relación crees que hay entre esta novela y ‘Auto de Fe’?
No lo sé, me lo he preguntado varias veces, pero alguna tiene que haber. Está la transformación de lo religioso en lo laico y en lo mítico, pero supongo que tiene que haber mucho más, porque no he cambiado tanto. Rafael Borràs, cuando éramos jóvenes, dijo una gran verdad: si se escribe un auténtico libro, siempre se escribe el mismo libro. Es decir, siempre tiene uno que responder a su identidad si de veras la tiene.
¿Cómo surge la idea de esta trilogía?
De la loca ignorancia de un colega mío del departamento de alemán, austriaco él. En una reunión de la facultad, años después de publicar Françoise Gilot su libro Vivre avec Picasso, empecé a hablar de algo muy divertido que contaba Gilot sobre Picasso, Braque, el cubismo inexpresivo y una ardilla imaginaria que perseguía Braque en los cuadros de Picasso. Al día siguiente, esperando el ascensor en el edificio de Humanidades, este colega me preguntó: «¿Tú conviviste con Picasso y Braque en aquellos años antes de la Primera Guerra Mundial?». En aquel momento, inevitablemente se me ocurrió la idea de un curso que se titulase Europa entre las Guerras, en el que podríamos participar todos los departamentos de Lenguas y Literatura. Mucho después, sobre esa misma idea del curso, vendría Último rey sobre la tierra. De momento sólo he publicado esta entrega, que es el segundo volumen de la trilogía, y estoy enfrascado en la redacción del tercero. El primero, Sacro Ades, está terminado, aunque ahora tendría que reescribirlo completamente si quisiera publicarlo. El editor al que se lo ofrecí, cuyo nombre no diré, me dijo: «Aquí lo que ocurre es que tú eres demasiado intelectual y tus libros, demasiado cultos». Aquella respuesta me recordó a un catalán, el rector de la Universidad de Cervera, que dijo a principios del siglo XVIII: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», frase que luego Fernando VII fue repitiendo devotamente y apostillando: «Mira tú qué rectores hemos tenido siempre en este país». Una vez dije una verdad para mí mismo delante del espejo que es incontrovertible: Si no puedo pensar cuando escribo, ¿cuándo voy a pensar? ¿Para qué escribiré yo si no puedo pensar?
A la Guerra Civil le has dedicado varias obras como ‘Por qué perdimos la Guerra’ (Nauta, 1970), ‘Diez figuras ante la Guerra Civil’ (Nauta, 1973), ‘La Guerra Civil vista por los exiliados’ (Planeta, 1975), etcétera. En ‘Los que no hicimos la Guerra’ (Nauta, 1971) afirmaste que quizá de no haber sido por la Guerra Civil no habrías sido escritor.
Iba a poner en duda esa cita, pero no tengo derecho a dudar de mí mismo, entre otras cosas porque la aurora boreal roja, rojísima, entre el cinabrio y el bermellón, que vi en plena Guerra Civil en Maçanet de Cabrenys, y que no volveré a ver, como me dijo mi abuela mientras me despertaba, fue un acontecimiento cósmico que todavía me sigue marcando. Y sin la Guerra Civil no la habría descubierto. Sin los bombardeos de los italianos de marzo de 1938 no la habría descubierto la madrugada del 26 de enero de aquel año. Pero más allá de la temática, las dos razones de ser de mis libros son la literatura ajena y el otro.
En la España de finales de los 50, cuando está de moda la novela social, tú pretendes hacer un tipo de novela contraria, que algunos califican de metafísica.
Contraria no, completamente distinta. Y lo hacía conscientemente. No tenía nada contra la moda, pero ya ha terminado todo aquello que parecía que se iba a comer el mundo. Ahora Juan Goytisolo acepta medallas y galardones del Rey y de la Reina.
La razón frente al azar
Republicano convencido de los que reivindican «la razón frente al azar», Rojas estuvo sin embargo una vez en la Zarzuela, en un encuentro promovido por la editorial Planeta poco después de ser premiada su novela Azaña. El entonces Príncipe de España, que le había tratado de doctor Rojas en todo el encuentro, a la salida, lo tuteó y, como a todos los visitantes, le pidió un consejo: «Señor, líbrese de la sombra de su abuelo», le dijo. Por si no tuviera bastante, Don Juan Carlos le preguntó si le podía dar alguna cita, y le dijo que sí, de don Manuel Azaña, el último presidente de la Segunda República: «El Museo del Prado es más importante para España que la República y la monarquía juntas». Así comenzaba la novela de Rojas, con el jefe del Estado, consciente ya de la derrota de la República, rememorando en la mina de talco de La Bajol, donde se almacenaban las joyas del Prado listas para ser trasladadas a Francia, junto a su cuñado Rivas Cherif y el general Vicente Rojo el día que advirtió en Peralada a Negrín sobre la importancia de salvaguardar antes que cualquier otra cosa el Museo del Prado. «Y eso fue todo», recuerda, «ahí terminaron mis contactos con la monarquía. Hoy no iría a la Zarzuela, porque soy persona seria y vieja y prefiero quedarme en casa».
En tu primer ensayo, ‘Diálogos para otra España’, hiciste una genealogía sobre el origen de las dos Españas, y fijaste el origen del cainismo español en la llegada de Felipe V, el primer Borbón, en el «año de gracia de 1700». ¿Crees que existe relación entre la permanencia de la dinastía más antigua de Europa, y la persistencia del guerracivilismo español?
Me sentiría tentado a decir que sí, pero lo más triste del caso es que tampoco dan para tanto los Borbones. Se necesitaría un Ricardo III de Inglaterra. Aquí el único que podría ser auténticamente responsable de eso sería Fernando VII, y sin embargo es el fundador del Museo del Prado, ¿quién salva a Goya, si no? Y cuando éste, que había sido un afrancesado, vuelve, el Rey le pide que le haga un retrato, y Goya lo retrata como un puro mamarracho, como un orangután coronado debajo del manto real, con los brazos abiertos. Y el Rey lo acepta y lo entrega al Museo del Prado. Hay que reconocer que los antepasados de nuestros actuales monarcas devoción y percepción de la pintura la tuvieron. Generación tras generación. No me los imagino a estos de ahora inaugurando la rotonda de Goya en el Prado como hizo Alfonso XIII. Cuentan que ese día el duque de Alba ejercía de maestro expositor, y durante la visita iba recordando al monarca: señor, ahí tenéis a vuestro antepasado… ahí también… y ahí. Hasta que llegan delante de la La maja desnuda y Alfonso XIII toma al duque de Alba por el brazo y le dice: «Mira, mira Jimmy, tu antepasada». Hoy no hay Jimmy, ni rey ni reina capaz de presentar una rotonda como la del Prado.
A nuestra historia por el arte
También recordará Rojas en varias de sus obras cómo Alfonso XIII, un rey que antes del exilio fue «frívolo, disoluto e irresponsable», comprendió su trágico destino ante La familia de Carlos IV en Ginebra, adonde llegaron las telas del Prado al término de la Guerra Civil. Encarándose con el genial retrato de Carlos IV, que, como a él le sucedería, murió desterrado en Italia, reflexionó: «En verdad, señores, este hombre se ganó el paraíso en la tierra». «Creerían los suizos», concluye Rojas en Despiadada memoria, «que aludía a las ocasiones en que lo burló María Luisa y los hijos que hubo de ijares ajenos. Pero don Alfonso meditaría en otro aspecto más trágico del humano destino de dos reyes. Pensaría cómo la quiebra del derecho divino lo identificaba con Carlos IV (…). Nadie ha comprendido ni volverá a interpretar La familia de Carlos IV con más dramático y acertado rigor que aquel Monarca, voluble y desposeído».
¿Por qué crees que, como dice Rafael Borràs, «vivos o muertos los Borbones regresan siempre a España»?
No lo sé. Es un misterio para mí. Pero es terrible. Los españoles nunca hemos terminado de hacer nada, como decía Ortega. De la misma forma que destronan a los Borbones, luego los aclaman. Los hemos echado cuatro veces y cuatro veces han vuelto. No hay parangón de esto en la historia universal.
En Los Borbones destronados (Plaza & Janés, 1997), descartando la vitalidad de la dinastía, concluye Rojas que su fatal regreso se debe a la «patética condición de un país, cautivo de su propia flaqueza».
Pintor aficionado y autor de originales collages, una de sus principales pasiones ha sido el arte. Y en concreto tres pintores, Goya, Dalí y Picasso, a los que ha estudiado a fondo porque encierran los tres la esencia de la Historia de España: «Como pintor, Dalí es muy superior a Picasso. Como genio, no. Es la diferencia entre la técnica y la auténtica inspiración. Tiene una técnica que no la ha tenido nadie, ni Leonardo».
¿Qué te interesa de Goya?
Goya en Fusilamientos del 3 de mayo de 1808 en Madrid habla de víctimas y verdugos. Sin color. Fíjate que los franceses no tienen rostro. Y en Los desastres de la guerra, los crímenes están cometidos por unos y por otros. Y de ahí lo copia Picasso.
Porque «toda vesania humana es la misma vesania», escribió en uno de su últimos ensayos. Y por eso sus memorias comienzan con la estupefacción que le produjo el abrumador silencio que se hacía en la sala de la segunda planta del MoMA de Nueva York cuando los visitantes pasaban delante de Guernica, que no vino a España hasta 1981. Entonces, tanto el cuadro como los apuntes para el mural se instalaron en el Casón del Buen Retiro custodiados, quizá, y esta es una sospecha que le gusta reiterar para evidenciar las contradicciones del 23-F, por los mismos guardias civiles que habían escapado meses antes por las ventanas del Congreso o salido por su propio pie tras la rendición de Tejero («vete tú a saber», le dijo sonriendo una tarde Pardo Zancada cuando se lo comentó). Pero allí, en el Casón, no había esa solemnidad, sino murmullos, jaleo e indiferencia.
También, reflexionaba en otro momento de sus memorias, «siempre que nos detenemos ante Los relojes blandos de Dalí, vivimos la oscura sensación de abocarnos al mismo centro de nuestro ser, como nos ocurre frente a Guernica. Yo diría que las dos telas, tan discrepantes en sus distintos tamaños, encierran una insistente llamada al recogimiento y el examen de conciencia de cuantos nacimos y vivimos en el siglo XX».
Carlos Rojas, Barcelona, 1928. Nunca militó en ningún partido. Por eso no tiene la tentación de reconstruir épicamente su pasado político. Aunque quizá sea de esos que no pueden desvelarse del todo. Tiene dos pasaportes, el estadounidense y el español, pero no vota, o más bien, no puede votar en ninguno de los dos países, porque «el primer deber en unas elecciones es votar de acuerdo con tu propia conciencia, y si no puedes hacerlo, mejor no votar». Y se lamenta de que en sus dos países la situación política sea tan desesperada. En EEUU, con la única opción de elegir entre una mala candidata, Hillary Clinton, o un nefasto «payaso», Donald Trump. «Nunca estuve en contra de nada salvo del franquismo y de la mentira gratuita. La mentira me parece aceptable cuando es imprescindible. Lo que me parece condenable son las mentiras que reparte Donald Trump para contradecirse al día siguiente. Nunca fui partidario de la pena de muerte, pero de haberlo sido la habría pedido para este caballero».
¿Qué opinas de Podemos?
No lo sé, yo soy un intelectual. Pero no me gustan los disfraces. España es un país risible y lamentable. Lo que me preocupa es no ver un porvenir a este puñetero país nuestro en estos momentos.
Revista LEER, número 275, septiembre de 2016.