La ballena blanca que persigue Arturo es la excelencia. Está ensimismado, no como el capitán Ahab sino a la manera de esas criaturas laboriosas que producen, para el deleite de otros, miel o funciones.
Se forjó en el siglo xx pero no desdeña, y entiende, las armas de este otro que le ha pillado a trasmano pero en medio; así, catódico, clásico y transversal, un pimiento le importa qué piensen de él, malo o bueno. Cuando se ríe, llora y su llanto parece una carcajada silenciosa. Resiste y supera todo, a pesar de sus cargas, solo consciente de sus deberes.
Nos protege desde la primera línea, sin falsa modestia, nostalgia hacia los caídos ni respeto a los maestros, con un vago reconocimiento a los iguales que se hundieron en la eternidad.
Agradezco su ferocidad, su honestidad sin fisuras. Su mordaz sinceridad y su extraña ternura en pequeños gestos, a él, expresivo y hierático, serio y gracioso, dual, con colmillos y rizos para suavizar su ira o entibiar su frialdad. Si estás en su órbita, te controla de refilón con el rabillo de un ojo dorado que parecía negro y cuando te tiene enfrente, no ha pasado el tiempo.
Va más allá de Closas y Rivelles, galanes fundidos en él hasta dejarle completo y nunca exhausto de ganas de clavarse la espina de la pálida rosa para teñirla con su sangre. Así hace cada vez que sale a escena.
Es el currante que se viste de alta comedia, que odia las vacaciones y se ocupa de los suyos sin deshacerse en carantoñas. El rumiante de una sola idea derecha al éxito, el muchacho existencialista y obrero que se emociona con los boleros y vive de los aplausos porque da su vida para ellos. El cómico ambulante capaz de currarse dos sesiones al día así reviente, el gran patriarca que todavía va de soltero de oro, el discípulo de San Francisco que habla con cariño a las cucarachas y a los perros e interviene ante las injusticias porque le tocan los huevos. Es el actor del canto del cisne de Chéjov en los ambientes de Gregory La Cava y vive más contento en su camerino del Amaya, su casa, que en cualquier palacio absurdo. Allí baraja sus vírgenes cual si fueran naipes y les hace confesiones de colega e hijo pródigo. Y está lleno de defectos que corrige menos que sus diálogos. Desconfía, entiende lo que le da la gana, siempre se guarda un as en el pulcro puño de la camisa, es más tozudo que un arado asturiano, rebosa secretos, se mata de hambre sin saberlo, no sale de su personaje porque teme salir de su zona de confort, tiene un perfil soberbio y no lo explota, lo manda todo a tomar por culo y a ti, si te descuidas, tan autentico como el oro y el hierro, con la honestidad del pan bregado y la gracia de un dragón de la suerte o un puma sabio que caza mientras la llanura se consume. Tiene la mejor voz de España aunque la aflaute para soltar chatines e instalarse en el trending topic con su sana incorrección. Y ama la literatura sin dárselas de lector pues alimenta su arte o artesanía.
Me enseñó todo lo que sé de escribir. Sin él me habría perdido entre adjetivos y chuminadas. Es mi única escuela literaria.
Su «tu no escribes comercial… ¿pero qué cojones es esto?”». Los cinco mil adjetivos tachados en ciento y pico páginas y su «esta frase no se puede decir que me atraganto» me ganaron para la claridad, expulsaron la paja de mi cabeza. Solo aspiro a que me diga porque, desde el polvo de la carretera y el murmullo del público, antes de levantar el telón, y después cuando al salir se quita cuarenta años de encima, admiro su independencia, la libertad de este anarquista de la otra generación del 27, al existencialista que queda, al último titán en pie bajo quien guarecerse, siempre presto para para recibir las balas y la gloria.
De su nobleza los nostálgicos dirían que ya no pertenece a este mundo. Pero no hay nada que exija más presente que el Teatro, la religión y la vida de Arturo, que no cree en más corona que el aplauso trabajado y la sala llena, que se quita los chaqués con una elegancia que rompe el corazón y, al apagarse las luces, solo piensa en hasta mañana.
Salve, Arturo.
Cuando tenga un best seller, serás el responsable.
LEER, número 293, primavera de 2019