Gutmaro Gómez Bravo: «El Valle de los Caídos es una anomalía absoluta»
Profesor de Historia Contemporánea en la UCM, pertenece a una nueva generación de investigadores que llevan años trabajando para renovar los estudios sobre la Guerra Civil y el franquismo. Desencantado con la deriva política de la cátedra de la Memoria Histórica, demanda la apertura de los archivos bloqueados por el Estado, la eliminación del espacio público de los símbolos de la dictadura y la anulación de las sentencias de los tribunales militares dictadas por el régimen.
El objeto del revisionismo en España, escribe Gutmaro Gómez Bravo (Toledo, 1975), ha sido «banalizar los aspectos represivos del franquismo y potenciar los positivos, especialmente en torno al crecimiento económico de los años 60». Lo pernicioso, explica, «no son sus argumentos, plagados de mitificaciones y tergiversaciones de los hechos, sino las inquietantes funciones que cumplen en la sociedad actual (…). Una de ellas, quizá la más importante, sea la de seguir manteniendo determinados episodios del pasado reciente en una constante ceremonia de la confusión». Esta conclusión, incluida en Puig Antich: La Transición inacabada (Taurus, 2014), quizá su libro con mayor proyección, sintetiza la inquietud de un grupo de jóvenes historiadores, discípulos y herederos del legado intelectual del catedrático de la Complutense Julio Aróstegui, por diluir los espacios de sombra que incomprensiblemente existen aún sobre el periodo más siniestro de la reciente Historia de España, cuya naturaleza autoritaria y asesina no se circunscribió a la inmediata posguerra sino que, como pone de manifiesto el expediente del joven anarquista ejecutado por garrote vil en 1974, considerado aún materia reservada, mantuvo intacto y operativo hasta el final el aparato represivo sobre el que se consolidó la dictadura más larga de Europa occidental.
Con títulos como El exilio interior (Taurus, 2009), en el que describe el sistema penitenciario que convirtió en los años 40 a decenas de miles de españoles en «desterrados, vigilados y explotados», o el reciente Geografía humana de la represión franquista. Del Golpe a la Guerra de ocupación,1936–1941 (Cátedra, 2017), Gómez Bravo ha ido construyendo una obra destinada a caracterizar una dictadura, cuyo modelo de Estado y un uso de la violencia centrado en la obsesión por el enemigo interior la hacen muy diferente a los regímenes fascista italiano o nacional socialista alemán. El Nuevo Estado salido de la Guerra Civil cimentó su poder en «la subordinación de la justicia civil a la militar», pero otorgando una «apariencia de legalidad de la coerción y la represión». Aún hoy, en España, los condenados por el régimen siguen siendo oficialmente culpables de delitos que actualmente son derechos políticos y sociales asumidos. «Contribuir a que esta situación termine», explica Gómez Bravo al inicio de su última obra, «y se revisen las sentencias de los tribunales militares de la dictadura forma parte del compromiso moral del historiador con su presente».
En tu concepto de ‘Transición inacabada’ tiene un papel consustancial la revisión de las condenas franquistas. ¿Por qué?
La revisión de las sentencias es la pieza clave, porque la represión franquista se hace desde arriba, una vez conquistado el aparato del Estado, de tal forma que los que están contra el franquismo están contra el Estado, y eso da una apariencia de legalidad a la represión contra los enemigos designados por el propio Estado. Jurídicamente eso no ha cambiado. La Transición se hace de la ley a la ley pero no termina de desmontar la legislación punitiva del franquismo. Para hablar de una Transición acabada, eso habría que solucionarlo. Las víctimas y sus familiares ya no exigen una reparación económica. Lo que quieren es que se proclame su inocencia, porque la mayor parte de ellas fue culpabilizada y criminalizada por ir a la guerra o por tener familiares de ideología distinta a la del régimen. Quieren un papel que diga que su padre o su tío fueron injustamente separados de su puesto, de cartero o de diputado de la República, una reparación simbólica; también en el espacio público, porque aquello se hizo con nombres y apellidos. En la Universidad, por ejemplo, se sabe quiénes se tuvieron que ir y quiénes se quedaron, y todavía estamos pugnado con la gente que mantiene una tribu cerrada en algunos departamentos. Pero para reparar a las víctimas primero habría que dejar de reconocer que aquello era el orden institucional vigente, como lo definen los autos cuando deniegan la revisión de las sentencias. Porque ese orden institucional vigente no era legítimo, se institucionalizó por la violencia, y sin embargo queda protegido por la Ley de Amnistía, que es en lo que se amparan hoy los jueces. La justicia universal está por encima de eso, porque estamos hablando de crímenes de lesa humanidad, que no prescriben. Ocurrió lo mismo en Alemania y se inició un proceso de desnazificación. Es una cuestión jurídica que se mantiene interesadamente.
Pero sí hay quienes quieren encontrar culpables, como demuestra la causa que hay abierta en Argentina. ¿Qué opinión te merece?
Jurídicamente no te puedo decir, pero la clave es la Ley de Amnistía, que impide que se pidan responsabilidades penales sobre cualquier aspecto de la dictadura. Cuando eso se intentó sortear nos encontramos con una anomalía más, como es que el juez que pone en marcha el proceso de memoria histórica acaba también sancionado, si bien es cierto que por otras razones, pero se le aparta de la carrera judicial y la querella tiene que llevarse a Argentina. Eso tiene una lectura muy negativa como país. Yo, sin embargo, no creo que pueda hablarse de «genocidio», primero porque no se sostiene que un genocidio pueda durar cuatro décadas y segundo, porque no está pensado ni se llevó a la práctica como tal.
El Gobierno, a instancias de Podemos, ha dicho que va a anular las sentencias del franquismo. ¿Cómo se puede hacer eso?
Es muy complicado, sobre todo por el volumen. Si es algo simbólico, lo normal sería que las anulase todas a la vez. Pero para eso hay que derogar, en primer lugar, la Ley de Amnistía y luego todo el ordenamiento común del franquismo. El problema es el encaje de determinados grupos que formaron el Estado franquista y que permanecieron en el poder en la democracia, como la judicatura, el Ejército, la Iglesia o los cuerpos de seguridad, porque la nulidad de las sentencias cambiaría jurídicamente el estatus del verdugo y de la víctima.
Uno de los mitos que desmontas en tu último libro es la equiparación de la violencia franquista a la del fascismo o la del nazismo. ¿Cuál es esa naturaleza propia de la dictadura de Franco?
Por un lado, la legitimación es sagrada. Por parte de la Iglesia católica se habla de guerra santa, de una cruzada, y ese apoyo no lo tiene ni el fascismo ni el nazismo, donde el Estado es la religión. Y por otro lado, la agresividad en España se dirige hacia un enemigo interior, no solo durante la Guerra Civil, sino a lo largo de toda la dictadura. Mientras que en Alemania, Italia o Portugal, en menor medida, la agresividad de los autoritarismos es hacia fuera, hacia un enemigo racial, y en el caso soviético hacia un enemigo de clase, o de pueblo. Aquí se actúa contra lo que personajes como Vallejo-Nájera califican de la Antiespaña, algo que está ya en la carta colectiva de los obispos de abril del 37, en la que justifican por qué los católicos pueden matar, por qué esa guerra está justificada. Eso no tiene parangón en Europa. Fascismo, nazismo y franquismo tendrán un objetivo parecido pero tienen una dirección muy distinta. Aquí se instaura una dictadura militar muy bien planificada.
«Mucha gente se acerca a la lectura de los trabajos de historia contemporánea con un prejuicio ya formado, con ánimo no de conocimiento sino de reforzar sus convicciones»
Al franquismo lo hemos visto siempre como un Ejército chusquero, bruto, sin coordinación, que iba a cañonazos, y no. Estamos hablando de militares que han estudiado con Pétain en la Escuela de Guerra de París, que son todos diplomados de Estado Mayor y formados en el manejo de los servicios de información y de la comunicación, en el encriptado y en todo lo que significa la guerra moderna que se impone después de la Primera Guerra Mundial. Eso abre unas perspectivas de conflicto muy distinto, que no lo hace menos terrible, al revés, porque los militares franquistas tienen la capacidad de dibujar sobre el mapa de la Península ibérica qué poblaciones hay qué bombardear y cuáles no, a cuáles hay que someter antes o después, y qué colectivos van a ser clasificados de una o de otra manera. Actúan con una racionalidad moderna bastante destructiva, desde que toman el Estado y crean un eficaz aparato represivo. Recuerdo que Aróstegui decía que en el territorio republicano se mató más, pero se mató peor. Si la comparamos, inicialmente la violencia de las milicias es masiva, contra los católicos, por ejemplo, provocan casi 6.000 muertos durante el verano del 36, pero la incidencia militar que tuvieron esas muertes, el riesgo que suponían para la República, era ínfimo comparado con la capacidad de selección que tenía el servicio secreto español.
¿Por qué crees que suscita aún polémica la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos?
Supongo que hemos llegado tarde a algunas cuestiones y en el momento actual nunca parece ser el momento propicio para hacerlo, pero desde un punto de vista histórico comparado es una anomalía absoluta. Si no me equivoco, es el único mausoleo mantenido públicamente donde descansa un dictador de Europa occidental. La Iglesia, que fue la esencia del primer franquismo, no se ha opuesto sin embargo a la exhumación y en ese sentido ha sido más realista. Otros sectores igual sí, pero la Iglesia no tiene ya complejos.
¿Serías partidario de ‘resignificar’ el Valle de los Caídos?
Antes de resignificar habría que desactivar algunas claves. Y hay una muy clara. A partir de los llamados 25 años de Paz (1964) el discurso paternalista lo invade todo. Ya no se habla de la guerra, se habla de integrar a los caídos de ambos bandos e ir hacia una España feliz de desarrollo y crecimiento económico. Y eso es lo que ha calado. La gente que sigue yendo al Valle procede de esa España, están sentimentalmente unidos a esa España. Se nos antojaría muy difícil que alguien en Alemania se sintiera identificado con el nazismo feliz, que también disfrutó de un momento de recuperación económica, por otras circunstancias, pero aquí es así. Sin tener que ir en contra de ellos, habría que hacer pedagogía para decirles que mientras usted estaba pasándolo bien había gente que no lo estaba pasando tan bien, no solo por la represión, sino por la emigración económica y por el hambre. Pero lo que tampoco se puede hacer es mantener un discurso revanchista frontal, porque las claves operativas emocionales por ambos sitios siguen estando intactas.
«La Transición se hace de la ley a la ley pero no desmonta la legislación punitiva del franquismo. Y para hablar de una Transición acabada eso habría que solucionarlo»
¿Pero por qué si han pasado 80 años desde que terminó la Guerra y 40 desde que murió el dictador?
Porque la generación que ha abierto una demanda de conocimiento, que es la de los nietos, o la de los biznietos, ha dicho que necesitan saber, algo fácil de entender, y la homónima dice que no lo necesita, que estamos bien así. Es más fácil recordar las cosas positivas, pero nosotros no estamos hablando solo de recordar, estamos hablando de conocer y comprender.
¿Hay algo de complejo en el hecho de que políticos jóvenes como Pablo Casado o Albert Rivera se resistan a condenar públicamente el franquismo y no voten a favor de la exhumación de los restos del dictador?
Ellos generacionalmente no tendrían que tener ningún complejo, pero por cálculo electoral atienden a quienes lo ven como una cesión al revanchismo. Esa clave sigue estando activa. Si estos políticos, que están asesorados por sociólogos, lo perciben, será porque está ahí. Y está ahí porque mucha de la gente que se acerca a la lectura de los trabajos de historia contemporánea va con un prejuicio ya formado. Hace mucho daño verlo todo en términos de bondad o maldad, de quiénes son los buenos y quiénes son los malos y existen muchas dificultades para inducir a un conocimiento real, porque la gente lo que quiere es reforzar su discurso y sus convicciones. Además, los medios han perpetuado un espejismo de memoria enfrentada porque interesa, pero yo creo que en realidad eso no existe. Hay estereotipos que han persistido e impiden que cale un conocimiento más complejo, más homogéneo. La ideología se coloca por encima de todo, una peculiaridad muy común en España.
El problema es que cuando hablas de la Ley de Amnistía alguien nombra a Carrillo. ¿Sería posible superar esa determinación ideológica y crear una suerte de gran proyecto nacional de reparación?
Creo que sí, lo que ocurre es que hay que integrar también a los conservadores, porque si no volvemos siempre al mismo relato de la Guerra, a Paracuellos y a los fusilados en el 75. El caso del Valle de los Caídos es claro, no se puede hacer sin contar con todos, con el PP y con Ciudadanos también, no puede haber oposición, tiene que haber un consenso amplio, y en eso la Transición sí que ha enseñado algo: que las leyes que fueron motores del cambio estuvieron pactadas y acordadas.
¿Estás de acuerdo con la enmienda a la totalidad que hace Podemos al decir que la Transición fue una estafa y que habría que ir a un nuevo proceso constituyente?
Primero tendrían que aclarar qué es un proceso constituyente. Pero lo esencial es que parten de un error histórico que es ir de atrás hacia delante. Como sabemos cómo acabó, hacemos una crítica presentista. Y hay que situarse en el año 73, en el año 76, en el 78, en el 81… Lo que no se puede es anticipar el final del relato y dar por sentado que aquello estaba pactado y diseñado. Eso es totalmente incierto. La Transición fue un momento histórico complejo y me parece mal que se haga una crítica frontal contra un proceso que tuvo éxito y es reconocido internacionalmente. Esto no quiere decir que no sea necesaria una crítica política o que se diga que todo fue inmaculado. Al contrario, yo lo he calificado de inacabado, por la falta de revisión de las sentencias, entre otras cosas.
A ese reduccionismo histórico al que hacías referencia contribuye sin duda la imposibilidad de acceder a archivos que permanecen cerrados. ¿A qué se debe esto?
No tengo la respuesta técnica, lo fácil sería decir que por una cuestión ideológica, pero yo creo que se han ido cerrando porque a medida que hay más historiadores investigando con mayor rigor ha ido aflorando un conocimiento que ha asustado a determinados sectores. Curiosamente está cerrado el acceso a los aparatos administrativos de control de la dictadura: Exteriores, Defensa e Interior. Eso hace que tengamos aún unas lagunas enormes y facilita que mucha gente pueda seguir manteniendo un discurso acientífico y haciendo afirmaciones sin mostrar las fuentes. No se puede decir que los archiveros tengan la culpa, pero desde luego no hay voluntad por parte de la Administración. Además, está la anomalía de la Fundación Francisco Franco, donde la familia del dictador custodia unos documentos que han sido catalogados por un medievalista, lo que no parece lo más apropiado, con todo mi respeto hacia los medievalistas.
Pero la Fundación Francisco Franco asegura que ha digitalizado sus fondos y que son públicos…
Sí, lo que ocurre es que cuando se cotejó el fondo se detectó que faltaban más de 3.000 documentos, que corresponden a los informes de la auditoría del Tribunal de Cuentas al Generalísimo. Es una cuestión importante, no solo para conocer el patrimonio de la familia, que también, sino sobre todo porque estamos hablando de las cuentas de la Jefatura del Estado durante muchísimos años. Y eso nos impide estudiar a la figura clave del régimen.
Sobre todo porque hay un tópico vigente sobre la austeridad del Caudillo…
Efectivamente. Supongo que se acostaría pronto, no lo dudo, pero tampoco que le gustaba el dinero. Ya desde la Guerra tenía fuera un patrimonio grande. Para mí, sin embargo, es más importante la gestión de los favores a los amigos, porque se tardó mucho tiempo en establecer unas relaciones basadas en el capitalismo. La economía del régimen tenía una estructura anterior incluso al siglo XIX, donde mandaban las grandes familias, esa aristocracia donde se mete la Falange nueva, donde crecen muchos apoyos y donde muy poca gente controla realmente el país. Si eso lo combinamos con la sangría de la Guerra, de la represión, del exilio, de la emigración económica, del hambre, que fue devastadora, las enfermedades… La sociedad española sufre un bajón vital importante y hasta el año 56 no se iguala el PIB del 36, 20 años que a nivel humano y generacional suponen una involución muy seria. Y repito, no se trata de encontrar culpables y pedir responsabilidades, pero no tiene sentido que esas claves se mantengan ocultas a los historiadores.
Hay un elemento poco estudiado y que tú resaltas en tus libros como son los traspasos de propiedad y las empresas que se beneficiaron de los favores del régimen.
Sí, y esa es otra de las razones por las que no se puede hablar de régimen fascista, porque no es el Estado el único beneficiario. Aquí hubo muchos, empezando por la banca y por las empresas que utilizaron presos, que cuando quedaban en libertad provisional se convertían en libertos patrocinados, como en una sociedad precapitalista del siglo XVIII. Esa es la España que se instaura, la de las relaciones de subordinación, no la de clases sociales, algo que se ve muy bien en la España rural donde está muy claro el dominio de los vencedores sobre los vencidos, como reflejan películas como Los Santos Inocentes. Y hay otro aspecto que hace referencia a lo que tuvo que hacer mucha gente para sobrevivir y que es la causa de que muchos callaran luego. No lo hicieron solo por miedo, sino por vergüenza, por haber delatado, por haberse quedado con las propiedades de los demás, incluidos los niños, cosas bastante vergonzantes. Afortunadamente eso ya no está operativo. Pasaron muchas cosas y durante mucho tiempo lejos del frente, en la retaguardia, cosas que hay que explicar e incorporar a los planes de estudio, porque aún hoy, por ejemplo, en Toledo, a los niños se les explica lo del Alcázar como una hazaña heroica. Y si coges cualquier manual de bachillerato verás que muy pocos incorporan la represión o el gobierno de la República en el exilio, por decirte dos cosas que pertenecen a la historia política y que habría que contar sin ningún tipo de sesgo.
Formas parte de una nueva generación de historiadores que pretende revertir esa situación, a partir de la creación de los estudios de memoria histórica que puso en marcha Julio Aróstegui. ¿Cómo definirías esa metodología?
Como venía de la enseñanza media, Julio Aróstegui tenía una cosa muy clara y es que había que empezar por la nomenclatura. En lugar de Geografía e Historia, decía, había que hablar de Historia y Geografía, porque si no la Historia quedaría subordinada al espacio. Yo creo que con la memoria pasa lo mismo, pero decir Historia Memoria quedaría mal. La Historia es una ciencia social y tiene que ser objetiva, mientras que la Memoria forma parte del recuerdo, que está condicionado por cómo le fue a cada uno o por lo que le hayan trasmitido. Y hay que mantener esos dos polos, como repetía concienzudamente Aróstegui. El mejor homenaje que se puede hacer a una víctima es explicar su contexto, porque así la devuelves a su historia. Lo demás queda en el plano íntimo y familiar.
Sin embargo, a la memoria histórica se la acusa de revanchista.
Lo que pasa es que hemos tenido que llenar un vacío historiográfico que existía, aunque si se nos ve como revanchistas es porque algo ha fallado, algo hemos hecho mal. La memoria histórica es una metodología que integra testimonios individuales y recuerdos colectivos que se contraponen luego con la documentación de los archivos.
¿Qué te parece la forma en que se ha realizado el cambio de nombre de algunas calles en Madrid?
La forma en que se ha hecho no tiene base metodológica y significa utilizar el pasado como arma arrojadiza. Esto hace un flaco favor a los investigadores y favorece a la gente que ve estos procesos como una revancha. Hay que hacer pedagogía, pero respaldada con datos, no con sentimientos ni con partidismos. Creo que fue un error. Como suelen decir los arqueólogos: si no puedes excavarlo no lo saques, porque vas a producir el efecto contrario. Que la política intente ocupar los espacios vacíos que han quedado sentimentalmente en muchas víctimas es miserable.
Revista LEER, número 291, Otoño 2018