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Kendrick Lamar: La negra vida moderna

Por JULIO VALDEÓN

Damn--Kendrick-Lamar-Cover

Cuando el pasado abril Ken­drick Lamar reci­bió el Pulit­zer musi­cal por su disco DAMN. hizo his­to­ria. Nunca antes el galar­dón había hon­rado la obra de un artista ajeno a los eco­sis­te­mas de la música clá­sica y el jazz. Bien, bueno, en 2008 a Bob Dylan le die­ron un Pulit­zer. Pero fue un guiño al mar­gen del guión con­ven­cio­nal. Coci­nado ad hoc y situado más allá de las cate­go­rías esta­ble­ci­das. El pre­mio a toda una vida. Un qui­ta­man­chas urgente con el que el jurado enjua­gaba en vano el ridículo de haber igno­rado durante dema­siado tiempo a muchos de los crea­do­res y esti­los más exci­tan­tes e influ­yen­tes del siglo XX. Res­pecto al jazz, baste recor­dar que no fue hasta 1997 que un disco, Blood on the Fields, y un artista, Wyn­ton Mar­sa­lis, ingre­sa­ran en el hasta enton­ces sacro­santo pan­teón del Pulit­zer. En 1965 Duke Elling­ton estuvo a punto de reci­birlo. Pero ganó la cos­tum­bre, o sea, la mez­cla de racismo y estu­pi­dez, xeno­fo­bia y cla­sismo con la que pre­mio se había desen­vuelto hasta enton­ces, y lo igno­ra­ron. Tam­poco se lo die­ron a Louis Arms­trong, Sid­ney Bechet, Cole­man Haw­kins, Les­ter Young, Count Basie, Char­lie Par­ker, John Col­trane o Miles Davis, por citar a un puñado de impres­cin­di­bles. Del blues (Char­ley Pat­ton, Son House, Robert John­son, Muddy Waters, Howlin Wolf) o el coun­try, empe­zando por la Car­ter Family, ni hable­mos. Desde el 76, que pre­mian a Scott Joplin, pia­nista, rey del rag­time, falle­cido en 1917, y sobre todo desde 1999, cuando le entre­gan uno a Duke Elling­ton en el cen­te­na­rio de su naci­miento y «en reco­no­ci­miento a su genio musi­cal, que evocó desde la esté­tica los prin­ci­pios de la demo­cra­cia a tra­vés del jazz y, por tanto, realizó una con­tri­bu­ción inde­le­ble al arte y la cul­tura», los Pulit­zer post mor­tem han tra­tado de reme­diar la infa­mia. Pero tie­nen el mismo punto, entre anacró­nico y ver­gon­zante, que los Oscar hono­rí­fi­cos para gigan­tes como Char­les Cha­plin o Grou­cho Marx. Jus­tí­si­mos pre­mios a toda una vida que en modo alguno podían redi­mir de haberse desen­ten­dido en su día de Sopa de ganso, Una noche en la ópera, La qui­mera del oro o Tiem­pos moder­nos. Y eso que al menos tanto Cha­plin como Grou­cho alcan­za­ron a reci­bir la esta­tui­lla en vida…

Vol­va­mos enton­ces a Lamar. Sepan que su entor­chado fue reci­bido con un debate anémico, pero debate al cabo. Sí, hay con­ten­dien­tes. A un lado están quie­nes con­si­de­ran que el artista y su disco mere­cen los para­bie­nes. Que se trata de un genio. Que el rapero ha sabido pul­sar las cuer­das más ínti­mas y deci­si­vas de los EEUU de nues­tro tiempo. Que de alguna forma ejerce como des­ti­la­ción de aquel inte­lec­tual colec­tivo que recla­maba Gramsci y que, qué coño, ya era hora de que el hip-hop, posi­ble­mente el género musi­cal más impor­tante de los últi­mos veinte años, reci­biera su Pulit­zer. Aun­que, ojo, impor­tante no sig­ni­fica nece­sa­ria­mente grande. Luego explico por qué.

Per­mi­tan antes que me refiera a los (pseudo)críticos con Lamar. Son los que opi­nan que el pre­mio merece dedi­carse a gente menos visi­ble. Que la apa­ri­ción de un talento que ade­más vende dis­cos (por millo­nes) y rueda vídeos y son­ríe en las por­ta­das, por bue­nos que sean sus dis­cos, y vis­tos los vídeos, y enig­má­ti­cas y bene­vo­len­tes las son­ri­sas, des­ca­rrila al Pulit­zer de su fin ver­da­dero. Que no es otro que el de ejer­cer de zahorí de nom­bres olvi­da­dos y guía por los oscu­ros sóta­nos del under­ground. Los crí­ti­cos, en fin, mili­tan en la fe del pre­mio explo­ra­dor, que viaja más allá de los mapas y encuen­tra exó­ti­cos ani­ma­les para exhi­bir en el museo.

Ahora, lo que nadie dis­cute es la cali­dad del disco de Lamar. Se pole­miza res­pecto a la opor­tu­ni­dad de pre­miar a alguien famoso. Se argu­menta a favor y en con­tra de que el Pulit­zer aplauda un género tan poco mino­ri­ta­rio y tan poco nece­si­tado de ayu­das como el rap. Poco más, y la razón tiene que ver con la mala con­cien­cia. Con el son­rojo de saber que año tras año el pre­mio más impor­tante de Nor­te­amé­rica per­dió la opor­tu­ni­dad de cele­brar a algu­nos de los artis­tas más sus­tan­cia­les que jamás haya dado el país. De Sam Cooke a The­lo­nious Monk y de James Brown a Mar­vin Gaye, los afro­ame­ri­ca­nos de EEUU entre­ga­ron dis­cos monu­men­ta­les. Por si fuera poco muchas de esas obras nacie­ron durante los años más cru­dos en la lucha por los dere­chos civi­les. Pre­miar­los hubiera supuesto, ade­más, tomar par­tido y situarse en el lado correcto de la His­to­ria y de la vida. No se hizo. Toca, por tanto reme­diarlo. Y como quiera que ni el blues ni el R&B ni el soul ni el funk viven su edad dorada, el mejor sus­ti­tuto dis­po­ni­ble ha sido, es, el rap, y Ken­drick Lamar, sofis­ti­cado, inte­li­gente y vis­ce­ral, su embajador.

Yo, que últi­ma­mente me vengo espe­cia­li­zando en colec­cio­nar enemi­gos y pisar los avis­pe­ros sos­tengo que a Lamar, ay, lo pre­mian más por lo que olvi­da­ron antes, por el inso­por­ta­ble pati­nazo de haber pasado de Fats Domino y B. B. King, y por el miedo al qué dirán, que por sus por otro lado intere­san­tes méritos.

Para empe­zar, el jurado man­tiene engra­sada su fresca bea­te­ría de pre­jui­cios res­pecto a la música popu­lar. Recuer­den lo que dije­ron del autor de Take the A Train, es decir, Elling­ton. Que aque­llo fue «en reco­no­ci­miento a su genio musi­cal, que evocó desde la esté­tica los prin­ci­pios de la demo­cra­cia a tra­vés del jazz y, por tanto, realizó una con­tri­bu­ción inde­le­ble al arte y la cul­tura». Ahora bus­quen el párrafo corres­pon­diente refe­rido a Lamar: «DAMN. es una colec­ción vir­tuosa de can­cio­nes uni­fi­ca­das por su auten­ti­ci­dad ver­ná­cula y dina­mismo rít­mico que ofrece anéc­do­tas que tra­tan la com­ple­ji­dad de la vida afro­ame­ri­cana moderna». La auten­ti­ci­dad ver­ná­cula y el dina­mismo rít­mico: pare­ciera que el jurado hubiese escrito las notas inte­rio­res a una añeja gra­ba­ción rea­li­zada por antro­pó­lo­gos del Smith­so­nian en las jun­glas del Congo belga, cora­zón de las tinie­blas arriba. Luego están, calien­tes, calien­tes, las anéc­do­tas que tra­tan la com­ple­ji­dad de la vida afro­ame­ri­cana moderna.

Un párrafo de vergüenza. 

Su disen­te­ría luce mejor si escri­bi­mos las anéc­do­tas que tra­tan la com­ple­ji­dad de la vida negra moderna.

La vida negra.

La negra vida.

Negra.

Y la impe­riosa nece­si­dad de jus­ti­fi­carse en base a argu­men­tos lejos de la esté­tica para desem­bo­car en la espuma de las bue­nas inten­cio­nes y, final­mente, en los repul­si­vos sar­ga­zos del mar iden­ti­ta­rio. Como si exis­tiera una vida negra dis­tinta a la blanca y, ima­gino que sin pre­ten­derlo, dié­ra­mos por bue­nos los argu­men­tos de cuan­tos agri­men­so­res de crá­neos y teó­ri­cos del maxi­lar y orácu­los de la diver­si­dad racial sufri­mos desde el XIX. Mim­bres salu­da­dos con albo­rozo por la pro­gre­sía ambiente. Inca­paz de enten­der hasta qué punto apuesta por la segre­ga­ción y hasta qué obs­ceno tras­piés des­pre­cia al rapero, cro­nista de los negros, com­ple­jos ellos, com­ple­jos todos, barroca la negra negri­tud y sus chu­rri­gue­res­cas sus com­ple­jas antro­po­lo­gías. El chu­pito de bene­vo­len­cia social que no falte. Por más que enre­da­dos en la jus­ti­fi­ca­ción non petita aca­be­mos por des­nu­dar el fondo embus­tero, mora­lista e hipó­crita del asunto. Todo sea con tal de mirar­nos al espejo, enca­rar la ver­dad y pro­nun­ciar las bár­ba­ras, terri­bles, amo­ro­sas cruel­da­des: que la música esta­dou­ni­dense, negra y blanca, ama­ri­lla y roja, cono­ció su ful­gu­rante esplen­dor entre los años 20 y los 80 del siglo XX, y hasta puede que el ful­gu­rante parén­te­sis no alcan­zara más allá de la pri­mera mitad de los 60. La aca­de­mia, los jura­dos, los jue­ces, naci­dos en otra era, hijos de sus pro­pios pre­jui­cios, demos­tra­ron una ceguera difí­cil­mente reme­dia­ble. Lo que haga­mos ahora, el Pulit­zer para Hank Williams a medio siglo de su muerte, los aplau­sos a Monk y Col­trane, con todos ente­rra­dos, exha­lan el aroma del glo­rioso des­en­te­rrado a des­tiempo y la opor­tu­ni­dad de los pésa­mes a vuelta de milenio.

Cele­bro que cele­bren a Lamar. Dudo que sus dis­cos aguan­ten la mare­jada del tiempo con la loza­nía de los que publicó un Cur­tis May­field o un Ray Char­les. O por salir­nos de las cir­cuns­crip­cio­nes de la piel y las juris­dic­cio­nes de la raza, que pueda situarse en igual­dad de con­di­cio­nes con los fru­tos sal­va­jes de Sun Records en Memp­his o los lamen­tos cós­mi­cos de un Gram Par­sons a punto de arder en chi­ri­vi­tas en el Jos­hua Tree o con los des­me­le­nes tóxi­cos de Brian Wil­son lisér­gico des­calzo entre los áci­dos. Pero ok. Si sirve para des­as­nar­nos, aun­que sea en un tren que ya no rula, o que rula con hallaz­gos vie­jos, acepto pulpo como ani­mal y etc.

“Des­pa­chos desde NYC”, número 290, Revista LEER.

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