José Sánchez Tortosa: Comprender la realidad, sin deudas
De una inevitable potencia reflexiva, la obra de José Sánchez Tortosa (Madrid, 1970) es el agónico intento de un autor por desprenderse de la implacable presencia de la identidad a través de la escritura. Doctor en Filosofía, poeta, ensayista, profesor de Secundaria y articulista en diferentes medios, acaba de publicar su primera novela, ‘Los dados’ (Araña Editorial), en la que se recogen muchas de sus preocupaciones políticas, literarias y filosóficas.
Hay unos versos en el primer poemario de José Sánchez Tortosa, Ajuste de cuentas (Vitruvio, 2011), que bien pudieran haber sido escritos por el protagonista de Los dados, una novela a medio camino entre la ficción y la reflexión, que tiene mucho de autobiografía generacional y que supone el debut en la narrativa de un autor que ha cultivado el ensayo y la poesía, y que fue el responsable de dos antologías de textos filosóficos, una sobre la obra de Fernando Savater (Pensamientos arriesgados, La Esfera de los Libros, 2002) y otra, en colaboración, de los artículos periodísticos de Gabriel Albiac (Otros mundos, Páginas de Espuma, 2002). Los versos:
«Guerra de identidades, alarido ecolálico, la
memoria de haber sido
lo que ya no se es, de haber creído
verdades las peores mentiras,
brillantes las mayores idioteces,
sublimes los más abyectos crímenes,
sutiles las más rudas groserías,
vida lo que era muerte».
En tu obra identidad y escritura aparecen siempre relacionadas…
La escritura es un medio a través del cual se puede hacer un exorcismo del fantasma que es la identidad. Es una manera de discutir con uno mismo, de arrancarte la máscara y de desnudarte completamente, un modo de abrirse a algo en lo que el yo ha quedado en los márgenes, fuera. Con ella consigo liberarme de manera clara y explícita de la servidumbre del yo, de la sombra de la identidad.
Pero es también una lucha, al menos así lo percibe el lector.
Hay algo de desasosiego, de incertidumbre, de no reconocerte en eso que ves en el espejo, que es a lo que doy salida por medio de la escritura. Pero el acto de escribirlo tiene momentos de cierto placer, de intensidad estética. Al fin y al cabo yo no soy una persona angustiada.
¿Qué te impulsa a pasar de la tercera persona del ensayo y la reflexión a la primera persona de la narrativa?
Escribir filosofía o literatura es hasta cierto punto secundario, realmente la urgencia vital es la escritura misma, que puede adoptar distintas formas. La filosofía, como dice el personaje de la novela, es casi una obligación, una responsabilidad ciudadana, aun sabiendo que es un atrevimiento tratar de dar argumentos para clarificar la realidad. La literatura, sin embargo, es un lujo. Pero lo esencial es la escritura en sentido crudo. Mi último libro de poemas, Versus, es un ejercicio de escritura al desnudo, por eso hay textos formalmente tan variopintos, sin los corsés del ensayo o de la narrativa.
Uno de los aspectos en los que has centrado tu responsabilidad cívica, como decías, es la educación…
Teniendo en cuenta otros aspectos que intervienen en la política real, siempre he entendido que la enseñanza era uno de los más importantes, porque un sistema de enseñanza pública como el que padecemos, con el vaciado académico que ha consumado, facilita la degradación intelectual de la vida pública. La enseñanza no garantiza necesariamente nada, pero sí que puede generar ciertas resistencias contra esa degradación. En un sistema democrático en el que existe la participación ciudadana, cuanta más formación académica e intelectual tengan quienes van a intervenir en la vida pública, menos directo es el camino al abismo.
¿Nuestro sistema educativo es fallido porque es público?
No, pero es cierto que el efecto de la incorporación de los clichés del pedagogismo de moda es mucho más desastroso en la enseñanza pública que en la privada, que se puede permitir no incorporar determinados principios de la pedagogía. El efecto es muy perverso, porque se pretendía la universalización de la enseñanza y lo que se ha hecho es universalizar la mediocridad, y los que más la padecen son los alumnos de la escuela pública. Aunque sean unas coordenadas históricas muy distintas y tengan algo de idealismo democrático, los postulados de Condorcet, al principio de la configuración de la escuela republicana en Francia, pretendían combatir eso, defendiendo una enseñanza pública lo más exigente posible para que los privilegios de otro orden fueran neutralizados. Condorcet utilizaba la expresión «aristocracia de la inteligencia».
¿A qué se debe que se hayan promulgado siete leyes educativas desde la Transición y ninguna haya cuajado?
Forma parte del circo político, de la escenografía, de las trifulcas partidistas a corto plazo. Ninguna de ellas ha contribuido a cambiar los fundamentos, quizá la Logse, aunque sea heredera de lo que ya estaba planteado en los estertores del franquismo, en la ley del 70. No hay un interés en potenciar una enseñanza pública. Es pura dejadez, decadencia, abandono…
¿No hay una intencionalidad política?
No creo que haya una conspiración de las élites por producir ignorancia. Construir una escuela pública con unos niveles de calidad y unos principios racionales y técnicos encontraría muchas resistencias consolidadas, desde las comunidades autónomas hasta los sindicatos o los propios pedagogos. Por pura pereza nadie quiere remover eso y se hacen reformas que solo maquillan el sistema. Ni siquiera Ciudadanos, que habría podido ofrecer algo interesante, lo ha hecho, al final han recurrido a Marina, un gurú de la pedagogía que tiene la ventaja de ofrecer el aire de prestigio de un filósofo. Aunque él mismo negó en una ocasión su condición de tal. Hace años, en una mesa redonda que compartí con él en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, dijo que la teoría de las ideas de Platón no era ya admisible. ¿Cómo puedes entonces llamarte filósofo? Serás otra cosa, porque si no hay ideas sobre las cuáles reflexionar, no hay filosofía.
¿Por qué esa resistencia tuya a la pedagogía?
No es una animadversión personal, sino teórica. En la antigua Grecia, el pedagogo era el esclavo que se limitaba a trasladar a los niños del hogar a la escuela, donde el didascalós, el profesor, les enseñaba. Ese es el origen del término. Unamuno lo explica con mucha gracia cuando establece el paralelismo entre pedagogo y demagogo. El pedagogo es el guía, el que conduce, y de ahí, de conducir, viene también la palabra educación, por eso mi resistencia a hablar de educación más que de enseñanza. Hoy día, la pedagogía se ha convertido en una especie de teología de los afectos y desde el punto de vista de la organización administrativa de las escuelas, en un comisariado o un supervisor de los profesores que realmente dominan una asignatura. La pedagogía no es ni puede ser una ciencia, porque abarca tantos aspectos de los saberes, de las destrezas y de las aptitudes humanas, que no tiene un campo acotado de conocimiento. Es como si estuviera sobrevolando por encima de todo. En el trabajo diario, el problema es que los pedagogos están fuera del aula y tienden a decirle al profesor lo que tiene que hacer con sus alumnos, cuando ellos no son expertos en la materia.
Hace ahora 10 años de la publicación de ‘El profesor en la trinchera’, ¿crees que se han resuelto algunas de las denuncias que formulabas entonces?
Mi experiencia es que los niveles de exigencia académicos han bajado. Además de la falta de interés en afrontar los problemas más esenciales, el peso de lo políticamente y pedagógicamente correcto es cada vez más fuerte y hay tabúes que son intocables. Por ejemplo, el de la enseñanza diferenciada. Según estudios neurológicos, la maduración media de las mujeres es más rápida que la de los hombres, y es absurdo, por cuestiones puramente de edad, mantener a chicos y chicas juntos en una misma clase al menos en 1º y 2º de la ESO, con las interferencias para el aprendizaje que genera la situación hormonal en esas edades. Y ahí las perjudicadas son las chicas, pero no he encontrado a nadie que sea capaz de entrar a discutirlo técnicamente. Aquí en España esas cuestiones se identifican con la escuela franquista, que era una institución que dependía de las necesidades históricas el Estado. Era más selectiva y restrictiva, porque en los años 50 el Estado necesitaba formar élites, pero también potenció la formación profesional, porque el crecimiento industrial y productivo lo demandaba.
¿Y cuáles son las necesidades del Estado actual?
Ahora no son necesidades, son problemas. El Estado debe hacerse cargo de un problema demográfico, principalmente, pero también laboral. Se invierte mucho dinero para mantener bajo control bolsas de población que no pueden ser absorbidas por el mercado laboral. La producción de élites se da por la vía de la escuela privada, pero ¿cómo controlas a esas bolsas pre-laborales? La escuela cumple esa función.
Esa determinación demográfica subyace en tus estudios sobre el Holocausto, ¿en qué medida es posible establecer paralelismos?
No sabría decirlo, pero sí es cierto que uno de los problemas, y no siempre tenido en cuenta a la hora de estudiar el Holocausto, es el problema demográfico. Sin los movimientos de población considerada germánica en los diferentes territorios europeos no se entenderían las políticas nazis. En el momento de crisis económica que estaba viviendo Alemania antes de la Guerra, el Estado encontró una solución brutal, pero quirúrgica, como es la eliminación de los improductivos. Hoy día, no sé hasta qué punto un Estado sería capaz de hacer semejante cosa unilateralmente. Pero no deja de ser un problema hacerse cargo de bolsas de población improductivas y evitar que generen problemas de orden público.
¿Es sostenible el Estado del bienestar?
Sostenible, evidentemente, no es. No soy economista y no sé cómo se podría solucionar, pero en el caso concreto de España no parece que haya interés en hacer una revisión a fondo, tampoco, del sistema de pensiones. Dada la vida política española, que sólo atiende al corto plazo, no parece probable que se vaya a emprender semejante proyecto.
¿Crees que el auge de los populismos y los nacionalismos de extrema derecha en Europa está relacionado con la incapacidad del Estado de bienestar para hacer frente a esos problemas?
Sí, naturalmente, aunque plantearlo a escala europea es un poco más complejo, porque no es lo mismo el caso de Grecia que el de Noruega. Parece evidente que hay una reconfiguración del modelo productivo y del estatuto de los Estados-nación. En el caso europeo, parte de la transferencia de soberanía a la UE es un síntoma de eso, pero a la UE se le están descosiendo las costuras y no puede competir ya con los gigantes asiáticos, con EEUU o con Rusia. En otros países europeos no se da una descomposición interna tan explícita como en España, pero sí en sus relaciones externas con los países del entorno. El caso de Gran Bretaña es un ejemplo. Sea el Brexit positivo o negativo a medio plazo para el país, hay una intención de querer distanciarse de ese naufragio.
¿Crees que Milton, el protagonista de tu novela, habría devenido en un populista de no haber cambiado de lecturas?
Es muy probable. Muchos de su generación se habrán sentido atraídos por los populismos posmodernos actuales. Esa es la médula espinal de la novela, la reacción del protagonista contra su yo del pasado, del que reniega porque se da cuenta de que todo fueron sueños de juventud por los cuáles tuvo que pasar como se pasa por determinadas enfermedades, para estar vacunado contra ellas. Luego su propia biografía le lanza a una especie de abismo, a una mediocridad lúcida, en la que se da cuenta de lo que le está pasando, y de lo que está pasando, pero no es capaz de vivirlo a fondo ni de expresarlo con la brillantez con la que se debería.
¿Existe esa diferencia de origen romántico entre la escritura y la vida, tal y como se plantea en la novela, entre Milton y Héctor?
Héctor está preso del complejo de inferioridad de tener que demostrarse a sí mismo que es un escritor porque su vida es mediocre, y tiene que elevarse por encima de la mediocridad a través de su escritura. Yo creo que la grandeza de Milton está en su cinismo, en que no hay una distinción tajante entre vida y literatura, que se retroalimentan, y que la distinción es casi artificial o literaria. Ni la vida ni la literatura salvan de nada. Él prefiere mantener incólume o virgen su imagen de escritor sin obra porque de esa manera la obra no desmiente su categoría de escritor. Mientras que Héctor siente la necesidad de ofrecer una alternativa a su vida gris.
Después del desengaño político sobre el que se forjó la identidad adolescente, ¿se está imposibilitado ya para volver a la política?
En el límite, sí. En el caso del personaje, esas cuestiones no le interesan ya en absoluto y menos aún intervenir en política, que es un acto onanista que no tiene ninguna relevancia.
¿Qué lecturas son las que llevan a Milton a dar ese giro o a vivir ese momento de lucidez que lo pone en guardia?
En la novela no se explicitan. Pero en lo que yo pueda tener de parecido con el personaje, fue sobre todo la influencia de un profesor universitario, en mi caso, de Gabriel Albiac. Alguien que llega a tu vida en un momento concreto, que te hace revisar muchos de los presupuestos que dabas por seguros y que abre una vía dolorosa, ingrata, pero que desde entonces es la que pretendo seguir: tratar de comprender la realidad, sin deudas. En el caso del personaje, hay una referencia más literaria, que es cuando deja de leer a Cortázar y empieza a leer a Borges. Cortázar es un escritor brillante estilísticamente y espectacular, pero el suyo era un espectáculo comprometido con las causas perdidas. Borges ofrece una mirada más lúcida, descarnada, si quieres. Haciendo la comparativa entre los dos autores se puede ver el tránsito.
¿Qué le diría Milton al Pablo Iglesias que defiende conceptos tan vagos como el de democracia real o directa?
Los compañeros de generación del protagonista que han acabado en los populismos son gente que no han experimentado esa ruptura de la identidad que él vive, y que de algún modo los mantiene en la adolescencia política, intentando aferrarse a la juventud y al pasado. El problema de la democracia real es, primero, que opera como una ficción, es una argucia propagandística. Y segundo que, en el caso de darse, el voto de las masas sería el voto de las televisiones, con lo cual sería más bien una pletocracia, el imperio de los afectos por la vía de la imagen a través de las televisiones, y por tanto el gobierno de la ignorancia. A partir del momento en el que se pierde de vista que la democracia es un artificio, por lo tanto una ficción, el riesgo de caer en fanatismos de distinto color es inevitable. Cualquier idea que aspire a una cierta trascendencia, a algo que sea inmune al artesonado concreto y material de la gestión de la convivencia es un peligro. Y la palabra democracia ha acabado sirviendo a eso.
¿La ruptura del bipartidismo que se produce a partir del 15-M es positiva o ha quebrado peligrosamente la estabilidad?
Es cierto que se ha producido una sacudida bastante traumática en poco tiempo, pero si esto corresponde a un momento de reajuste del sistema hasta una nueva estabilización que garantice el bienestar de la población, habrá sido una especie de enfermedad necesaria para su vacunación. El tema está en que el enfermo tiene tantas afecciones que no se sabe si se van a poder resolver de manera más o menos traumática. Porque al auge de los populismos de izquierda se suma el secesionismo, que es algo que aunque se entiende conociendo la historia de España, no deja de llamar la atención. Uno se pregunta cuál sería la fuerza de Podemos o del izquierdismo más radical o populista si hubieran abanderado la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Una causa que es de tradición jacobina y republicana. No deja de ser un cierto misterio para mí que sean tan cómplices de los privilegios de la alta burguesía catalana y vasca.
¿Cómo interpretas la huelga del 8-M?
La filosofía debería consistir en desmontar o vaciar de contenido, de triturar, que era un verbo que le gustaba mucho a Gustavo Bueno, las grandes palabras. Por ejemplo: la mujer. ¿Qué es la mujer? ¿Desde qué punto de vista lo planteas, jurídico, biológico, cultural…? No es lo mismo, por ejemplo, Julia Otero que mi madre. Desde un análisis lo más materialista posible, yo creo que en la huelga del otro día se quiso aprovechar el tirón del movimiento feminista para tratar de sacar un rédito partidista o electoral. Pero también es un síntoma de qué fases puede alcanzar una sociedad opulenta que ha pasado de disfrutar de unos derechos y de un cierto bienestar a sentirse de algún modo, aunque pueda sonar psicoanalítico, culpable de ello. Es llamativo que en un país como España, que desde el punto de vista de la legislación es bastante escrupuloso en el trato de la diferencia entre mujeres y hombres, se haya producido una huelga general que no se ha producido en toda Europa, y que no se hayan mencionado discriminaciones más sangrantes que suceden, no digamos ya en otras latitudes, sino incluso dentro de España. Me parece un truco propagandístico centrarlo todo en la brecha salarial, cuando quizá los problemas sean de índole biológica y relacionados con la violencia doméstica. Pero hay que tener mucho cuidado, porque una cosa es promover por medio de la enseñanza que se repartan las tareas del hogar y otra muy distintas es legislar sobre si yo tengo que cuidar a mi padre o ellos me tienen que cuidar a mí. Y esa me parece una frontera bastante siniestra.
Revista LEER, número 289, Primavera 2018