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Lolita, luz de mi vida

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Mien­tras la juven­tud bai­laba al ritmo del rock and roll y el desen­freno con­su­mista explo­sio­naba en una socie­dad esta­dou­ni­dense cada vez más prós­pera, el mismo año –1955– en que se inau­gu­raba Dis­ney­land y se fir­maba el Pacto de Var­so­via para mayor enco­na­miento de la Gue­rra Fría, un escri­tor ruso resi­dente en Ithaca y que ya había reba­sado el medio siglo reci­bía los pri­me­ros ejem­pla­res de su nueva novela: Lolita. Aca­baba de ver la luz la que, pronto, sería reco­no­cida como una obra des­ta­cada de la lite­ra­tura mun­dial, famosa no sólo por su ori­gi­na­li­dad y sus indu­da­bles hallaz­gos esti­lís­ti­cos, sino tam­bién por las acu­sa­cio­nes de obs­ce­ni­dad debido a su tema prin­ci­pal: las rela­cio­nes sexua­les con una menor. La novela había sido publi­cada en dos peque­ños tomos de bol­si­llo de color verde en una edi­to­rial pari­sina, Olym­pia Press, ante el rechazo de varios edi­to­res esta­dou­ni­den­ses. Des­pués sería prohi­bida durante tres años en Fran­cia y tar­da­ría otros tan­tos en publi­carse en el país de aco­gida de Vla­di­mir Nabo­kov, el maduro escri­tor ruso cuyo nom­bre, desde enton­ces, que­da­ría unido a esta obra prohi­bida aún hoy en algu­nos países.

El pro­pio autor se bur­la­ría de aque­llos «cor­de­ros que leye­ron el ori­gi­nal de Lolita» en el epí­logo que aña­di­ría al final de la obra y en el que expli­ca­ría iró­ni­ca­mente: «Su nega­tiva a com­prar el libro no se basaba en mi tra­ta­miento del tema, sino en el tema mismo, pues hay por lo menos tres temas abso­lu­ta­mente prohi­bi­dos para casi todos los edi­to­res nor­te­ame­ri­ca­nos. Los otros dos son: un casa­miento entre negro y blanca de éxito com­pleto y glo­rioso que fruc­ti­fi­que en mon­to­nes de hijos y nie­tos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere dur­miendo a los ciento seis años». Nabo­kov, pro­fe­sor uni­ver­si­ta­rio inven­tor de juga­das de aje­drez y des­cu­bri­dor de un nuevo tipo de mari­posa –la Lycaei­des subli­vens Nabo­kov– ofre­cía una son­risa tor­cida a aque­llos que habían visto en su Lolita una vul­gar novela por­no­grá­fica y no habían enten­dido nada más. Incluso lle­gaba a la car­ca­jada cuando recor­daba con­se­jos como el de un lec­tor edi­to­rial que sugi­rió que la novela se podría publi­car si Lolita se con­ver­tía en un niño de doce años al que sedu­ci­ría Hum­bert, un gran­jero, en un pajar, «en un ambiente agreste y árido, todo ello expuesto con fra­ses bre­ves y fuertes».

Nueva York, 1958. Nabokov dicta a su inseparable esposa Vera.
Nueva York, 1958. Nabo­kov dicta a su inse­pa­ra­ble esposa Vera.

Nabo­kov advierte de que su Lolita es mucho más que esas nove­las «tri­via­les y escri­tas a máquina por los pul­ga­res de den­sas medio­cri­da­des» y a la vez, por suerte, «no tiene las­tre mora­li­zante». Algo que debió de des­per­tar el inte­rés de un direc­tor tan par­ti­cu­lar como Stan­ley Kubrick, que se había cubierto de glo­ria con la direc­ción de Espar­taco dos años antes y estaba en la mejor situa­ción –tam­bién eco­nó­mica– para afron­tar Lolita como un pro­yecto personal.

Costó con­ven­cer al nove­lista, pero la insis­ten­cia de Kubrick y tal vez su mutua pasión por el aje­drez acabó por hacer no sólo que Nabo­kov acep­tara, sino que ade­más par­ti­ci­para en el guión. Así con­si­guió una nomi­na­ción al Oscar por el mejor guión adap­tado, aun­que final­mente se lo lle­va­ría Hor­ton Foote por Matar a un rui­se­ñor.

Cuando Lolita se estrenó, habían pasado siete años desde la publi­ca­ción de la novela y aun así las rigi­de­ces de la cen­sura obli­ga­ron a hacer varios cam­bios. El prin­ci­pal era que Lolita cre­cía dos años de golpe y se con­ver­tía en una ado­les­cente de catorce años, los mis­mos que tenía la actriz Sue Lyon, a la que Kubrick con­trató tras verla en bikini en una popu­lar serie de tele­vi­sión. Con esa prenda la des­cu­brirá por pri­mera vez el maduro pro­fe­sor Hum­bert Hum­bert, un James Mason en estado de gra­cia. Esa Lolita dis­pli­cente, que lee en su jar­dín y se baja las gafas de sol para obser­var al tur­bado tipo que ya no le hace nin­gún caso a su madre mien­tras le habla de sus rosas y de sus tar­tas de cereza, que­da­ría para siem­pre impresa en la retina de los espec­ta­do­res desde los años 60 hasta hoy.

El cuerpo de Sue Lyon tenía más de mujer que de niña y eso tam­bién ser­vía para sor­tear los escrú­pu­los de los cen­so­res, ade­más de las suti­les –y no tanto– refe­ren­cias a su pre­dis­po­si­ción sexual, ya antes de sus encuen­tros con Hum­bert. Por ejem­plo en el baile de fin de curso en el ins­ti­tuto de Rams­dale, al que acude como acom­pa­ñante de su madre, la frí­vola Char­lotte, que mien­tras ríe y devora una sal­chi­cha le cuenta que Lolita le ha dicho que el chico con el que está bai­lando le pedirá rela­cio­nes esa noche. «¡For­man una pare­jita encan­ta­dora!», exclama ante un acon­go­jado pro­fe­sor. Esa madu­rez de Lolita no es tan clara en la novela, pero pare­cía nece­sa­ria para evi­tar que se impi­diera la lle­gada de la pelí­cula a los cines y, de todas for­mas, nunca lle­gará a plas­marse de modo explí­cito en una escena sexual. A pesar de eso, el esca­lo­frío del deseo reco­rre toda la his­to­ria desde la misma sen­sua­li­dad de los títu­los de cré­dito, pro­yec­ta­dos sobre la ima­gen de la mano de hom­bre que pinta moro­sa­mente, dedo a dedo, las uñas del her­moso pie ado­les­cente de Lolita. Está en el beso que Lolita –en cami­són infan­til– le da antes de irse a la cama, en la obser­va­ción codi­ciosa de su juego con el aro en el jar­dín y hasta en la niña comiendo pata­tas fri­tas y sor­biendo cocacola.

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Si el tra­bajo de la joven Sue Lyon como Lolita es casi insu­pe­ra­ble, cabe decir lo mismo de She­lley Win­ters como Char­lotte Haze. La madre de la ado­rada ninfa de Hum­bert es ordi­na­ria, fuma sin parar y en la novela usa un «abo­mi­na­ble fran­cés» que le debe de pare­cer el colmo de la sofis­ti­ca­ción. El sar­casmo de Hum­bert se dirige muchas veces hacia esta mujer con la que final­mente deberá casarse si quiere estar cerca de su Lolita y a la que des­cribe como «una copia mala de Mar­lene Die­trich». El con­traste entre la fas­ci­na­ción que pro­duce la ninfa y la arti­fi­cio­si­dad de su madre es tan evi­dente en la obra de Nabo­kov como en la pelí­cula y aviva el des­pre­cio que el pro­fe­sor siente hacia ésta última, aún más tras con­ver­tirse en su marido.   

Kubrick acer­tará tam­bién tras­la­dando a la pan­ta­lla el corro­sivo humor de Nabo­kov, que entur­bia aún más el trá­gico dilema de Hum­bert. Esto se des­tila no sólo en los per­so­na­jes y situa­cio­nes (como la de la cama ple­ga­ble en el hotel, puro slaps­tick), sino en nom­bres como el del cam­pa­mento de verano al que va Lolita, el Camp Cli­max for girls o el bar La reina frí­gida. En esta línea, un per­so­naje que crece en la pelí­cula es el paté­tico Clare Quilty, un autor tea­tral que surge como una espe­cie de doble de Hum­bert a causa de su atrac­ción por Lolita. Kubrick deci­dió que el final del libro se con­vir­tiera en el prin­ci­pio de la pelí­cula, narrando la his­to­ria hacia atrás, y en él Quilty será la pieza clave.

Peter Sellers es el melin­droso y astuto Quilty, pero Kubrick usará la habi­tual esqui­zo­fre­nia inter­pre­ta­tiva del actor bri­tá­nico para con­ver­tirlo tam­bién en un supuesto poli­cía en el pri­mer hotel al que van Hum­bert y Lolita (y donde se cele­bra, ¡vaya!, una con­ven­ción de este cuerpo) o en el Dr. Zempf, el psi­có­logo ale­mán de la escuela de Lolita que sugiere a Hum­bert que la niña requiere mayor libertad.

La novela –la pelí­cula menos– es tam­bién una his­to­ria de carre­tera, un reco­rrido por ese Esta­dos Uni­dos res­plan­de­ciente en apa­rien­cia pero lleno de peque­ñas mise­rias. Ese tipo de huida tan nor­te­ame­ri­cana que con­siste en dar vuel­tas por el país en bús­queda de uno mismo y que tam­bién ser­virá para que, por fin, Hum­bert sea dueño de Lolita. Al menos en apa­rien­cia, claro. Lolita tiene de esta forma muchas y varia­das lec­tu­ras, pero nunca la de ser sim­ple­mente una his­to­ria tórrida con menor de por medio. Como advierte Nabo­kov, «des­pués de todo, no somos niños, ni delin­cuen­tes juve­ni­les, ni anal­fa­be­tos, ni alum­nos de escue­las públi­cas ingle­sas que tras una noche de jue­gos homo­se­xua­les deben sopor­tar la para­doja de leer a los anti­guos en ver­sio­nes expur­ga­das». Eso sí, como el escri­tor comentó iró­ni­ca­mente en una entre­vista, tal vez los nor­te­ame­ri­ca­nos ahora evi­ten usar el nom­bre de Lolita para sus hijas y lo dejen para «peque­ños cani­ches hembra».

NOEMÍ G. SABUGAL

Una ver­sión de este artículo apa­rece en el número de noviem­bre de 2017, 287, de la Revista LEER.

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