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Huracanes solidificados

"El vagar al que invita este libro, escrito con temperamento a la vez científico y romántico, no puede estar más cargado de sentido existencial" (Gonzalo Pernas)"El vagar al que invita este libro, escrito con temperamento a la vez científico y romántico, no puede estar más cargado de sentido existencial" (Gonzalo Pernas)

Si hubiese que argu­men­tar por qué la dimen­sión cul­tu­ral del mon­ta­ñismo no encuen­tra paran­gón entre las de otras prác­ti­cas depor­ti­vas, o incluso entre las de otras acti­vi­da­des de aire libre, como las de carác­ter cine­gé­tico, bas­ta­ría con ape­lar a la enor­mi­dad de su legado biblio­grá­fico, a pesar de que ni toda la lite­ra­tura de mon­taña sea lite­ra­ria, ni toda la expre­sión plás­tica que la toma como objeto pueda con­si­de­rarse ver­da­de­ra­mente artís­tica, siquiera por­que “la gran­deza del pai­saje real no garan­tiza la cali­dad del cua­dro pin­tado”. No obs­tante, el argu­mento tras­cen­den­tal a esgri­mir sería el del sen­ti­miento de la natu­ra­leza; el mismo que llevó a Toc­que­vi­lle a rela­cio­nar inex­plo­ra­dos bos­ques nor­te­ame­ri­ca­nos con la incon­men­su­ra­bi­li­dad del mar en su poco cono­cido Quince días en las sole­da­des ame­ri­ca­nas. O el que Eduardo Mar­tí­nez de Pisón ras­trea retros­pec­ti­va­mente a tra­vés del deve­nir ya con­su­mado de Occi­dente, avi­sando de sus exis­ten­cias pre y post rous­seau­nia­nas, y de su pro­pia pro­xi­mi­dad como autor al modo en que se expresa en mani­fes­ta­cio­nes román­ti­cas más o menos tardías.

Mar­tí­nez de Pisón rompe el hielo acla­rando que la com­pi­la­ción e inter­re­la­ción de refe­ren­cias que pone en manos del lec­tor no sigue un patrón enci­clo­pé­dico, sino pre­fe­ren­cial y per­so­nal. Cier­ta­mente, inten­tar otra cosa hubiese supuesto embar­carse en un pro­yecto titá­nico y quizá irrea­li­za­ble, espe­cial­mente tra­tán­dose de un marco tan amplio como el occi­den­tal. Otra decla­ra­ción nos habla de un hacer muy aca­dé­mico en gene­ral y muy piso­niano en par­ti­cu­lar; el de ante­po­ner la cita lite­ral a la exé­ge­sis. De todos modos, lo mejor será hacer como el geó­grafo y repro­du­cir sus pala­bras: “Acaso el sen­tido de este escrito sea vagar –el autor en com­pa­ñía de lec­to­res intere­sa­dos– sobre ese legado en barca pro­pia y con liber­tad de rumbo”; vagar por un océano de exten­sión prác­ti­ca­mente incon­ce­bi­ble, más por las innú­me­ras refe­ren­cias a la mon­taña que –como gotas lumi­no­sas– pue­den des­ti­larse de los clá­si­cos uni­ver­sa­les, que por la citada lite­ra­tura espe­cí­fica y quizá inau­gu­rada por Petrarca y La Ascen­sión al Monte Ven­toux en el siglo XIV.

978-84-16247-96-7Sen­tido existencial

Como el de los saun­te­rers medie­va­les que Tho­reau refiere en Cami­nar, que deam­bu­la­ban hacia Tie­rra Santa, el vagar al que este libro invita no puede estar más car­gado de sen­tido exis­ten­cial. Que el que pro­pone sea tan solo un peri­plo posi­ble –sin duda, una exce­lente noti­cia– no obsta el que pase por cier­tas áreas bien deli­mi­ta­das. Así, en las pri­me­ras pági­nas se nos ofrece algo como una par­ce­la­ción ope­ra­tiva de los dis­tin­tos aspec­tos cul­tu­ra­les de la mon­taña en con­cepto, metá­fora, ima­gen y sonido. Entra­mos en mate­ria con “Mon­ta­ñas pin­ta­das, mon­ta­ñas sono­ras”, y el lec­tor puede depo­si­tar su plena con­fianza en un guía que cita die­ci­séis veces a J. W. M. Tur­ner en su libro; el mismo Tur­ner que “revo­lu­ciona el pai­sa­jismo de mon­taña” y que fue capaz de correr el velo esce­no­grá­fico de la pin­tura pai­sa­jís­tica clá­sica para lle­gar a una suerte de esen­cia feno­mé­nica de la Natu­ra­leza. Se men­ciona por­que sus cua­dros nacen de una mez­cla tem­pe­ra­men­tal muy en sin­to­nía con la del pro­pio Pisón y con la de muchos de los gigan­tes sobre los que va en hom­bros: Goethe, Ale­xan­der von Hum­boldt, el reve­rendo Gil­pin, Muir al otro lado del Atlán­tico et altri; tem­pe­ra­mento a la vez cien­tí­fico y román­tico; a la vez mate­ria­lista y deístico.

El arte de la pala­bra” arranca con una ape­la­ción a la impor­tan­cia sim­bó­lica de la ascen­sión: “algo que quizá ignora el esca­la­dor exclu­si­va­mente depor­tivo” y que –dicho sea de paso– ha sufrido el embate de valo­res mer­ce­na­rios y pro­pios de la lla­nura –como diría Senan­cour, tam­bién muy citado– y que, sin duda, pre­cisa de una heren­cia inte­lec­tual y mon­ta­ñera que le devuelva la salud. Lee­mos sobre el Kai­las –mon­taña sagrada de entre las mon­ta­ñas sagra­das– y la Divina Come­dia, sobre la moder­ni­dad implí­cita en el acto de ascen­der a una cum­bre sin un obje­tivo escru­pu­lo­sa­mente prác­tico y un San Agus­tín que –nota en pri­mera per­sona– nos ha qui­tado mucho más de lo que nos ha dado. Y segui­mos con­quis­tando pági­nas, metro a metro y no sin tra­bajo, avan­zando unas veces en la noche oscura, por la senda estre­cha, otras bajo la luz alpina, con Ober­man y otras lec­tu­ras selec­tas entre los per­tre­chos mon­ta­ñe­ros. Hasta goza­re­mos de un feliz encuen­tro con el que atem­pe­rar la gra­ve­dad alpi­nís­tica que reina entre las pági­nas de La mon­taña y el arte: Tar­ta­rín de Taras­cón; el anti­hé­roe qui­jo­tesco que Alp­honse Dau­det alum­brara, envián­dolo a los Alpes en 1885.

La sie­rra y sus tipos

De Pisón con­ti­núa refle­xio­nando sobre la atrac­ción de lo sal­vaje y homé­rico (subrep­ti­cia­mente, frente a lo domés­tico y vir­gi­liano), y sobre un manojo de pon­de­ra­cio­nes esté­ti­cas que vie­nen implí­ci­tas en aque­lla, aun­que sin tar­dar en dejar­las atrás para ponerse con “Nues­tras mon­ta­ñas”. Ya supe­rado el ecua­dor del libro, remonta el curso de los topo­ní­mi­cos (aguas revuel­tas estos días en lo que a cum­bres pire­nai­cas atañe), bio­gra­fián­do­las den­tro de mar­cos como el del piri­neísmo y el gua­da­rra­mismo. Y el pro­ta­go­nismo no es solo para los “hura­ca­nes soli­di­fi­ca­dos”, como una pre­ciosa ima­gen acu­ñada por Rusell expresa, sino tam­bién para una turba de acto­res que van desde el ban­dido serrano hasta Jove­lla­nos, pasando por el médico rural y los pio­ne­ros cul­tos y no tan cul­tos de nues­tras sie­rras. No se olvida del Gre­dos que ins­pi­rara a Una­muno para elo­giar una difi­cul­tad y moles­tia pre­de­por­ti­vas y ausen­tes en los “pai­sa­jes blan­dos”, ni de la Cor­di­llera Can­tá­brica –que en el siglo XIX se con­si­de­raba piri­neo astu­riano– ni de Sie­rra Nevada; esta última, región mon­ta­ñosa reco­rrida por via­je­ros cua­siol­vi­da­dos como el doc­tor Pfend­ler D’Ottensheim o Paul Voigt.

Pream­bu­lado por epi­ta­fios de Blake y Clau­del, el “Epí­logo” cuenta que el libro ha que­rido mirar entre algu­nos refle­jos en la sen­si­bi­li­dad humana de la belleza aprio­rís­tica de la mon­taña, y no es un quie­bro retó­rico, sino un tema kan­tiano de pri­mer orden, rela­tivo a un pro­blema filo­só­fico que siem­pre nos ha acom­pa­ñado en el camino hacia el esta­dio alto­cul­tu­ral del Viejo Con­ti­nente, a pesar de que el des­cu­bri­miento saus­su­reano tar­dase tanto en lle­gar. A modo de refle­xión final, Eduardo se refiere con­ci­sa­mente a la actual cul­tura de mon­taña: masiva, rápida –como todo lo demás– y tan ale­jada de ese deseo frus­trado y pre­té­rito de Nova­lis: “el mundo debe ser roman­ti­zado” por­que “así se reen­cuen­tra su sen­tido ori­gi­nal”. “Un des­canso en el collado y una mirada alre­de­dor”, tal cosa es su escrito: olo­res, caden­cias, pro­ce­sos per­cep­ti­vos muchas veces inex­pre­sa­bles si no es a tra­vés de la música o la poe­sía, que es música silen­ciosa, o del arte; espe­cial­mente del que rompe la pátina de las apa­rien­cias. Es tam­bién un reco­no­ci­miento del alpi­nismo tras­cen­dente, by fair means, que se diría hoy. Es, por último, una lla­mada de aten­ción a even­tua­les rele­vos; sean estos quie­nes sean.

Eduardo Mar­tí­nez de Pisón y los lec­to­res de esta reseña debe­rán dis­cul­par la arbi­tra­rie­dad que implica esco­ger unos nom­bres pro­pios sobre otros, así como la licen­cia de aña­dir otros pocos a un índice ono­más­tico que es de por sí una exce­lente carta de nave­ga­ción. Aun­que en una mag­ni­tud que con­vierte estas líneas en una revê­rie de media jor­nada, al espe­cia­lista en Verne le pasa lo mismo, y no puede evi­tar “cierto sin­sa­bor” por todo lo que queda en el tin­tero, así que habrá que enco­men­darse al prin­ci­pio idea­lista de que el Tiempo hace y des­hace más allá de nues­tra com­pren­sión. Que­dé­mo­nos con la can­ti­dad de expe­rien­cias y per­so­na­jes que el cate­drá­tico emé­rito pone a nues­tra dis­po­si­ción; por lo pronto, licen­cia­dos de los para qués y por­qués, así como her­ma­na­dos en lo esen­cial y eterno. Que­dé­mo­nos tam­bién con el dis­frute mera­mente lite­ra­rio de este volu­men y con el influjo pan­teísta de un libro que ins­pira amor por aque­llos hura­ca­nes, soli­di­fi­ca­dos aun­que muta­bles, a tra­vés de su diá­logo con nues­tras artes y humanidades.

GONZALO PERNAS

LA MONTAÑA Y EL ARTE
Eduardo Mar­tí­nez de Pisón
Fór­cola. Madrid, 2017
616 pági­nas. 29,50 €

0001 (2)Una ver­sión de este artículo apa­rece publi­cada en el número de noviem­bre de 2017, 287, de la edi­ción impresa de la Revista LEER.

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