Catedrático de Estética en la Universidad Autónoma de Madrid, crítico, comisario de exposiciones de arte contemporáneo y especialista en Marcel Duchamp, acaba de reescribir, 30 años después, una de sus obras teóricas más relevantes, Imágenes del hombre (Tecnos), una reivindicación de la Estética como filosofía práctica que nos ayuda a desvelar el carácter antropológico de las imágenes producidas por la humanidad a lo largo de la historia.
¿El libro es un defensa de la Estética como disciplina, frente a aquella declaración de Adorno de había quedado anticuada?
Sí, Adorno es un punto de referencia en el inicio del libro, precisamente para señalar que eso que él decía tenía que ver con las dificultades para identificar el estatus teórico de la Estética. Lo que he intentado hacer es una fundamentación filosófica de la Estética que no fuera ni metafísica ni meramente sensualista. Lo que constituye el núcleo de mi concepción es la teoría de la imagen, entendida como una construcción simbólica en determinados ámbitos de la cultura, por lo tanto es una concepción filosófica pero en el marco de la antropología, porque mi planteamiento es que en todos los grupos humanos existen representaciones simbólicas sensibles y conceptuales que implican imágenes de plenitud o de contraplenitud, es decir, aquello que alude a lo que quisiéramos ser si pudiéramos o aquello que de ningún modo quisiéramos llegar a ser nunca. Y eso tiene un carácter estético, lo cual no quiere decir que en todas las culturas humanas haya arte. Para mí el arte es el resultado de un descubrimiento cultural.
¿Qué diferencia hay entre lo simbólico y lo artístico?
Mientras las construcciones simbólicas de la imagen no artísticas van asociadas a formas de comunicación, de rememoración, o de ceremonia, en el caso del arte lo que hay es una construcción de imágenes simbólicas en un espacio de ficción. La idea del espacio de ficción tiene que ver con la abstracción pero tiene que ver también con la autoconsciencia de que eso no tiene una realidad pragmático material, sino que puede ser o no ser. Y por eso el arte nos cuestiona acerca de lo que somos y nos plantea también interrogantes acerca de qué podríamos llegar a ser o no.
¿Cómo se concretaría hoy la contraposición entre lo bello y lo sublime de la que hablas en el libro?
Para mí es básicamente un contraste entre dos formas de concebir la plenitud estética. Mientras que lo bello tiene sobre todo un criterio de articulación formal y de orden, lo sublime tiene básicamente un criterio de transgresión, de ir más allá, pero aquí mismo, no apuntando al cielo, adonde no llegamos. Esto estaba como sustrato en mi primer libro, El ángel caído, una investigación sobre una imagen que expresa el deseo humano de elevación, que está muy relacionado con el modo en el que yo entiendo lo sublime: queremos ser ángeles, pero como no tenemos alas, nos caemos.
Esa categorización del hombre como productor de imágenes te obliga a hacer referencia al lenguaje y a la idea de Wittgenstein de la iconicidad del pensamiento humano, de que al pensar construimos y operamos con imágenes.
Sí. La idea de los positivismos lógicos o la idea de una relación unívoca entre lenguaje y significado no tiene sentido desde un punto de vista antropológico. Los distintos lenguajes expresan variaciones a la hora de transmitir sentido y significados. A mí me gusta mucho la idea del último Wittgenstein, el de Investigaciones filosóficas, de que el lenguaje tiene siempre un ámbito de representación, y pone como ejemplo lo que hace un niño. Para un niño, un sofá puede ser un castillo. Jugamos cuando establecemos significaciones, la cuestión es que esas significaciones estén o no compartidas. Y por lo tanto no hay relación unívoca entre forma lingüística y significado, sino que depende de los campos semánticos y de las estructuras del entorno cultural donde se forjan. Es una cuestión de compartir las pautas y los criterios de representación.
Como decía Spinoza, la belleza no está en el objeto sino en los ojos de quien lo mira…
Sí, pero yo creo que lo bello está también en las características del objeto. Pero esas características del objeto surgen en un ámbito compartido de qué cosas concebimos como bellas y cuáles no. Es muy interesante ver cómo hay artistas desaparecidos que con el tiempo acaban recuperándose. El ejemplo más claro es el Greco. Tres siglos olvidado. Todas las propuestas artísticas tienen que pasar la prueba del tiempo. Duchamp fue prácticamente ignorado hasta los últimos años de su vida y es un personaje decisivo, porque descubre muy pronto cómo el cambio tecnológico implica no una desaparición pero sí un desplazamiento del arte. El arte tenía que situarse en un plano distinto de donde se había situado durante casi cuatro siglos. Duchamp es el primer artista que piensa en profundidad lo que supone la expansión de la tecnología en la modernidad y la proliferación de formas, que es algo que tiene que ver con la proliferación de imágenes en nuestros días, y en ese sentido es un anticipador.
¿Las vanguardias producen la separación del arte y la belleza?
No, en las vanguardias la belleza sigue viva; lo que se rompe de algún modo es la concepción idealista de la belleza como algo trascendente. El primero que habla de una crisis de la categoría belleza y que anticipa los pensamientos teóricos sobre el cambio que se produce con la modernidad es Baudelaire, que plantea la diferencia entre una dimensión permanente de la belleza y una dimensión cambiante. En Las flores del mal escribe un poema a una mujer que pasa: “¡Oh belleza fugitiva, no te volveré ya a ver sino en la eternidad!”. En esa mujer que pasa existe el brillo de la belleza del que hablaba Platón, que tiene un trasfondo erótico, pero es inalcanzable. Por eso dice “no te volveré ya a ver sino en la eternidad”, es decir, hay un juego entre lo cotidiano, lo que está aquí mismo, y aquello que se nos escapa y adonde no podemos llegar.
¿Por qué fracasaron las vanguardias?
Las vanguardias, que eran a la vez un proyecto de emancipación humana y de transformación de la sociedad a través del arte, se recluyeron luego en una práctica de códigos lingüísticos muy experimentales que la gente no tenía capacidad para comprender. Hoy día, está todo muy integrado y nos resultan familiares todas las formas de expresión de las vanguardias, pero durante décadas la gente no entendió el lenguaje artístico de la vanguardia. Además, cada movimiento desarrollaba un código lingüístico y unos elementos de representación diferentes, frente al código unitario de representación que había funcionado hasta entonces. Había que haber enseñado en las escuelas a comprender hacia donde iba el arte en la modernidad. Y esto sigue vigente hoy como necesidad. En el sistema educativo actual a la vez que se enseñan matemáticas, muy necesarias, o lenguas habría que enseñar el arte como un proceso de conocimiento, porque el arte actual también es muy complejo y difícil de entender. Todavía hasta los años 70 del siglo pasado se hablaba de movimientos en el arte, pero ahora ya no se puede hablar de movimientos, ahora los planteamientos artísticos son individuales. Si antes era difícil ver en cada movimiento las diferencias que había entre su código de representación y los de otro, ahora el problema es que cada artista tiene su propio código individual.
¿El arte como experiencia cultural está en riesgo?
Lo que se ha producido en estos momentos, que tiene mucho que ver con la transición a una cultura de comunicación a base de redes digitales, es una expansión de la imagen masiva nunca antes conocida en la historia de la humanidad. El gran problema que hay es una inmediatez de la imagen que hace muy difícil el pensamiento porque no permite la abstracción y el conocimiento. Ante esto, determinados teóricos, como Boris Groys, dicen que el arte ha muerto. Yo eso no lo admito, porque el arte como abstracción de la forma es una de las dimensiones más profundas de la humanidad. Y la capacidad para singularizar y diferenciar la imagen haciendo posible la abstracción es lo que mantiene vivo al arte. Cuando pongo a leer a mis alumnos de filosofía en público, me doy cuenta de que prácticamente no entienden lo que leen, porque estamos empezando a caer en un contacto con el lenguaje inmediato, que es el que te dan los teléfonos listos (me niego a llamarlos inteligentes) o cualquier tipo de pantallas. Y eso te impide pensar. Yo tengo la actitud positiva de creer que la gente joven va a encontrar una salida, porque los cambios tecnológicos no son reversibles. No podemos renunciar a los soportes digitales y debemos seguir utilizándolos, pero hay que encontrar una línea de trabajo en la que las distintas artes sean capaces de introducir distanciamiento, y con ello diferenciar entre imagen masiva e imagen que enriquece y produce capacidad de interrogar.
FERNANDO PALMERO (@fer_palmero)
Una versión de este artículo aparece publicada en el número de marzo de 2017, 280, de la edición impresa de la Revista LEER.