De tan poco verse sobre el papel o la pantalla del ordenador, antifaz es una palabra que se revela extraña nada más ser leída; muy extraña, seguro, para los nativos digitales y bastante para quienes saben vagamente de ese Coyote que tanto se prodigó en los 40, dentro y fuera de nuestras fronteras del siglo pasado. En El antifaz de Casa del Lector (hasta el 24 de julio de 2016) se relaciona con las gafas de José Mallorquí Figuerola, creador de El Coyote y prolífico novelista popular, sugiriéndose que tras aquellas surgió no solo ese maravilloso western hispano que giró en torno al héroe zorresco, sino toda una obra en la que cupo el misterio, la ciencia ficción y hasta el género romántico. Si acaso, y signos lingüísticos aparte, el antifaz es casi una némesis simbólica de esas gafas para ver tridimensionalmente que tanto están dando que hablar últimamente: una prótesis antitética del mundo que Mallorquí desplegó ante el suyo propio, de montura de pasta y lentes a través de las que filtrar historias naives con olor a tintas de cuatricromía. Aquel mundo era sin duda más ingenuo y humano que el reino aséptico e inodoro que estos nuevos aparatejos prometen.
La de Mallorquí Figuerola es sin duda una vida novelesca. Escribió tras nada menos que cuarenta y ocho antifaces; casi cinco decenas de seudónimos que dejan en nada el puñado de heterónimos que, por ejemplo, Pessoa empleó. Documentó su vida fotografiando, fotografiándose y acopiando papeles de toda laya e importancia, fue abstemio y recurrió a la farmacopea para terminar los encargos a tiempo, fue –también– un hombre tímido y tranquilo que coleccionaba armas y legajos documentales sobre esa tierra trasatlántica y aventurera que jamás visitó. Carter Mulford, he aquí uno de aquellos antifaces, se inventó toda una California a partir de las lecturas de Zane Grey, estudios del Oeste como cierto Trail Driving Days y profuso material publicitario de asuntos americanos. Del padre de El Coyote, que decidió que ya había vivido suficiente en 1972, podrían decirse muchas más cosas a cada cuál más literaria; de hecho, todas las que el lector descubrirá en una de las exposiciones capitalinas más originales de los últimos años.
Para quien no lo sepa, decir que el arquetípico Coyote fue un fenómeno de masas sin precedentes que se tradujo en la proliferación de clubes juveniles por todo el Viejo Continente y en significativos fenómenos de ventas y seguimiento en países como Alemania y Finlandia. Como no podía ser de otra manera para con ese Mallorquí tan poco prosaico, el coloso del pulp patrio –tal como escribe su hijo César– fue «un excelente escritor, pero el hombre más torpe del mundo a la hora de firmar contratos». Así las cosas, la figura del barcelonés encajaría bien en ese universo wildeano en el que los artistas hablan de dinero, los banqueros de arte y quienes tienen la capacidad de hacer soñar (de hacer vivir muchas vidas, al hilo de lo que Eco dijo sobre la lectura) no atinan con el qué y el cómo de lo que firman. Quizá ocurra que ciertos antifaces, más allá de sus prestaciones, no permitan leer con claridad ciertas letras pequeñas; ciertas tretas leoninas encriptadas en tediosas parrafadas jurídico-administrativas. Quizá ocurriese ya en una época en la que las editoriales tenían «redacciones» y en la que existía una demanda popular de literatura.
El Antifaz es una exposición documental y es, allende El Coyote y Mallorquí, un mirador a los 40 y 50 españoles del siglo pasado. Ante nosotros se extiende un paisaje cultural con olor a trastero, o a uno de aquellos cines en los que se fumaba y el suelo se tapizaba de cáscaras de pipa. Vemos una Península más ingenua y espartana, menos sofisticada que la que hoy clausura Europa por el sur, y que es cada vez más un nodo periférico de un Occidente global. Revisitado, César de Echagüe, el hombre que se ocultaba tras el antifaz, se nos antoja un héroe extemporáneo, poco sofisticado, sospechoso de un reaccionarismo de rancho afín a cierto anarquismo tanto como al viejo espíritu conservador. Una vez más, el hijo de Mallorquí cuenta que su padre fue uno de aquellos anarquistas conservadores, o viceversa y, de tal palo, tal astilla literaria. Como quiera que sea, al principio de esta reseña hablábamos de los antifaces de hoy, que son por desgracia opacos y, en consecuencia, no dejan soñar como debieron soñar los jóvenes coyotes con sus precarias cartucheras de chicha y nabo.
GONZALO PERNAS FRÍAS
Una versión de este artículo aparece publicada en el número de junio de 2016, 273, de la Revista LEER.