Llegó el día de la entrega de los Premios Loewe de Poesía y Creación. Para el escritor cubano Víctor Rodríguez Núñez, presentado por Abilio Estévez, el Premio Loewe de Poesía en su XXVIII edición. Para Carla Badillo, amadrinada por Chantal Maillard, el Premio Loewe a la Creación Joven.
“Aquí vienen./ Nadie los llamó./ Solos se acercan a la llama sagrada./ Sin piedad, lectores: exijámosles todo./ Que su obra sea del tamaño de su ambición”. Palabras premonitorias de Efraín Bartolomé en La voz habitada. Si en 2014 fueron el chileno Óscar Hahn y la colombiana María Gómez Lara los distinguidos, esta vez el jurado del XVIII Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe falló a favor de la ecuatoriana Carla Badillo Coronado, en la categoría joven, y del cubano Víctor Rodríguez Núñez.
No es el aplauso a una poética con sabor local sino el síntoma de la buena salud de la poesía en español. Algo que antaño fuera casi testimonial, dos galardones en 1990 al argentino Bernardo Schiavetta, y, cinco años más tarde, al uruguayo Rafael Courtoisie, confirma la pujanza de la poética iberoamericana frente a quienes ven lecturas extraliterarias.
Independencia creativa
No es el caso. La obra de Víctor Rodríguez Núñez es hija de la revolución, pues fue el primero en tener estudios universitarios en una familia dedicada a la zafra, pero se enfrentó a ella cuando fue incapaz de revolucionarse, desde la distancia con la disidencia y el oficialismo… “He tratado de ser independiente de ambos extremos, que muchas veces se tocan, movido más por la pasión que por la apatía. Cuando era joven y vivía aún en Cuba, rechacé ser un escritor oficial; después, cuando ya vivía fuera, rechacé ser un escritor disidente. Me la he jugado en una difícil posición, sin apoyo dentro ni fuera de la isla, y a la larga ha valido la pena. He sido excluido por ambas partes, me han borrado de las antologías, pero no han logrado amargarme ni secarme. Me siento cómodo en mi rincón porque escribo lo que me da la real gana, no estoy ni quiero estar fuera del juego, pero me apunto en la novena del diálogo, del respeto, del entendimiento”, aclara a LEER. Respecto a que su reconocimiento pueda ser un guiño a esa Cuba en transición o un intento de abrir nuevos mercados, responde: “No sé qué mercados se podrá abrir con la poesía, que se ha dado siempre fuera de ellos. Peor aún con la mía, que no vende aunque tampoco se rinde. Y sí que me gustaría entender el premio a Despegue como un apoyo al proceso de cambio en la isla, que es necesario y beneficioso para mi pueblo y mi cultura. También como un reconocimiento a la calidad de mi obra, que muchas veces no se escribe en Cuba pero se escribe siempre desde y para Cuba”.
En Carla Badillo, quizá porque su juventud manda, pesa más lo que de impulso tienen los reconocimientos a esa pulsión obstinada: “Un premio no es más que una palmadita para seguir trabajando con más humildad y ahínco, para saber que hay unos ojos que supieron reconocer en tu obra algo que los atrapó. Y, desde luego, alienta porque te da la posibilidad de publicar, de darle otro sentido más a tu trabajo, de acceder a más gente que pueda leerte, de compartir, contagiarse, pasar la voz y hasta de recibir unas cuantas monedas, que por supuesto, no caen nada mal porque está bien que el poeta se descargue –al menos por un rato– de la preocupación de conseguir la jodida plata y centrarse en lo realmente importante. Sin embargo, esto es sólo una consecuencia, jamás el fin. Yo escribo porque me resulta vital. Para descifrar el mundo, para salvarme”.
Estos reconocimientos no son el aplauso a una poética con sabor local sino el síntoma de la buena salud de la poesía en español
El escritor afincado en EEUU, por su parte, se desmarca “en especial del cubaneo”. Argumenta a LEER: “el nacionalismo es una ideología perversa, criminal, que no ha ayudado a los pueblos a liberarse. Siempre hay sujetos sociales que son excluidos de las construcciones de nación porque se basan en la diferencia. Yo estoy por la identificación, abierto a todo lo que me cuadre en términos sociales y culturales, venga de donde venga. Pero tampoco busco una voz universal, que sería demasiado incierta y desabrida, sino mi propia voz. Sé también que la universalidad solo se alcanza, como diría a coro la generación de Alejo Carpentier, mediante la representación de lo local. Espero que alguien que haya sufrido el destierro, desde los cubanos hasta los inmigrantes que hoy retan el humanismo europeo, encuentre algo suyo en Despegue”. La voluntad de Rodríguez es que cada libro sea diferente y siente las preguntas como tigres acechantes; al parecer el ciervo –esas respuestas inalcanzables– al que ha dado caza en este poemario es “una conciencia, abiertamente expresada, de la condición de exiliado”. Le fue dando vueltas al tema “hasta que, en este libro, le entré de golpe o me entró de golpe”, explica. Y alude a circunstancias íntimas, como la muerte de su madre o de su padre en la poesía, Juan Gelman: “De pronto me quedé huérfano y comencé a escribirles estos sonetos. El lenguaje se hace más violento aquí, digo cosas que no hubiera dicho antes, descubro que hay partes de mí que no partieron, que estoy al mismo tiempo dentro y fuera de Cuba. La isla no se reduce a mi memoria, y debo volver siempre para reconstruirla, sacudir su espeso polvo con mi trapito”.
Espero que quien haya sufrido el destierro, desde el cubano hasta el inmigrante que hoy reta el humanismo europeo, encuentre algo suyo en ‘Despegue’
También la conexión con la naturaleza humana está siempre presente en Carla Badillo, universalizando su voz desde la que rechaza etiquetas: “No escribo para complacer a nadie más que al impulso vital de escribir”. No forma parte de la “tribu poética” de Ecuador y ha obtenido más reconocimiento fuera de sus fronteras que dentro: “Desde que tomé conciencia de que la poesía me escogió a mí (y no yo a ella), me dediqué a multiplicar lecturas de una manera casi enfermiza, a descubrir e hilar las enseñanzas de quienes serían mis maestros, muchos de ellos muertos. Siempre fui autodidacta en un sendero que sigue siendo bastante silencioso. Supe que la inspiración no era más que un cortocircuito que sucedía cuando varios factores se juntaban, pero que era el trabajo profundo, la observación, la reflexión y la autocrítica, lo que daba forma a eso que yo intentaba del mundo –a través de palabras– traducir”. Quien busque sabores intensos en El color de la granada, los encontrará, pero no con acentos de la tierra de su autora. De hecho, está dedicado a la memoria de dos visionarios armenios: el cineasta Sergei Parajanov y el poeta Sayat Nova. “No existe absolutamente nada de mi país como tal, pero se puede encontrar todo lo que hay en cualquier ser humano de cualquier rincón del mundo con temas como la vida, la muerte, el amor, el tiempo y la huida –de un lugar, de una persona, de uno mismo– están siempre presentes”, detalla.
Parece que Carla pasara de jugar con las palabras a batirse con los titanes, la memoria y el tiempo: «Nunca he dejado de jugar. De hecho la literatura es la forma más seria de juego que tengo. De niña lo hacía sin una conciencia real sobre el oficio de escribir y ahora que la tengo, sigo jugando. Soy muy curiosa, muy hambrienta por conocer los misterios de este mundo y de todos los que habitan dentro y fuera de él”. Por ello, no se encasilla en un solo género a pesar de que “hay temas que me tienen agarrada del cuello”, confiesa, para citar: “la distancia, los colores, el silencio, el origen de las lenguas, la música. ¡La música! Ese dios disfrazado de niño invisible”. Por otro lado, y como parte de “su contradicción”, se declara una “ermitaña-viajera” porque hay temporadas en que necesita, literalmente, encerrarse, mientras que existen otras en las que precisa viajar, perderse, respirar otras realidades que son su inspiración.
Alicia González
La versión original de este reportaje fue publicada en el número 268, Extra de Navidad 2015, de la Revista LEER (suscríbete).