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Entremeses

Lorca, el indomable

El-publico-8965

‘El hom­bre no es una sim­ple brizna de hierba, sino un nave­gante’. Podría ser este verso la clave sim­bó­lica de El público, una obra difí­cil y mis­te­riosa que Fede­rico Gar­cía Lorca escri­bió en Cuba, justo des­pués de su viaje a Nueva York, durante una época de intensa expe­ri­men­ta­ción artís­tica. Ahora, el com­po­si­tor Mau­ri­cio Sotelo y el libre­tista Andrés Iba­ñez, junto al escul­tor y esce­nó­grafo Ale­xan­der Pol­zin, han aco­me­tido el desa­fío de trans­for­marla en una ópera para el siglo XXI, y la posi­bi­li­dad de acce­der a este desa­fiante uni­verso en el Tea­tro Real, donde ha sido estreno mun­dial, con­cluye mañana.

El espec­ta­dor ha de ser osado nave­gante por este mar bra­vío y surrea­lista. Por­que es ésta una “obra para ser sil­bada”, como dijo el pro­pio Lorca, quien con­tem­plaba, soñaba y tam­bién enten­día El público más en tér­mi­nos musi­ca­les que lite­ra­rios. Par­ti­mos de un direc­tor de tea­tro (José Anto­nio López) casado con una mujer (Gun-Brit Bark­min) para inten­tar olvi­dar su pasado homo­se­xual, que pre­para una repre­sen­ta­ción de Romeo y Julieta hasta que su anti­guo amante Gon­zalo (Tho­mas Tatzl) reapa­rece y le hace sen­tir que está enga­ñán­dose a sí mismo, ins­tán­dole a hacer un tea­tro bajo la arena, es decir, poner de relieve los temas que de ver­dad le ata­ñen por mucho que resul­ten pro­vo­ca­ti­vos en el con­texto esté­tico y moral de la época. Y la reso­lu­ción lor­quiana es la muerte final del amante.

Fotografías: Javier del Real.
Foto­gra­fías: Javier del Real.

Pudiera pare­cer sen­ci­llo el dotar al con­flicto de una linea­li­dad narra­tiva fácil de asi­mi­lar. Pero es un texto que no está pulido. De haberlo estado, “El público sería hoy una obra mucho más clara y más per­fecta (todo el tea­tro de Lorca tiene una enorme cali­dad for­mal), pero habría per­dido, quizá, gran parte de su con­te­nido tur­ba­dor y enlo­que­cido: sería menos música y más lite­ra­tura”, en opi­nión del libre­tista Andrés Ibá­ñez. De modo que cabe ima­gi­nar, con el argu­mento de que es un pri­mer borra­dor sin una cla­ri­dad for­mal y racio­nal, que entra­mos direc­ta­mente en la mente de Lorca, pene­tra­mos en sus oque­da­des más tur­bias, en lo más latente de sus inquie­tu­des, de sus ins­tin­tos.

Los caba­llos, que en el poeta sig­ni­fi­can la viri­li­dad, el ins­tinto más fiero del ser humano, apa­re­cen como el leit­mo­tiv de la obra en la figura de unos can­tao­res semi­des­nu­dos (Arcán­gel, Jesús Mén­dez, Rubén Olmo) que bai­lan fre­né­ti­ca­mente el fla­menco moviendo sus alo­ca­dos cabe­llos rubios al aire y piso­teando las tablas con unos taco­nes blan­cos y gro­sos, que hacen las veces de pezu­ñas. La orquesta, como explica el com­po­si­tor de esta ópera, Mau­ri­cio Sotelo, está for­mada por treinta y cua­tro músi­cos, y su sono­ri­dad se pro­yecta en el espa­cio del Tea­tro Real por un sis­tema de treinta y cinco alta­vo­ces, donde fluye otro de los aspec­tos fun­da­men­ta­les: la elec­tró­nica. “Gerard Mor­tier, el direc­tor artís­tico que ideó con­ver­tir El público en ópera, de cuyo falle­ci­miento acaba de cum­plirse el año, creía que este com­ple­jí­simo texto lor­quiano sólo podría ser com­pren­dido en toda su dimen­sión a tra­vés de la música”. Es la fusión del fla­menco más des­ga­rra­dor con las arias deli­cio­sas de los teno­res y las sopra­nos lo que redon­dea la genia­li­dad del empaste y el equi­li­brio de soni­dos en un estilo único.

Alcanza casi las tres horas de dura­ción, divi­dida en cinco cua­dros. En esta estruc­tura de El público “no sólo tene­mos una de las gran­des crea­cio­nes del surrea­lismo espa­ñol, sino tam­bién una de las gran­des crea­cio­nes de nues­tro casi inexis­tente roman­ti­cismo”, en pala­bras de Ibá­ñez; y, por supuesto, una ópera del siglo XXI, donde son pal­ma­rias unas sen­si­bi­li­da­des y unas vigas narra­ti­vas que des­co­lo­can com­ple­ta­mente a quien acuda con una idea de lógica y racio­ci­nio. Se trata de ver el mundo a tra­vés de lo intan­gi­ble, las pul­sio­nes y los sufri­mien­tos; inten­tar com­pren­der la vida mirando con muchos ojos las muchas reali­da­des.

El-publico-5785
J. R. / Tea­tro Real.

 

Hay cubismo: con un fondo de espe­jos, se cua­dri­plica la escena de la muerte de Gon­zalo, una suerte de Jesu­cristo subido a una silla de metal que está res­pal­dado por un gran número de mano­las con velo­nes que se repi­ten irreal­mente en el espejo. A este Cristo lo van pin­tando de san­gre unos ciru­ja­nos ves­ti­dos de batas de látex (muy al estilo de Lady Gaga por­que el ves­tua­rio de El público ha estado a cargo de Assaad Awad, dise­ña­dor de la can­tante). Tam­bién apa­rece refle­jado en el espejo el pro­pio espec­ta­dor, las buta­cas y los pal­cos. Lorca explicó que la obra tenía ese título por­que era “el espejo del público”, es decir, que los asis­ten­tes lle­ga­rían a ver en ella sus deseos, pre­jui­cios y mie­dos. No es casual que justo en esa escena en que el audi­to­rio forma parte del esce­na­rio, retumbe de repente un gong en el palco cen­tral, con un leve encen­der de las luces del público, y un pál­pito tam­bién en los cora­zo­nes, refle­ja­dos como un mar de sueño, un mar de tie­rra blanca y los arcos vacíos por el cielo.

Uno de los tan­tos ver­sos, una de las tan­tas cla­ves que atan o abra­zan el sim­bo­lismo de este com­pen­dio de plas­ti­ci­da­des con­cep­tua­les que con­vier­ten a El público en tea­tro de tesis, según el libre­tista, quien la define como una pieza con “todas las posi­bi­li­da­des del len­guaje, de la inte­li­gen­cia, con­cien­cia y sen­si­bi­li­dad humana; desde la dis­cu­sión filo­só­fica a la can­cion­ci­lla popu­lar, desde la obs­ce­ni­dad hasta la más intima ter­nura, desde la expo­si­ción de ideas hasta la explo­sión de imá­ge­nes ver­ba­les”. Inmersa en una dimen­sión inte­rior y abs­tracta, esta ópera sub­raya los indo­ma­dos ins­tin­tos de un Lorca que nos legó el borra­dor de las pul­sio­nes, sin darle forma defi­ni­tiva; la prueba sin acla­rar de la que­ren­cia sen­ti­men­tal y ani­mal del ser humano. Que apunta a com­pren­der, sintiendo.

 

ANTONIO FERNÁNDEZ JIMÉNEZ

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