‘El hombre no es una simple brizna de hierba, sino un navegante’. Podría ser este verso la clave simbólica de El público, una obra difícil y misteriosa que Federico García Lorca escribió en Cuba, justo después de su viaje a Nueva York, durante una época de intensa experimentación artística. Ahora, el compositor Mauricio Sotelo y el libretista Andrés Ibañez, junto al escultor y escenógrafo Alexander Polzin, han acometido el desafío de transformarla en una ópera para el siglo XXI, y la posibilidad de acceder a este desafiante universo en el Teatro Real, donde ha sido estreno mundial, concluye mañana.
El espectador ha de ser osado navegante por este mar bravío y surrealista. Porque es ésta una “obra para ser silbada”, como dijo el propio Lorca, quien contemplaba, soñaba y también entendía El público más en términos musicales que literarios. Partimos de un director de teatro (José Antonio López) casado con una mujer (Gun-Brit Barkmin) para intentar olvidar su pasado homosexual, que prepara una representación de Romeo y Julieta hasta que su antiguo amante Gonzalo (Thomas Tatzl) reaparece y le hace sentir que está engañándose a sí mismo, instándole a hacer un teatro bajo la arena, es decir, poner de relieve los temas que de verdad le atañen por mucho que resulten provocativos en el contexto estético y moral de la época. Y la resolución lorquiana es la muerte final del amante.
Pudiera parecer sencillo el dotar al conflicto de una linealidad narrativa fácil de asimilar. Pero es un texto que no está pulido. De haberlo estado, “El público sería hoy una obra mucho más clara y más perfecta (todo el teatro de Lorca tiene una enorme calidad formal), pero habría perdido, quizá, gran parte de su contenido turbador y enloquecido: sería menos música y más literatura”, en opinión del libretista Andrés Ibáñez. De modo que cabe imaginar, con el argumento de que es un primer borrador sin una claridad formal y racional, que entramos directamente en la mente de Lorca, penetramos en sus oquedades más turbias, en lo más latente de sus inquietudes, de sus instintos.
Los caballos, que en el poeta significan la virilidad, el instinto más fiero del ser humano, aparecen como el leitmotiv de la obra en la figura de unos cantaores semidesnudos (Arcángel, Jesús Méndez, Rubén Olmo) que bailan frenéticamente el flamenco moviendo sus alocados cabellos rubios al aire y pisoteando las tablas con unos tacones blancos y grosos, que hacen las veces de pezuñas. La orquesta, como explica el compositor de esta ópera, Mauricio Sotelo, está formada por treinta y cuatro músicos, y su sonoridad se proyecta en el espacio del Teatro Real por un sistema de treinta y cinco altavoces, donde fluye otro de los aspectos fundamentales: la electrónica. “Gerard Mortier, el director artístico que ideó convertir El público en ópera, de cuyo fallecimiento acaba de cumplirse el año, creía que este complejísimo texto lorquiano sólo podría ser comprendido en toda su dimensión a través de la música”. Es la fusión del flamenco más desgarrador con las arias deliciosas de los tenores y las sopranos lo que redondea la genialidad del empaste y el equilibrio de sonidos en un estilo único.
Alcanza casi las tres horas de duración, dividida en cinco cuadros. En esta estructura de El público “no sólo tenemos una de las grandes creaciones del surrealismo español, sino también una de las grandes creaciones de nuestro casi inexistente romanticismo”, en palabras de Ibáñez; y, por supuesto, una ópera del siglo XXI, donde son palmarias unas sensibilidades y unas vigas narrativas que descolocan completamente a quien acuda con una idea de lógica y raciocinio. Se trata de ver el mundo a través de lo intangible, las pulsiones y los sufrimientos; intentar comprender la vida mirando con muchos ojos las muchas realidades.
Hay cubismo: con un fondo de espejos, se cuadriplica la escena de la muerte de Gonzalo, una suerte de Jesucristo subido a una silla de metal que está respaldado por un gran número de manolas con velones que se repiten irrealmente en el espejo. A este Cristo lo van pintando de sangre unos cirujanos vestidos de batas de látex (muy al estilo de Lady Gaga porque el vestuario de El público ha estado a cargo de Assaad Awad, diseñador de la cantante). También aparece reflejado en el espejo el propio espectador, las butacas y los palcos. Lorca explicó que la obra tenía ese título porque era “el espejo del público”, es decir, que los asistentes llegarían a ver en ella sus deseos, prejuicios y miedos. No es casual que justo en esa escena en que el auditorio forma parte del escenario, retumbe de repente un gong en el palco central, con un leve encender de las luces del público, y un pálpito también en los corazones, reflejados como un mar de sueño, un mar de tierra blanca y los arcos vacíos por el cielo.
Uno de los tantos versos, una de las tantas claves que atan o abrazan el simbolismo de este compendio de plasticidades conceptuales que convierten a El público en teatro de tesis, según el libretista, quien la define como una pieza con “todas las posibilidades del lenguaje, de la inteligencia, conciencia y sensibilidad humana; desde la discusión filosófica a la cancioncilla popular, desde la obscenidad hasta la más intima ternura, desde la exposición de ideas hasta la explosión de imágenes verbales”. Inmersa en una dimensión interior y abstracta, esta ópera subraya los indomados instintos de un Lorca que nos legó el borrador de las pulsiones, sin darle forma definitiva; la prueba sin aclarar de la querencia sentimental y animal del ser humano. Que apunta a comprender, sintiendo.
ANTONIO FERNÁNDEZ JIMÉNEZ