En la marejada periodística que ha levantado, durante estas semanas pasadas, la confesión de Jordi Pujol, no han faltado patéticas declaraciones de duelo y consternación por parte de unos y otros sobre quien ha sido en los años de la democracia el gran adalid del nacionalismo catalán. Incluso una antigua representante de la izquierda nacionalista, ahora tertuliana lenguaraz, ha llegado a pedir perdón al exdirector del periódico que denunció las corruptelas de la familia Pujol por haber puesto en duda e incluso negado esas informaciones cuando se publicaron. Bien está, desde luego, que se le reconozcan al periodismo independiente sus méritos, pero no estará de más recordar que no fue en las páginas de los periódicos donde por vez primera se airearon los manejos del antes molt honorable president de la Generalitat y ahora confeso delincuente fiscal, sino en los escenarios, en el teatro, sí, en el teatro.
Acababa Pujol de tomar posesión del Palau de la plaza de Sant Jaume cuando Albert Boadella, al frente de El Joglars, estrenó Operación Ubú, una ácida sátira del primer gobierno de Convergència i Unió, primera de una serie que hacía honor al modelo en que se inspiraba: el Ubu rey de Alfred Jarry. Corría el año 1981 y hubo entonces división de opiniones: los nacionalistas tomaron aquello como una afrenta intolerable en el sentido literal del término, y la izquierda lo recibió con cierta complicidad ante el enemigo común a batir.
Catorce años después, en 1995, Boadella volvía a la carga, adaptando la criatura de Jarry a los nuevos tiempos. Ahora la obra se titulaba Ubú president. El tiempo no había pasado en balde, y la megalomanía de Pujol, reforzada tras haber salido indemne del fiasco de Banca Catalana, había calado en una gran parte de Cataluña, cada vez más abducida por los mitos atávicos del nacionalismo. En 2001 se cumplían los veinte años de Pujol en el poder, y el bufón (Boadella lleva a gala ese título) volvió a retocar su pieza, ahora titulada Ubú presidente o los últimos días de Pompeya. En ella no solo aparecía el carismático líder –encarnado siempre por el genial Ramon Fontserè– sino también Pasqual Maragall (aquí Pascual Maramágnum) y el que terminaría heredando el sillón presidencial, un tal Arturito Mas. En este caso las opiniones no se dividieron tanto, y la izquierda fue poco a poco apartándose de Boadella y los suyos. El mensaje libertario y antinacionalista de esta tercera entrega no dejaba títere con cabeza: artistas como Josep Maria Flotats (aunque este fuera también una víctima del sectarismo y tuviera que emigrar a Madrid) y Montserrat Caballé; empresarios de hoteles como Joan Gaspart, alias Gaspar Husa, escritores como Baltasar Porcel, la Sagrada Familia, la Moreneta… ¿Consecuencias? Las subvenciones se esfumaron, los teatros donde Els Joglars actuaban se fueron quedando vacíos, y al poco Boadella hubo de tomar las de Villadiego: adiós, Catalunya, adeu.
Embebida por las maravillas del fantasioso retablo levantado por políticos corruptos, la sociedad catalana ignoró la palabra libre del bufón
Pues bien, han pasado treinta y tres, diecinueve, y trece años de los tres Ubús boadellescos, y habrá que reconocerle a su creador que tenía razón; que supo ver y denunciar antes que nadie el nivel de corrupción instituido por el presidente Pujol. Quienes vieron la última entrega recordarán las escenas más hilarantes de la farsa: por ejemplo, cuando el Excels era entrevistado por unos periodistas de Telestrés, y aparecían sus hijos, los Excelsitos, llevando una serie de maletines repletos de euros. Los que no tuvieron la oportunidad de disfrutar de aquel espectáculo, ofrecido –en forma de trilogía– junto a La increíble historia del Dr. Floit y Mr. Pla y Daalí, pueden leer el texto en la estupenda edición de Milagros Sánchez Arnosi (Cátedra): “Escuchad –les decía un Excels más real que su modelo, compendio de virtudes éticas, a sus vástagos–, no os peleéis por el dinero que hay cosas más importantes en la vida, ¿eh?”, para algo más adelante decirle orgulloso a su esposa, la Excelsa: “Con estos chavales tendremos una buena jubilación, ¿eh?, tendremos una buena jubilación”.
En el siglo XVII, Cervantes se valió de dos comediantes –Chanfalla y Chirinos– para desvelar en El retablo de las maravillas la podredumbre moral a que había llegado una sociedad obsesionada por la limpieza de sangre y el fanatismo religioso. A lo largo de sus más de cincuenta años de actividad profesional, Boadella no ha hecho otra que seguir el ejemplo cervantino y valerse del teatro como el mejor modo de revelar toda hipocresía e impostura. Y no otra cosa hizo Jarry cuando se enfrentó al público de su tiempo. La primera palabra –una voluntaria errata– que pronuncia el padre Ubú es “merdre”. El escatológico exabrupto define bien la situación actual a la que ha llegado el país de Josep Pla (otro chivo expiatorio del pujolismo): no son las pelas contantes y sonantes que al extranjero se han llevado presuntamente Pujol, su familia y sus secuaces políticos lo que peor huele, sino el clima de descomposición moral e intelectual de una gran parte de la sociedad catalana que, embebida por las maravillas del fantasioso retablo levantado por políticos corruptos, ha dejado de escuchar la palabra libre y valiente de bufones como Boadella.
JAVIER HUERTA CALVO, catedrático de Literatura de la Universidad Complutense de Madrid.
Una versión de este artículo ha sido publicada en el número de septiembre de 2014, 255, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco y en librerías seleccionadas, o mejor aún, suscríbete).