Lo mejor de Octavio Paz
A diferencia de otras antologías no hay ni un poema de relleno: hágannos caso, porque si no se perderán ese ensimismamiento del clavado, del ángel de saltos imposibles en el agua que abren ésta del mexicano. Escucha el universo contemplativo este Octavio Paz que desgrana la belleza del consumismo destruido de Rauschenberg a través de sus rebaños de cosas y concibe los días como mares negros silentes. La luz, siempre presente, transfigura la realidad y la congela escultóricamente con su dureza de mediodía.
El autor se busca en el fluir del río, pues aunque “el movimiento no reposa”, puede capturarlo en poemas donde Dios y el tranvía llegan a tiempo. Versos como alucinaciones nocturnas en los que la calle, laberinto, compone una caja transparente desde la que observarse caer y levantarse y versos como parpadeos, desdoblamientos de un nadie que atraviesa las historias y penetra las puertas del conocimiento, abiertas de par en par en la noche que dispersa a los poetas.
Tenemos también al Octavio del erotismo por abrasión, del “cuerpo abolido en el cuerpo”, con la clarividencia de quien lo observa sin apoyos que la belleza no requiere, igual que los objetos de nuestra atención para conversar con nosotros. Las páginas de este Paz selecto están repletas de la argamasa imaginería del Nobel con destellos como el de la piedra entrechocada de esos dos cuerpos en el desencuentro, el pájaro desaparecido tras inflamarse en la nota amarilla que quiebra la rama o el dinero devorando el tiempo de los humildes, definiendo el valor de las personas, nutridas por la mentira.
La suya es piedra grabada con el canto del viento, ya que “lo que no es piedra es luz” en esas horas transparentes del que se descubre analfabeto ante la piedra estelar y halla a la divinidad en todas partes, estén o no comidas por las ruinas. Objetos en movimiento, mostrando los efectos de la devastación del tiempo, frente a la frígida pureza del pensamiento fijo. “Todo es presente” en la crónica testimoniada y celebratoria de la resurrección cotidiana que vence a la noche, a pesar de que la pesadumbre del escritor mexicano se mida en ese pensamiento autoengendrado que es el vuelo al vacío del hombre desterrado por no mirar a los ojos a su presente, echado a sus pies y discurso de piedra para la sangre que se detiene y reclama soñar con las manos. La voz del visionario se muestra asombrada de estar vivo, si bien “morir es despertar”, frente a ese horror siempre nuevo y repetido que denuncia en la convicción de que todos somos más cada uno, cuando somos más de otros.
ALICIA GONZÁLEZ