La comprensión de las artes oscuras –el guión es una de ellas– requiere tanto de traductor como de intérprete. Por ello el Príncipe de las Tinieblas dejo dicho eso de “igual que una puta, descargo mi corazón a base de palabras”. En este caso el traductor resultó ser William Shakespeare y, dentro de los numerosos intérpretes disponibles, el más afortunado fue David Mamet, que hasta tuvo el sentido común de bautizar su autobiografía como una profesión de putas.
La penumbra literaria del guionista no tiene que ver con el reconocimiento o la confusión de géneros; simplemente está supeditada a un mandamiento: hacer un guión conlleva la posibilidad –decir certeza sería demasiado cruel– de que sea modificado por aquellos que lo han contratado (dicen que una vez hubo alguien que quiso discutir esa cláusula. Su cadáver jamás fue encontrado).
Esta confusión esotérica hace que El Bardo a menudo sea nombrado en vano. Por esta razón es recomendable vacunarse de su marketing con un sencillo experimento. En cualquier reunión de gente sensible, un sujeto sin escrúpulos es capaz de proclamar esa frase manida y grosera: “Si Shakespeare viviera hoy, escribiría para la HBO”. Silencio. La gente procesa quién es Shakespeare, qué es la HBO… Aplausos mentales. Consenso. Funciona. Y lo mejor de todo es que nadie se ruboriza.
Esto se debe al gran momento que viven las series estadounidenses, cuyo éxito ha elevado al guionista a la condición de creador todopoderoso. Un estatus similar al logrado por los directores de la Nouvelle Vague y del Hollywood de los 70. Los resultados literarios son espectaculares, pero quienes realmente mandan son los de siempre, aquellos que no quieren salir en los títulos de crédito. Cuando los guionistas los olviden y empiecen a ser consumidos por el ego que envenena el talento serán expulsados del Olimpo. O aún peor, podrían ser invitados uno por uno a una sala de juntas para escuchar un discurso similar al que padece el estremecido Howard Beale en Network. Ya saben, eso de «¡usted se ha entrometido con las fuerzas primitivas de la naturaleza!».
La HBO es un oasis, o un espejismo, según se mire, dentro del mundo de las putas. Sus rectores, parte del conglomerado de Time Warner, no son mejores personas que sus colegas de otras televisiones ni aspiran a ser mecenas del Renacimiento. Quieren ganar dinero. Este canal de pago, que incluso en EEUU es minoritario, atrae a su público principalmente gracias a la oferta deportiva. Con la fortaleza de las cuotas de sus suscriptores apuesta por ese valor añadido llamado prestigio. Ahí radica la revolución: el prestigio es dinero. A pesar de la poca rentabilidad de algunas series en su país, la HBO sabe que el negocio está en la exportación. El trabajo sucio de su éxito lo lleva a cabo la cultura estadounidense por sí misma, que, no nos engañemos, ya es la nuestra. Una fuerza de tal calibre que logra que el espectador global sienta más empatía hacia Tony Soprano o David Fisher y se aleje de una ficción nacional que intenta imitarlos a la vez que los censura.
Muchas de estas series tienen un elemento que no ha sido lo suficientemente estudiado. La mayoría de sus escritores no vienen de Hollywood, ni tampoco del mundillo literario de Nueva York. No han sufrido la inoculación de la presión de los preestrenos ni al productor con pretensiones artísticas. Esta libertad genera tal nivel de exigencia que convierte al escritor en un showrunner, figura televisiva inexistente en Europa que supera en jerarquía al director y permite asumir labores de producción. “Que se joda el lector medio”, sentenció en una ocasión David Simon, creador de The Wire y Treme. Autores como Daniel Knauf (Carnivàle), Nic Pizolatto (True Detective) o el propio Simon habían nacido respectivamente en mundos tan ajenos como el de los seguros de salud, la docencia y el periodismo. Limpios del pecado original de sus compañeros de profesión, pudieron desarrollar su trabajo sin miedo a los audímetros y convertirse en seres críticos en un ambiente indiferente.
En este sentido, a pesar del interesante amago que supuso la adaptación de Crematorio, la novela de Rafael Chirbes, la ficción española vive anclada en una mediocridad voluntaria. Resulta económicamente rentable y su calidad no es menor respecto a la de los países del entorno (con la excepción británica, por supuesto) en su apuesta cavernícola. Las productoras no necesitan asumir riesgos innecesarios, el mercado no da para canales de pago solventes y lo del prestigio es un eufemismo en una cuenta de resultados. Fernando Fernán Gómez dijo eso de “el teatro son unas señoras”; pues la televisión en España es más o menos eso. Sin embargo, algo está cambiando. Las nuevas generaciones fían sus deseos de ficción a las descargas de internet, algo que puede generar una psicosis en programadores y anunciantes. La lucha por la audiencia dejará de ser un enfrentamiento a campo abierto entre ejércitos para evolucionar hacia una guerra de guerrillas.
Esto sin duda estimularía la producción de guiones con tratamientos más realistas. Lo ideal sería mostrar desde los aspectos más opacos de la sociedad hasta burlas contra colectivos protegidos por esa corrección que inunda todos los ámbitos sin que los comisarios políticos de las audiencias entraran en parada cardiorrespiratoria. Entonces el escritor podría pasar del actual quiero joder con el lector medio al citado que se joda de Simon. Puta, sí, pero dominatrix.
JORGE BENÍTEZ MONTAÑÉS
Una versión de este artículo ha sido publicada en el número de abril de 2014, 251, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco, en el Quiosco Cultural de ARCE, o mejor aún, suscríbete).