Al cine se le ha supuesto siempre un concepto totalizador de la creación artística; una sola expresión capaz de conjugar fotografía, música, drama y, por supuesto, literatura. Porque antes de que las imágenes se proyecten en pantalla, antes de que la cámara capte la interpretación de los actores, antes de todo esto está la palabra. Esa idea que se transforma en historia y luego en ese esqueleto de película llamado guión.
La editorial Malpaso nos trae Vivir es fácil con los ojos cerrados, una edición que recoge el guión de la película del director David Trueba así como su cuaderno de rodaje. La película, para el lector que no haya tenido oportunidad de verla, gira en torno a la historia de un profesor de inglés en la España de mediados de los sesenta, que decide emprender un viaje a Almería para intentar entrevistarse con John Lennon y pedirle que incluya en las cubiertas de sus discos las letras de las canciones para facilitar su comprensión. En el viaje el profesor se encuentra con los típicos personajes juveniles de las narraciones de Trueba en pleno proceso de iniciación, surgiendo las contradicciones entre los protagonistas y reflejando la esclerotizada sociedad de la época.
El libro, una edición en cartoné que por su cubierta negra recuerda a un cuaderno de trabajo donde parece que el propio director ha ido dejando sus impresiones, tiene detalles interesantes además de su propio contenido. Algunas fotografías curiosas sobre el desarrollo de la película o el calendario de planificación de la misma, pero sobre todo una iniciativa con la que el lector, al comprar el libro en papel, hace lo propio con la edición digital.
Los editores explican que escribiendo el lector su nombre en la primera página del libro en papel y enviando una foto de ese improvisado ex-libris por correo electrónico remitirán la consiguiente edición digital de la obra. Parece que, como ya llevan tiempo haciendo algunas discográficas, se tiende a la unificación de producto para luchar contra la piratería o, al menos, facilitar al comprador la posibilidad de poder disfrutar de los dos formatos sin tener que discriminar su elección. Una iniciativa interesante la de Malpaso Ediciones que habrá que seguir con atención.
Volviendo al libro que nos ocupa, es grato contar con un personaje como David Trueba; él y su película, triunfadora de los últimos Premios Goya, argumentos del número de abril de LEER dedicado a los escritores de cine. Escritor y cineasta, Trueba se estrenó en el mundo de las letras como novelista en 1995 con Abierto toda la noche, editado por Anagrama, y solo un año después estrenó su primer largometraje, La buena vida. Aunque cuenta en su haber con más trabajos cinematográficos que literarios, David Trueba cumple, de una extraña manera, el rol de creador que transita entre dos mundos sin pertenecer a ninguno en exclusiva. Si aparece en la alfombra de los Goya le vemos como el director; si firma en la Feria del Libro parece desprenderse con naturalidad de su anterior personalidad y tomar la del escritor. Alguien que en cualquier caso plantea su trabajo de creación, la necesidad de contar algo, siempre desde el mismo inicio: la pantalla en blanco –cursor parpadeante mediante–; la escritura.
Esta relación entre cine y letras se aprecia mejor en la primera parte de esta edición de Vivir es fácil con los ojos cerrados: el cuaderno de rodaje. El director madrileño nos va contando los avatares y anécdotas sucedidos tanto antes de filmar su película como en el proceso de preparación y su posterior montaje. Pero más allá de sucesos curiosos que el espectador-lector agradecerá (como el pasaje donde come en una tasca de un pequeño pueblo almeriense y la dueña, sin reconocerle, le cuenta que en ese establecimiento han parado todo tipo de personajes ilustres, desde políticos al director Fernando Trueba) o guiños hacia los actores que han interpretado a los personajes (“Javier Cámara es un tipo de hoy, pero debajo lleva una sombra perfecta de la generación de nuestro padres”), las anotaciones de David Trueba nos van desvelando el proceso de creación, tan cercano entre una novela y una película.
Por ejemplo se citan diferentes referencias literarias que el director tuvo en cuenta a la hora de acometer el proyecto, señalando en particular un libro, Campos de Níjar, de Juan Goytisolo, que le dio la clave para lograr la ambientación necesaria de la Almería de los 60. Trueba señala a menudo las relaciones entre papel y celuloide, como cuando cuenta que “hay directores que prefieren el rodaje al montaje. Contiene más adrenalina, espíritu aventurero, acción y emociones. Yo prefiero el montaje. Me recuerda más a la escritura».
¿Son los fotogramas palabras o es ya la película filmada un atisbo de estructura narrativa que el escritor y director convierten en historia comprensible, uno con su trabajo en capas –releyendo y corrigiendo– y otro en la sala de montaje? ¿Impone la tiranía de lo real –en un momento en que las producciones cuentan con menos presupuesto– problemas que el director que podría solventar escribiendo novela –donde el límite lo marca la imaginación– o por contra estas limitaciones sirven para aguzar el ingenio del que narra y sacan lustre al resultado, haciendo que sus historias se apeguen más a lo posible?
Muchas preguntas que siempre surgen en los ejercicios de comparación de las historias escritas y sus versiones filmadas –si me permiten la sugerencia, siempre interesante leer Los muertos,cuento de Joyce inserto en Dublineses, y luego pasar a la mirada de John Huston en la película homónima–.
Trueba apunta en el libro que “mis hábitos de novelista me convierten en un director intratable. Estoy acostumbrado a resolverlo todo a solas”, y da quizá con una de las claves que separan a ambas artes. El cine se construye en grupo y la novela, normalmente, en solitario. Casi como a la hora de disfrutarlos, el cine, aunque se puede ver solo, está pensado para disfrutarlo en una sala con público, mientras que un libro, silencioso y estático, sólo comienza a moverse en la mente de una persona, y en cada una de forma desigual.
DANIEL BERNABÉ