Sciascia destapando los altares
Tras su última experiencia política en el Senado, Leonardo Sciascia regresó a lo que mejor sabía hacer: periodismo. «En el límite de la acción», como le gustaba decir, una actitud que lo había consagrado como un referente intelectual en la Italia de su tiempo, con obras como El caso Moro (1978) o Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel (1971). El escritor siciliano estaba convencido de que había que huir de la ensayística, que tantos “males utópicos” había generado entre la juventud italiana, y volver a la novela y al periodismo, donde la búsqueda de la verdad, una de sus principales preocupaciones como escritor, resulta más eficaz, a pesar de las reservas que tenía hacia un oficio que suele decantarse por el silencio, la complicidad, la propaganda o el espectáculo. Hay una “proverbial expresión italiana”, reflexiona en uno de los artículos recopilados en este volumen, Para una memoria futura (si la memoria tiene un futuro), “según la cual destapar los altares es averiguar la verdad (y esa debería ser la función de quienes se dedican a la prensa y otros medios de comunicación y formación de opinión). Y es que la Administración de Justicia está tomando cierto carácter hierático, religioso, inescrutable y con consiguientes puntas de fanatismo”.
Efectivamente, la Justicia. Y cómo, en nombre de la lucha contra la mafia, “los jueces podían hacer lo que les daba la gana, destruir a una persona inocente en su reputación y bienes, y, sobre todo, privarla de libertad”. La idea de la obra, la última que dejó preparada antes de su muerte el 20 de noviembre de 1989, tiene como punto de partida algo que ya había tratado en muchos de sus relatos, en La bruja y el capitán o 1912+1, por ejemplo, y que fue desgranando en numerosos artículos, publicados en diferentes periódicos, los cuales, como señala en el prólogo, “provocaron una terrible polémica, y por los que se me acusó de debilitar la lucha contra la mafia y poco menos que de favorecer su existencia”. Y antecede a esta selección de 31 de ellos una cita de Georges Bernanos que es una declaración de principios: “Prefiero perder lectores a engañarlos”. Quizá porque ya había aprendido a escribir sin miedo. Quizá, porque habían pasado casi 30 años desde su primera gran novela, El día de la lechuza, que había cerrado con una nota en la que confesaba: “Es cierto, de todos modos, que no lo he escrito con esa plena libertad que un escritor (y me digo escritor solamente por el hecho de que me encuentro escribiendo) debiera siempre disfrutar”.
Por estas páginas pasan (y quizá uno de los reproches que habría que hacer a los editores es el de no incluir más notas explicativas) el caso Tortora, el caso Calvi o las relaciones entre la mafia, el Vaticano y la logia masónica P2, el asesinato del general Dalla Chiesa, el maxiproceso de Palermo contra la Cosa Nostra y el fenómeno de los arrepentidos, como Tommaso Buscetta, contra el que arremete Sciascia por la inseguridad jurídica que provocó. Pero ante todo, son unos artículos que ponen el acento en la necesidad de fortalecer los principios constitucionales a través de la separación de poderes, porque una Justicia fuerte es garantía de un Estado sólido. “Si después de sesenta años», reflexiona Sciascia, «nos hallamos en el mismo punto, y aun peor; si la mafia ha dado muestras de tanta vitalidad que ha resistido a la voluntad de aniquilarla de un estado tiránico, ¿es posible que lo consiga el Estado democrático, con todas esas garantías que ofrece a la libertad del ciudadano y que no es difícil trocar en coeficientes de impunidad? Pero precisamente ésa es hoy la ventaja (o mejor, el dato de la esperanza): que contra la mafia lucha por fin el Estado democrático, el Estado del Derecho; y sobre todo del derecho a no tolerar abusos, atropellos, explotación directa o indirecta, sucias intrusiones de la delincuencia organizada en la cosa pública”. Y esa es la memoria que Sciascia quería legar para el futuro, a pesar de que el futuro le dio la espalda.
FERNANDO PALMERO