Hace un año Joseph Ratzinger abdicaba de su condición papal, en una decisión sin precedentes modernos. LEER aprovechó la circunstancia del cónclave y la elección de Francisco para dedicar su cover a la situación de la iglesia en el comienzo del siglo XXI.
Como parte de aquel despliegue, nuestro colaborador GABRIEL ALBIAC abordó la figura del papa saliente desde su densa dimensión intelectual. Con ocasión del aniversario de la renuncia de Benedicto XVI recuperamos aquel texto.
Un paréntesis, por GABRIEL ALBIAC
Desde una perspectiva rigurosamente atea –tal, la mía–, Benedicto XVI tuvo el interés de una excepción. Mayor. La de un Papa teólogo. Ha habido muy pocos en la historia del cristianismo. Ninguno de su nivel. No por azar. Un Papa está para garantizar certezas. Un teólogo para poner interrogaciones. La hibridación de ambos es materia de alto riesgo. Fascinante para un no creyente. Desasosegadora para los hombres de fe.
Toda la obra de Ratzinger se juega en una prodigiosa pirueta intelectual formulada en 1959: reincorporar el Cristianismo a Grecia, mediante una nominación personalizada de Dios superpuesta a la griega abstracción neutra del absoluto (o theòs vs. tò theòn). Para Ratzinger,
con la constatación de que el Dios mudo e inapelable de los filósofos se ha hecho en Jesucristo Dios que habla y que escucha, se ha ejecutado la exigencia interior plena de la fe bíblica”. Su conclusión tiene la inapreciable ventaja de no alimentar malentendidos. “La síntesis realizada por los padres de la Iglesia entre la fe bíblica y el espíritu heleno como representante en aquel tiempo del espíritu en general no sólo era legítima, sino necesaria, para traer a expresión la exigencia plena y la seriedad completa de la fe bíblica. Esta exigencia plena se apoya en que hay ese guión para con el concepto pre-religioso, filosófico, de Dios. Esto significa que la verdad filosófica pertenece, en un cierto sentido, constitutivamente a la fe cristiana, y esto indica a su vez que la analogia entis es una dimensión necesaria de la realidad cristiana, y tacharla sería suprimir la exigencia propia que ha de plantear el cristianismo… El elemento filosófico se suministró al concepto de Dios de la Biblia en la medida en que éste se encontraba forzado a pronunciar lo suyo propio y especial frente al mundo de los pueblos, y en un lenguaje general, esto es, comprensible para el mundo todo, por encima del propio espacio interior. Se hizo necesario en la medida en que, visto negativamente, surgió la indigencia apologética; visto positivamente, la indigencia misionera. Lo filosófico designa, por tanto, ni más ni menos, la dimensión misionera del concepto de Dios, ese momento con el que se hace comprensible hacia fuera.
Lo cual, en rigor, significa que la filosofía –esto es, la lengua propia del politeísmo griego– resulta ser lo otro de la fe –aun en la fe misma, porque no hay fe allá donde una certeza homogénea abole el acoso de lo otro–, aquel acecho de la interrogación sobre el relato que ni siquiera la creencia calma.
Porque está claro: si la fe capta el concepto filosófico de Dios y dice: ‘lo absoluto, del que vosotros sabíais ya por sospechas de alguna manera, es el absoluto que habla en Jesucristo (que es palabra) y que puede ser apelado’, con ello no se suprime sin más la diferencia de fe y filosofía, y ni mucho menos lo que hasta ahora era filosofía se transforma en fe. La filosofía sigue siendo más bien como tal lo otro y lo propio, a lo que se refiere la fe para expresarse en ella como en lo otro y hacerse comprensible.
La reivindicación de una teología “necesariamente inconclusa”, que cierra el discurso inaugural de 1959, es la confesión del único territorio sobre el cual el creyente (monoteísta) y el (politeísta) filósofo pueden fijar su lugar de encuentro y de confrontación: la tragedia; lo, por definición, irresuelto. Para un filósofo ateo como yo, el rango mayor –y el especulativamente más cercano– del catolicismo está en ser una religión trágica. No espero que otro Papa se atreva a volver sobre eso.
Artículo publicado originalmente en el número de abril de 2013 (241) de la Revista LEER.