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Todos los Autes en Aute

Un recuerdo del artista total fallecido en Madrid a los 76 años: su conversación con José Luis Gutiérrez para LEER, cuando en plenitud de facultades presentaba su poesía completa y la edición de 'Un perro llamado Dolor'.

aute_2015Ilustración de Luis Eduardo Aute para el 30 aniversario de LEER.

Vaque­ros, un polo sobre cami­seta blanca, t-shirt, botas cam­pe­ras, barba deli­be­ra­da­mente des­cui­dada, de varios días. Y esa del­ga­dez, casi exce­siva, que le pre­serva de las obe­si­da­des de la cin­cuen­tena, que le hace apa­re­cer más joven y en cual­quier caso mucho más juve­nil. Aun­que se queja de unos moles­tos e insig­ni­fi­can­tes miche­li­nes en la cin­tura. Tan sólo el pelo, que ya esca­sea, aun­que sin canas, casi un inquie­tante anun­cio de alo­pe­cia y ese leve plie­gue ver­ti­cal de piel, como el cue­llo de una iguana, bajo el men­tón. Es todo.

A veces, Eduardo echa una rápida ojeada al cris­tal de una ven­tana y pasa fur­tiva revista a sus cabe­llos. Acaso no sea con­tra­dic­ción ese mínimo y fugaz gesto de coque­te­ría que el show busi­ness explica y jus­ti­fica –la tira­nía de fans, segui­do­res, admi­ra­do­res– en uno de los feti­ches vivien­tes de la más doliente e incla­si­fi­ca­ble izquierda his­pana, aun­que sus aro­mas vaga­mente liber­ta­rios des­per­ta­ran y des­pier­ten siem­pre algún recelo en los ami­gos polí­ti­cos de la adhe­sión y la obe­dien­cia. El gran sis­te­ma­ti­za­dor de la uti­li­za­ción pro­pa­gan­dís­tica de las lla­ma­das fuer­zas de la cul­tura, el pen­sa­dor ita­liano y fun­da­dor del PCI Anto­nio Gramsci, deja entre­ver en alguna de sus pági­nas que la naïf inge­nui­dad de tan­tos artis­tas, tan­gente en muchos casos con la estul­ti­cia o la con­vic­ción reli­giosa –cuando no la bús­queda de com­pen­sa­cio­nes  polí­ti­cas que sus­ti­tu­yan a la falta de talento– les con­vierte en víc­ti­mas pro­pi­cia­to­rias de los polí­ti­cos de izquierda con tan­tos men­sa­jes como pocos escrú­pu­los. No es el caso de Eduardo.

Por no hablar de la can­ción polí­tica por anto­no­ma­sia, aque­lla esca­lo­friante “Al alba”, mien­tras en Madrid eje­cu­ta­ban a cinco per­so­nas en un 1975 ya en su doble y terri­ble cre­púsculo. Esas manos her­mo­sas y trans­lú­ci­das, de lar­gos, finí­si­mos dedos como las patas de una zan­cuda, de un fla­menco o una garza, que suje­tan ciga­rri­llos ince­san­tes, tan poco afi­cio­na­das al más­til de las ban­de­ras, pasean en cam­bio con sosiego y aca­ri­cian con mimo los tras­tes y los más­ti­les de las guitarras.

Nació Eduardo en Manila, Fili­pi­nas, de padre bar­ce­lo­nés de ori­gen anda­luz y de madre hija de san­tan­de­rino y valen­ciana. Mas de treinta años per­ma­ne­ció su padre tra­ba­jando en Manila en la Com­pa­ñía de Taba­cos de Fili­pi­nas –de la que muchos años más tarde lle­ga­ría a ser pre­si­dente el poeta Jaime Gil de Biedma–, y Eduardo con­serva nume­ro­sas, her­mo­sas foto­gra­fías de color sepia de su padre, Gumer­sindo Aute, ves­tido de lino blanco, aque­lla real linen peo­ple del Man­hat­tan de Woody Allen.

En 1954 la fami­lia Aute –razo­na­ble­mente aco­mo­dada, que se ins­tala a vivir en la dis­tin­guida zona del Paseo de Rosa­les madri­leño– regresa a Madrid y Eduardo tiene 11 años. Las tesis de algu­nos lin­güis­tas como Chomsky aven­tu­ran que el len­guaje en el hom­bre está ahí, en sus códi­gos gené­ti­cos, como el sis­tema inmu­no­ló­gico. Ese afán artís­ti­ca­mente mul­ti­dis­ci­pli­nar de Luis Eduardo –poeta, músico, com­po­si­tor y can­tante, pin­tor y, tam­bién, cineasta, cua­tro ofi­cios, cua­tro medios de expre­sión para un artista cal­cu­la­da­mente ator­men­tado al que casi todos con­si­de­ran– acaso tuviera un pri­mer epi­so­dio en sus comien­zos tetra­lin­gües –cas­te­llano, inglés, cata­lán (su padre y su madre lo habla­ban en casa en algu­nas oca­sio­nes) y tagalo. Pro­fe­so­res par­ti­cu­la­res para estu­diar cas­te­llano, el inevi­ta­ble Qui­jote con el que se apren­día a escri­bir al dic­tado, His­to­ria espa­ñola, acos­tum­brado como estaba a per­so­na­jes como Jef­fer­son, Washing­ton o Fran­klin. Todos le res­pe­tan, o casi todos. Hablando de poe­tas, uno de ellos, tam­bién ins­pi­rado, tam­bién inquie­tante, José Miguel Ullán, quizá es o fue la excep­ción de la regla, cuando se ocupó de fus­ti­gar a Aute en la prensa con los más acer­bos y des­pia­da­dos epí­te­tos, con las bur­las más crue­les, cursi, far­sante, lleno de tópi­cos, etcé­tera, mien­tras sacaba del ano­ni­mato a un anti­guo taxista, bajito y viva­ra­cho, al que con­ver­ti­ría en estre­lla de la can­ción popu­lar, lla­mado El Fary. El coñazo, el pesado de Aute, al lado de la copla lumi­nosa de El Fary, hasta ahí podía­mos lle­gar. Ullán, el poeta (se recuerda desde aquí su Sol­da­desca), el gran redes­cu­bri­dor y divul­ga­dor de la copla, del gran­dioso e inol­vi­da­ble «Tatuaje» de la Piquer.

Aca­bas de publi­car un volu­men con tu poe­sía com­pleta, una anto­lo­gía que publi­cas ahora en la que se reco­gen los poe­mas pri­me­ros y otros nue­vos, con­ser­vando los mis­mos pro­lo­guis­tas, comen­zando por el pri­mero, Caba­llero Bonald…
Como están des­ca­ta­lo­ga­dos los otros libros de poe­mas, este edi­tor me pro­puso hacer la anto­lo­gía y ahí está. Y tam­bién está a punto de apa­re­cer ahora a final de año un segundo libro sobre la pelí­cula. Es un libro de arte, de gran for­mato, con unas dos­cien­tas repro­duc­cio­nes de algu­nos dibu­jos de la pelí­cula de Un perro lla­mado Dolor. Con tex­tos de la pelí­cula que edita Ellago Edi­cio­nes. Es un libro que incluye un DVD con la pelí­cula, un CD con la banda sonora y unos dos­cien­tos dibu­jos. Me ha ape­te­cido mucho hacerlo y en estos momen­tos le esta­mos dando a la obra los últi­mos toques, reto­cando los últi­mos detalles.

Otra vez la polí­tica, Eduardo. Un crea­dor com­pro­me­tido como tú ya vuelve a inter­ve­nir en polí­tica; hace poco lo hiciste apo­yando al socia­lista Redondo Terre­ros en las elec­cio­nes vas­cas últi­mas. Como en tus comien­zos, en aque­llos años de “Al alba”, el FRAP
Sí, comencé en aquel período en el que dejo de gra­bar can­cio­nes, los cinco o seis años entre el 67 y el 73, en esos años es cuando empiezo a intere­sarme por la polí­tica y a com­pli­carme la vida. Por una serie de cir­cuns­tan­cias conozco a gente del FRAP, mucho antes de que el FRAP empe­zara a matar gente. Cuando vinie­ron las muer­tes yo me alejé. Yo no estuve en el FRAP nunca, ni siquiera como com­pa­ñero de viaje, tenía ami­gos del FRAP, eso sí. Yo cola­bo­raba con UPA, que era la Unión Popu­lar de Artis­tas, con gente de lo más diverso. Por una extraña cir­cuns­tan­cia la gente que más veía en esa época era gente del FRAP, no sé por qué. Tenía menos rela­ción con la gente del PCE y mis sim­pa­tías hacia el FRAP venían de su radi­ca­lismo, les con­si­de­raba más autén­ti­cos. Por una serie de cir­cuns­tan­cias es la gente que más veo enton­ces y es con la que siento más com­pli­ci­dad por el espí­ritu revo­lu­cio­na­rio de aque­llos años. Era real­mente una pro­puesta polí­tica inve­ro­sí­mil la suya, pero más román­tica. El PCE era más posi­bi­lista, andaba ya bus­cando la com­pli­ci­dad de las cla­ses medias. El FRAP que­ría ponerlo todo patas arriba. Que­ría hacer la revo­lu­ción y aque­llo era muy atrac­tivo. Sin embargo en aque­llos círcu­los, en cam­bio, el GRAPO nunca tuvo mucha cre­di­bi­li­dad. Esta­mos hablando de los tiem­pos en torno al 68. Creo que real­mente lo que nos unía a todos era el cine, a todos nos gus­taba mucho el cine. Yo cola­bo­raba haciendo dibu­jos. Yo con aque­lla gente del FRAP iba mucho más al cine que a asam­bleas o reunio­nes polí­ti­cas. Tengo una can­ción dedi­cada a aque­lla gente, a un amigo de enton­ces, Tony Oli­ver, y a los ami­gos de aque­lla época, que se llama Mira que eres cana­lla. Sin embargo el PCE era más buro­crá­tico, no tenía aquel per­fil román­tico que tenía el FRAP.

Y llega “Al alba…”.
Ya esta­ban sen­ten­cia­dos, aquel sep­tiem­bre de 1975, con­de­na­dos a muerte los cinco acti­vis­tas. El clima era enton­ces muy tenso, se exten­dían las pro­tes­tas en todo el mundo… Iban a eje­cu­tar las sen­ten­cias de los cinco con­de­na­dos a muerte y diez días antes brotó la can­ción. Fue el puro clima que se res­pi­raba, la prensa pedía cle­men­cia, el Papa pedía cle­men­cia y aquí seguía la obce­ca­ción. La can­ción no habría pasado la cen­sura si la hubiera escrito de una manera más obvia, y yo que­ría que la can­ción saliera inme­dia­ta­mente, cuanto antes. Enton­ces Rosa León, en ese momento, iba a gra­bar un disco. De hecho, Rosa no sabía real­mente el motivo de la can­ción, y cuando se la pre­senté le gustó y me dijo: “Qué can­ción tan bonita, la quiero gra­bar”. Es decir, no dije nada sobre el motivo de la can­ción hasta que no estuvo gra­bada. Lo que sí que­ría era que esa can­ción se oyera en las radios, por todos los sitios. No sólo en los cir­cui­tos clan­des­ti­nos, que era lo que ocu­rría, sino que se gra­bara en un disco y que se emi­tiera por radio. Pasó la cen­sura. La editó Ariola. Salió un poco des­pués de los fusi­la­mien­tos en el disco de Rosa León.

Resulta difí­cil pen­sar que aque­llo fuera for­tuito, alguien debió pro­gra­marlo y orga­ni­zarlo todo para que saliera tan bien…
Puedo jurarlo por mis hijos. No fue pre­pa­rado, en abso­luto. Rosa León enton­ces era del PCE, pero el par­tido no inter­vino para nada. Fue todo for­tuito. Hago la can­ción, Rosa está a punto de gra­bar un disco, le doy tres o cua­tro y entre ellas está “Al alba”, le gusta y la graba. Una vez gra­bada y edi­tada digo: esta can­ción la he escrito como denun­cia con­tra los fusi­la­mien­tos de sep­tiem­bre. Yo no pre­tendí que fuera una can­ción home­naje a los fusi­la­dos, sino una can­ción con­tra la pena de muerte. Lo digo en entre­vis­tas des­pués de gra­bada, por­que si lo digo antes no se graba, no sale.

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(“Al alba”. En aque­llos medios se decía que aque­lla era, acaso, la can­ción polí­tica más bella del mundo, la que era capaz de poner a todos el vello de punta. Un libro pos­te­rior de Pedro J. Ramí­rez, “El año que murió Franco” (Plaza & Janés, 1985), se cons­ti­tui­ría en la cró­nica des­car­nada de aque­llos suce­sos terri­bles coin­ci­diendo con la ago­nía de Franco, con fre­cuen­tes alu­sio­nes a los ver­sos de Luis Eduardo Aute. Y, pos­te­rior­mente, la pelí­cula, “La noche más larga”, de José Luis Gar­cía Sánchez.

Eduardo no está intere­sado ni en el poder, ni en el dinero, ni mucho menos en los lujos, aun­que no rehuye el com­pro­miso polí­tico. La última vez par­ti­cipó en las elec­cio­nes auto­nó­mi­cas vas­cas del pasado año, apo­yando la can­di­da­tura de Nico­lás Redondo Terre­ros. Y antes, al igual que este con­ver­sa­dor, fue uno de los apo­yos más entu­sias­tas de Felipe Gon­zá­lez en las elec­cio­nes de 1982. Sos­tiene aún ese dis­curso polí­ti­ca­mente utó­pico y hasta sin­cero, des­po­jado de cual­quier adhe­ren­cia de prag­ma­tismo, en medio de este océano de caraduras).

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Pues sí, yo par­ti­cipé en las elec­cio­nes de 1982 apo­yando a Gon­zá­lez. Luego pronto vino la decep­ción. Sobre todo cuando se subió al yate de Franco, al Azor. Y, pos­te­rior­mente, cuando Boyer se casó con Isa­bel Preys­ler. Aquí hay algo raro, algo que no fun­ciona, me dije. Mucho antes de que viniera todo lo que vino des­pués. Yo con­si­dero izquierda todo el que esté con­tra el poder. La pala­bra poder para mí es inquie­tante en sí misma. Si unos tie­nen poder es que hay otros que no lo tie­nen. Par­ti­cipé en las elec­cio­nes vas­cas apo­yando a Redondo Terre­ros por­que soy anti­na­cio­na­lista. Y eso de los perío­dos demo­crá­ti­cos de los cua­tro años, que se lo digan al Rey, o al Papa. O a ver cuándo tene­mos un Papa gay. La opi­nión de la gente está muy media­ti­zada por los medios de comu­ni­ca­ción, que son muy pode­ro­sos. No creo que nunca Occi­dente haya sido tan imbé­cil como ahora. Hay muy poca gente que tenga real­mente una opi­nión intere­sante, una pro­puesta ori­gi­nal que hacer; creo que la estu­pi­dez gene­ral es alar­mante. Enton­ces, lo que diga la mayo­ría sobre un tema ya no quiere decir casi nada. Que la polí­tica sea hoy una clase al ser­vi­cio de los intere­ses del capi­tal me parece algo peli­groso. Real­mente la polí­tica hoy no existe. Es una cues­tión eco­nó­mica, el dinero decide cómo tie­nen que fun­cio­nar los polí­ti­cos. Yo en esto estoy de acuerdo con el capi­ta­lismo, por­que la pro­pie­dad pri­vada es algo que es con­sus­tan­cial al hom­bre. La demo­cra­cia es un valor posi­tivo siem­pre y debe­ría avan­zar siem­pre, pero la demo­cra­cia se está dejando aplas­tar por el libe­ra­lismo capi­ta­lista, por el dinero. Lo eco­nó­mico debe­ría estar supe­di­tado a lo polí­tico y ocu­rre todo lo contrario.

Tus pri­me­ros tiem­pos aquí, en España, cuando lle­gas siendo un niño…
El gran salto para mí lo supuso pasar del inglés y el tagalo, que es lo que yo estu­diaba y hablaba en Fili­pi­nas, a Cer­van­tes puro y duro; así fue mi vuelta a España, de la mano del Qui­jote. Pasé de apren­derme a Sha­kes­peare de memo­ria a leer y hacer lo mismo con Cer­van­tes. El cole­gio madri­leño en el que estu­dié era un tanto extraño, de niños bien, con mucho niño pijo y tam­bién beca­rios. De con­dis­cí­pu­los de enton­ces recuerdo a algu­nos, a Borja Casani, quizá, y tam­bién a Manuel, que con el tiempo sería bate­ría de Los Bra­vos, que se mató, y alguno más que no recuerdo. Allí estuve desde los 11 hasta los 17 años, hasta el Preu. Y natu­ral­mente fui muy mal estu­diante. Una cosa, curio­sa­mente, me sor­pren­dió nada más lle­gar a España, a Madrid, al cole­gio madri­leño, sobre todo en com­pa­ra­ción con mis años en Fili­pi­nas. Allí los curas iban de blanco, eran curas muy ame­ri­ca­nos, no se les besaba la mano ni había que ir a misa obli­ga­to­ria­mente. Llego aquí y me encuen­tro con que todos los curas iban de negro y había que besar­les la mano, la misa era obli­ga­to­ria y todo era pecado.

En ese iti­ne­ra­rio que va de los 11 a los 17 años, desde que entras hasta que sales del cole­gio, ¿cuándo surge en ti el chis­pazo musi­cal, el lite­ra­rio, el pic­tó­rico, incluso un cuarto, el cine­ma­to­grá­fico? Hay tres, cua­tro bús­que­das en ti, tres ansias de expre­sión en ti, la musi­cal, la literario-poética, la pic­tó­rica, la cine­ma­to­grá­fica…
Fue al revés. Pri­mero empecé a pin­tar, en Fili­pi­nas. Con 8 años ya tenía una cierta faci­li­dad para dibu­jar y en mi casa me ayu­da­ban y me pusie­ron durante un año un pro­fe­sor de pin­tura. Que­ría ser pin­tor. Cuando tenía 8 años se orga­nizó en Manila una expo­si­ción, un con­curso inter­na­cio­nal de pin­tura infan­til y juve­nil, y yo pre­senté unos cua­dros y me selec­cio­na­ron, y pre­mia­ron dos de mis cua­dros. Lo que tenía muy claro es que me gus­taba mucho pin­tar, era un pésimo estu­diante pero me pasaba las horas en casa dibu­jando y pin­tando, donde tenía un pequeño estu­dio que me habían habi­li­tado mis padres. Me gus­taba mucho pin­tar retra­tos. Cuando llego aquí mi idea es aca­bar el Bachi­lle­rato y ponerme a pin­tar. Entre los 11 y los 17 aquí, en España, seguí pin­tando e hice mi pri­mera expo­si­ción indi­vi­dual, la hice a los 16 años en una gale­ría que se llama Hal­cón, una gale­ría que creo que toda­vía existe, en la madri­leña calle Infan­tas. A par­tir de ahí hago expo­si­cio­nes, una cada dos años, en Madrid y en sitios dis­tin­tos, en cer­tá­me­nes inter­na­cio­na­les a los que envío mis obras. Y tam­bién me gusta enor­me­mente el cine desde los pri­me­ros años de la adolescencia.

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(Un Perro lla­mado Dolor. Dos pasio­nes de Eduardo que se her­ma­nan en una obra exte­nuante, ago­ta­dora, cua­tro o cinco años dibu­jando a lápiz pacien­te­mente, con­su­miendo infi­ni­tas minas, foto­gra­fiando los dibu­jos, los per­so­na­jes, Goya, Picasso, Dalí, Kahlo, Trotsky, Buñuel, Lorca, reco­rrido atroz y sen­ti­men­tal de un devoto por los estu­dios y garçon­niers de sus “san­tos”. Cinco años sin pausa. Por­que Eduardo, crea­dor ele­gan­te­mente ator­men­tado, es, tam­bién, un tra­ba­ja­dor incan­sa­ble, a quien le que­man las ideas en las manos y ha de dar­les salida en el lienzo, la par­ti­tura o el celu­loide. Y como con­traste al meta­fí­sico des­or­den de su alma de crea­dor, las tor­tu­ra­das y mor­ga­ná­ti­cas inter­ac­cio­nes de Eros y Tána­tos, Amor y Muerte junto a un Dios impro­ba­ble, ven­ga­tivo o san­gui­na­rio, esa corona de espi­nas, Espina car­ni­cera –Gale­ría Kreis­ler Dos; Madrid, fina­les de 1986–, tan pre­sen­tes en su obra, su casa es un pro­di­gio de orden, rigor, sis­tema, lim­pieza que aler­tan de la pre­sen­cia invi­si­ble de las sir­vien­tas, como si, cada mañana, un severo y colo­nial sub­te­niente inglés pasara revista a todo, para ase­gu­rar esa armo­nía “mili­tar” de su casa, un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio, que pue­dan con­vi­vir las gui­ta­rras y los tecla­dos en un pequeño estu­dio de gra­ba­ción con los dis­cos de oro, los posters y los afi­ches de con­cier­tos y actua­cio­nes y el caos de colo­res y mate­rias del estu­dio vecino del pin­tor, o las estan­te­rías donde todo se guarda, en per­fecto estado de revista, revis­tas, cedés, folle­tos, opúscu­los, libros, catá­lo­gos, obra poé­tica, esta vieja publi­ca­ción de poe­sía, ahí está Sabina tam­bién, catá­lo­gos de las expo­si­cio­nes, mira aquí el New York Times lo que dice de la pelí­cula, aquí en Tri­beca con Robert de Niro, que me la pre­sentó en Nueva York, aquí… Este artista que intenta, en los últi­mos cin­cuenta, pri­me­ros sesenta, algo heroico –trance por el que tam­bién hubo de pasar este con­ver­sa­dor, apro­bar el ate­rra­dor Preu, de Preuni­ver­si­ta­rio, curso-filtro uti­li­zado entre otras razo­nes para evi­tar la masi­fi­ca­ción de las aulas uni­ver­si­ta­rias–. Extraño este Eduardo, tanto Eduardo por­que es muchos Eduardos.

Las pare­des de su casa ape­nas dejan entre­ver el color de las mis­mas, cubier­tas como están de una abi­ga­rrada e inter­mi­na­ble mues­tra de pin­tura pro­pia y ajena, obras de todo tipo. Dibu­jos fir­ma­dos de Dalí, Jean Coc­teau, Picasso, alguna foto­gra­fía, gran­des cua­dros suyos, azu­les, ocres, Mari­chu, su mujer, Mari­chu –«A mí ni me men­cio­nes, ¿eh?»–, la mirada húmeda y cálida de la Moreau, musa ince­sante en su pin­tura. Pareja esta­ble con sus hijos, con su hijo Pablo en la casa, hechu­ras y dimen­sio­nes de balon­ces­tista, callado y sen­si­ble. Un 21 de marzo de 1966, el pri­mer día de la pri­ma­vera, cuando arranca la vida, Eduardo y Mari­chu se casa­ron «no por la Igle­sia, sino por la Ermita» bajo la som­bra pro­tec­tora de Fran­cisco de Goya y sus fres­cos de la madri­leña ermita de San Anto­nio de la Flo­rida. Los novios y los dos tes­ti­gos y nadie más. Cua­tro y con Goya, cinco. Años más tarde, una frac­tura de pel­vis  en un acci­dente de auto­mó­vil con Ibá­ñez Serra­dor, con el que tra­ba­jaba en TVE –«me rompí el coño»– la man­tuvo inmó­vil durante meses y cada tarde, en su casa madri­leña, Mari­chu, gran anfi­ti­rona, reci­bía recos­tada en una chaise lon­gue a sus ami­gos. Allí acu­dió cada atar­de­cer este con­ver­sa­dor y por allí apa­re­cían otros ami­gos, Cuco Cere­cedo, Juan Diego, el des­a­pa­re­cido Juan Garri­gues, Charo López.

Hay un ros­tro en una pared. Un pequeño óleo, un retrato bellí­simo, car­gado de ver­des, azu­les, ocres, de todo ese colo­rido inquie­tante de los expre­sio­nis­tas ale­ma­nes de entre­gue­rras. El autor tenía enton­ces 16 años: Aute).

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La música fue lo último. Que­ría diri­gir, hacer cine, seguía pin­tando pero que­ría diri­gir cine y para eso enton­ces tenías que tener el car­net del Sin­di­cato del Espec­táculo, en época de Franco. Estoy hablando del 59. Y para entrar en la Escuela de Cine, en el enton­ces IIEC, Ins­ti­tuto de Inves­ti­ga­cio­nes y Expe­rien­cias Cine­ma­to­grá­fi­cas, te exi­gían el Preu y no entré por­que lo repetí dos veces, enton­ces no entré. No pude. Sus­pendí Preu y me fui del cole­gio a una aca­de­mia en la Puerta del Sol. No entro en la Escuela de Cine. Había otros sis­te­mas para que te die­ran el título, por­que sin título de Direc­tor no se podía diri­gir; podías serlo en la Escuela, haciendo cor­to­me­tra­jes, creo que eran tres o cua­tro cor­to­me­tra­jes los pre­ci­sos, o hacer el meri­to­riaje; lar­guí­simo, te podías pasar diez años hasta cum­plir con todo el expe­diente. Era tan difí­cil que hice un corto, más que nada para tener los tres o cua­tro cor­tos, yo ya tenía 19 años, era ya plena época de rock and roll, de los Beatles, cuando me atrapa Bob Dylan… Yo ya tocaba la gui­ta­rra un poco. Aun­que no estu­dié música, leo más o menos una par­ti­tura y empiezo con la gui­ta­rra más o menos con 18 años.

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(Esa pecu­lia­ri­dad cos­mo­po­lita de Eduardo, que nadie de su gene­ra­ción poseía y que le venía dada de su expe­rien­cia fami­liar, de una situa­ción aco­mo­dada, el domi­nio de los idio­mas, la pin­tura, la par­ti­ci­pa­ción de un pin­tor ado­les­cente en expo­si­cio­nes colec­ti­vas inter­na­cio­na­les a las que envía sus cua­dros, París, Sao Paulo, Nueva York… Y la mili en Lérida, curio­sa­mente en un iti­ne­ra­rio que se cruza con el de este con­ver­sa­dor. Y París. Aque­lla novia fran­cesa… El Aute que va a París en los pri­me­ros 60 no tiene con­tacto con el exi­lio espa­ñol que comen­zaba a bullir de otra manera ya en la capi­tal fran­cesa. Sólo le interesa Truf­faut, la nou­ve­lle vague, las expo­si­cio­nes de pin­tura. Y las pri­me­ras dis­co­te­cas en Europa, un fenó­meno que aún no había lle­gado a España. Y el ase­si­nato de Ken­nedy, del que se entera en un vuelo a Lon­dres, donde acude para enta­blar rela­ción con una gale­ría de la City, con la que conecta a tra­vés de un sobrino de John Ford. Dema­siado. Y aque­lla legen­da­ria Cleo­pa­tra de Man­kie­wicz, y Liz Taylor…).

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Llego a Cleo­pa­tra a tra­vés de José Luis de la Serna, primo de mi madre, que era el direc­tor de cas­ting con el pro­duc­tor Samuel Brons­ton, como sabía que hablaba inglés, fran­cés y espa­ñol, y el trozo que se rodó en España duró un mes y pico en Alme­ría, pues tra­bajé allí. Todas las bata­llas de Cleo­pa­tra se roda­ron en Alme­ría… Me paga­ban 3.500 pese­tas por semana, bas­tante dinero enton­ces. Era una copro­duc­ción hispano-franco-americana, por eso me tenían a mí de intér­prete, les tra­du­cía del inglés al fran­cés y del fran­cés al espa­ñol. Con el dinero que cobré en esa pelí­cula me fui a París y estuve allí varios meses.

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(Madrid, pri­me­ros 60. Llega el jazz para algu­nos pocos pri­vi­le­gia­dos. Desde tiempo atrás TVE, los domin­gos, a una hora insó­lita, la mañana, ofrece un extraño pro­grama de un tal Pepe Palau, “Estu­dio en Negro”. Y allí apa­rece un extraño orga­nista de color y con peri­lla, Lou Ben­nett. En él apa­re­cen tam­bién extra­ños seño­res muy cine­ma­to­grá­fi­cos inter­pre­tando una música vene­nosa, caó­tica e incom­pren­si­ble, y en Madrid algu­nos esca­sos y pri­vi­le­gia­dos pio­ne­ros ya la escu­chan en directo. Pri­mero en un pequeño antro, Whisky Jazz, des­pués en Bour­bon Street. Lle­gan los cán­ta­bros, Alberto Bur­bon y, sobre todo, los her­ma­nos Cal­de­rón, Juan Car­los sobre todo, un pia­nista auto­di­dacta que se ini­cia en el jazz antes de con­se­guir gran­des éxi­tos en todo el mundo como com­po­si­tor de música pop, espe­cial­mente con Moce­da­des. Y su her­mano mayor, pin­tor con cier­tas seme­jan­zas con el joven Aute, que se auto­rre­trata en un ataúd ata­viado de vam­piro muerto. Aute comienza a com­po­ner can­cio­nes y graba un pri­mer sin­gle, “Don Ramón y Made in Spain”, con un cierto éxito ini­cial. Y llega “Rosas en el mar”, que graba Mas­siel, a quien Eduardo conoce en los ambien­tes de gente joven en los que se mueve. Y más tarde, Juan Car­los Cal­de­rón con­vence a Eduardo para que grabe él con su pro­pia voz el “Aleluya”).

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Tras com­po­ner “Ale­luya”, salen jun­tas la ver­sión mía y la de Mas­siel. Es un éxito inter­na­cio­nal arro­lla­dor. Se graba en todas las len­guas, arrasa en Esta­dos Uni­dos. “Ale­luya” arrasa en todo el mundo. Enton­ces me encuen­tro que estoy en mi estu­dio pin­tando, grabo un dis­quito y me llega un alu­vión de entre­vis­tas, de prensa de todo el mundo, fue algo sal­vaje. Se hacían hasta letras por­no­grá­fi­cas del “Ale­luya” que repar­tían en las sali­das de las igle­sias (“yo te la chupo, tú me la mamas, Ale­luya”). Yo no pen­saba ni ser can­tante ni espe­raba ese éxito; de repente me vi abru­mado, metido en un tin­glado enorme, en un gran lío y sin hacer nada.

Dinero sí, pero no había una corres­pon­den­cia entre el éxito y el dinero. De las pri­me­ras can­cio­nes, como dere­chos de autor cobraba el 40 por ciento y era el autor com­pleto de música y letra, en aque­lla época las edi­to­ria­les se lle­va­ban el 50 por ciento de la can­ción, más un 10 por ciento que se lle­vaba el que figu­raba como músico de la can­ción, por­que yo no podía fir­mar. Los que no sabía­mos música no podía­mos regis­trar­nos como auto­res en la Socie­dad de Auto­res. Los que no sabía­mos escri­bir par­ti­tu­ras, había un músico que las fir­maba y se lle­vaba un 10 por ciento; eran los lla­ma­dos “silbadores”.

Y en cuanto a con­cier­tos, mi pri­mer disco está gra­bado en el 66 y no salgo a can­tar en público hasta el 78: me ate­rraba. Vuelvo a la pin­tura, empiezo a intere­sarme por movi­mien­tos opo­si­to­res al Régi­men, sigo escri­biendo can­cio­nes pero por el puro pla­cer de hacerlo, sin inten­ción de gra­bar. Luego lle­ga­ría a gra­bar, hasta hoy, 22 ó 23 dis­cos iné­di­tos, de can­cio­nes nue­vas, sin con­tar colec­cio­nes y demás.

Nece­si­taba pin­tar y hacer cosas para sobre­vi­vir por­que no ganaba dinero. Cobré unos dere­chos de autor muy fuer­tes de “Ale­luya” pero eso me lo gasté, y fue cuando empecé a rodar los pri­me­ros cor­to­me­tra­jes, esta­mos hablando del año 68, 69, hice bas­tan­tes expo­si­cio­nes, en la Gale­ría Inter­na­cio­nal de Arte, en otra que había por Cua­tro Cami­nos; en fin, hice muchas expo­si­cio­nes. Tam­bién hacía car­te­les para el cine Cali­for­nia, era el pri­mer cine o de los pri­me­ros de Arte y Ensayo que había en Madrid, los car­te­lo­nes de la calle los hacía­mos Iván Zulueta y yo, Iván hacía las pelí­cu­las más pops y yo hacía los ciclos más inten­sos, todo esto en la calle, pin­ta­dos con esca­lera. Ahí nos cono­ci­mos Iván Zulueta y yo.

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(El vene­noso encanto de lo camp, de la nos­tal­gia, de los vie­jos recuer­dos, las evo­ca­cio­nes de aque­llos años donde todo era tan denso, intenso, com­pro­me­tido. No habla­mos sin embargo de dro­gas, algo inevi­ta­ble aque­llos años en que los Beatles, como tan­tos otros, des­cri­ben en su “Straw­be­rry fields”, todo un trip psi­co­tró­pico y lisér­gico tras­la­dado al micro­surco por los de Liverpool).

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En esa época conozco a José Caba­llero Bonald a tra­vés de Mas­siel, que había gra­bado a Bre­cht. Me había reti­rado de la música en el 67, como digo. Viene por casa, escu­cha las can­cio­nes. Pepe Caba­llero tra­ba­jaba enton­ces en Ariola, era el res­pon­sa­ble de todo el catá­logo musi­cal de fla­menco, lo hacía él y me dice que tengo que gra­bar esas can­cio­nes, me dice que tengo que hablar con el direc­tor y me hacen una oferta muy bonita que con­siste sola­mente en gra­bar pero sin hacer pro­mo­ción, ni can­tar en público ni dar con­cier­tos, sim­ple­mente gra­bar y luego a mi estu­dio a pin­tar. Eso figura en el con­trato. De ahí sale el pri­mer disco de la nueva etapa, que es en el 73.

Hubo un pri­mer poema que escribí en una revista de poe­sía, que fue el número uno, en Gra­nada, que hago un dibu­jito de una señora pariendo un cri­san­temo y la cen­sura el Minis­te­rio de Fraga, la cen­sura se carga la revista, que se lla­maba Poe­sía 70. Car­los Cano apa­rece tam­bién en la revista, aun­que yo ya lo cono­cía por­que había gra­bado dis­cos ya, pero a Joa­quín Sabina, que tam­bién publicó ver­sos en la revista, lo conocí enton­ces. Algu­nos de aque­llos poe­mas, no todos, luego esta­rían en mi pri­mer libro, Mate­má­tica del espejo.

Primer número de 'Poesía 70', con ilustración de portada de Luis Eduardo Aute.
Pri­mer número de “Poe­sía 70′, con ilus­tra­ción de por­tada de Luis Eduardo Aute.

(Acti­vi­dad ince­sante la de Eduardo, un pró­ximo libro sobre su pelí­cula a punto de salir, un nuevo disco a punto de gra­bar, sigue pin­tando y aún tiene tiempo para depar­tir con sus ami­gos, comer o cenar con ellos, reci­bir­los en su casa llena de oque­da­des y reco­ve­cos, de esca­le­ras ciné­ti­cas como esos vie­jos e impo­si­bles gra­ba­dos babi­ló­ni­cos de Mau­rits Cor­ne­lius Escher. Y tam­bién cine, no podía fal­tar. Ha sido invi­tado para acu­dir como miem­bro del Jurado al Fes­ti­val de Cine de La Habana. Y obvia­mente ha acep­tado. Pre­fiero a Cas­tro antes que a Bush, ase­gura, y conecta de nuevo con toda la reli­gión del anti­ame­ri­ca­nismo ado­ra­ble y naïf de los vie­jos tiem­pos: éste es mi Eduardo).

Revista LEER, número 138, Diciem­bre 2002/ Enero 2003

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