Todos los Autes en Aute
Un recuerdo del artista total fallecido en Madrid a los 76 años: su conversación con José Luis Gutiérrez para LEER, cuando en plenitud de facultades presentaba su poesía completa y la edición de 'Un perro llamado Dolor'.
Vaqueros, un polo sobre camiseta blanca, t-shirt, botas camperas, barba deliberadamente descuidada, de varios días. Y esa delgadez, casi excesiva, que le preserva de las obesidades de la cincuentena, que le hace aparecer más joven y en cualquier caso mucho más juvenil. Aunque se queja de unos molestos e insignificantes michelines en la cintura. Tan sólo el pelo, que ya escasea, aunque sin canas, casi un inquietante anuncio de alopecia y ese leve pliegue vertical de piel, como el cuello de una iguana, bajo el mentón. Es todo.
A veces, Eduardo echa una rápida ojeada al cristal de una ventana y pasa furtiva revista a sus cabellos. Acaso no sea contradicción ese mínimo y fugaz gesto de coquetería que el show business explica y justifica –la tiranía de fans, seguidores, admiradores– en uno de los fetiches vivientes de la más doliente e inclasificable izquierda hispana, aunque sus aromas vagamente libertarios despertaran y despierten siempre algún recelo en los amigos políticos de la adhesión y la obediencia. El gran sistematizador de la utilización propagandística de las llamadas fuerzas de la cultura, el pensador italiano y fundador del PCI Antonio Gramsci, deja entrever en alguna de sus páginas que la naïf ingenuidad de tantos artistas, tangente en muchos casos con la estulticia o la convicción religiosa –cuando no la búsqueda de compensaciones políticas que sustituyan a la falta de talento– les convierte en víctimas propiciatorias de los políticos de izquierda con tantos mensajes como pocos escrúpulos. No es el caso de Eduardo.
Por no hablar de la canción política por antonomasia, aquella escalofriante “Al alba”, mientras en Madrid ejecutaban a cinco personas en un 1975 ya en su doble y terrible crepúsculo. Esas manos hermosas y translúcidas, de largos, finísimos dedos como las patas de una zancuda, de un flamenco o una garza, que sujetan cigarrillos incesantes, tan poco aficionadas al mástil de las banderas, pasean en cambio con sosiego y acarician con mimo los trastes y los mástiles de las guitarras.
Nació Eduardo en Manila, Filipinas, de padre barcelonés de origen andaluz y de madre hija de santanderino y valenciana. Mas de treinta años permaneció su padre trabajando en Manila en la Compañía de Tabacos de Filipinas –de la que muchos años más tarde llegaría a ser presidente el poeta Jaime Gil de Biedma–, y Eduardo conserva numerosas, hermosas fotografías de color sepia de su padre, Gumersindo Aute, vestido de lino blanco, aquella real linen people del Manhattan de Woody Allen.
En 1954 la familia Aute –razonablemente acomodada, que se instala a vivir en la distinguida zona del Paseo de Rosales madrileño– regresa a Madrid y Eduardo tiene 11 años. Las tesis de algunos lingüistas como Chomsky aventuran que el lenguaje en el hombre está ahí, en sus códigos genéticos, como el sistema inmunológico. Ese afán artísticamente multidisciplinar de Luis Eduardo –poeta, músico, compositor y cantante, pintor y, también, cineasta, cuatro oficios, cuatro medios de expresión para un artista calculadamente atormentado al que casi todos consideran– acaso tuviera un primer episodio en sus comienzos tetralingües –castellano, inglés, catalán (su padre y su madre lo hablaban en casa en algunas ocasiones) y tagalo. Profesores particulares para estudiar castellano, el inevitable Quijote con el que se aprendía a escribir al dictado, Historia española, acostumbrado como estaba a personajes como Jefferson, Washington o Franklin. Todos le respetan, o casi todos. Hablando de poetas, uno de ellos, también inspirado, también inquietante, José Miguel Ullán, quizá es o fue la excepción de la regla, cuando se ocupó de fustigar a Aute en la prensa con los más acerbos y despiadados epítetos, con las burlas más crueles, cursi, farsante, lleno de tópicos, etcétera, mientras sacaba del anonimato a un antiguo taxista, bajito y vivaracho, al que convertiría en estrella de la canción popular, llamado El Fary. El coñazo, el pesado de Aute, al lado de la copla luminosa de El Fary, hasta ahí podíamos llegar. Ullán, el poeta (se recuerda desde aquí su Soldadesca), el gran redescubridor y divulgador de la copla, del grandioso e inolvidable «Tatuaje» de la Piquer.
Acabas de publicar un volumen con tu poesía completa, una antología que publicas ahora en la que se recogen los poemas primeros y otros nuevos, conservando los mismos prologuistas, comenzando por el primero, Caballero Bonald…
Como están descatalogados los otros libros de poemas, este editor me propuso hacer la antología y ahí está. Y también está a punto de aparecer ahora a final de año un segundo libro sobre la película. Es un libro de arte, de gran formato, con unas doscientas reproducciones de algunos dibujos de la película de Un perro llamado Dolor. Con textos de la película que edita Ellago Ediciones. Es un libro que incluye un DVD con la película, un CD con la banda sonora y unos doscientos dibujos. Me ha apetecido mucho hacerlo y en estos momentos le estamos dando a la obra los últimos toques, retocando los últimos detalles.
Otra vez la política, Eduardo. Un creador comprometido como tú ya vuelve a intervenir en política; hace poco lo hiciste apoyando al socialista Redondo Terreros en las elecciones vascas últimas. Como en tus comienzos, en aquellos años de “Al alba”, el FRAP…
Sí, comencé en aquel período en el que dejo de grabar canciones, los cinco o seis años entre el 67 y el 73, en esos años es cuando empiezo a interesarme por la política y a complicarme la vida. Por una serie de circunstancias conozco a gente del FRAP, mucho antes de que el FRAP empezara a matar gente. Cuando vinieron las muertes yo me alejé. Yo no estuve en el FRAP nunca, ni siquiera como compañero de viaje, tenía amigos del FRAP, eso sí. Yo colaboraba con UPA, que era la Unión Popular de Artistas, con gente de lo más diverso. Por una extraña circunstancia la gente que más veía en esa época era gente del FRAP, no sé por qué. Tenía menos relación con la gente del PCE y mis simpatías hacia el FRAP venían de su radicalismo, les consideraba más auténticos. Por una serie de circunstancias es la gente que más veo entonces y es con la que siento más complicidad por el espíritu revolucionario de aquellos años. Era realmente una propuesta política inverosímil la suya, pero más romántica. El PCE era más posibilista, andaba ya buscando la complicidad de las clases medias. El FRAP quería ponerlo todo patas arriba. Quería hacer la revolución y aquello era muy atractivo. Sin embargo en aquellos círculos, en cambio, el GRAPO nunca tuvo mucha credibilidad. Estamos hablando de los tiempos en torno al 68. Creo que realmente lo que nos unía a todos era el cine, a todos nos gustaba mucho el cine. Yo colaboraba haciendo dibujos. Yo con aquella gente del FRAP iba mucho más al cine que a asambleas o reuniones políticas. Tengo una canción dedicada a aquella gente, a un amigo de entonces, Tony Oliver, y a los amigos de aquella época, que se llama Mira que eres canalla. Sin embargo el PCE era más burocrático, no tenía aquel perfil romántico que tenía el FRAP.
Y llega “Al alba…”.
Ya estaban sentenciados, aquel septiembre de 1975, condenados a muerte los cinco activistas. El clima era entonces muy tenso, se extendían las protestas en todo el mundo… Iban a ejecutar las sentencias de los cinco condenados a muerte y diez días antes brotó la canción. Fue el puro clima que se respiraba, la prensa pedía clemencia, el Papa pedía clemencia y aquí seguía la obcecación. La canción no habría pasado la censura si la hubiera escrito de una manera más obvia, y yo quería que la canción saliera inmediatamente, cuanto antes. Entonces Rosa León, en ese momento, iba a grabar un disco. De hecho, Rosa no sabía realmente el motivo de la canción, y cuando se la presenté le gustó y me dijo: “Qué canción tan bonita, la quiero grabar”. Es decir, no dije nada sobre el motivo de la canción hasta que no estuvo grabada. Lo que sí quería era que esa canción se oyera en las radios, por todos los sitios. No sólo en los circuitos clandestinos, que era lo que ocurría, sino que se grabara en un disco y que se emitiera por radio. Pasó la censura. La editó Ariola. Salió un poco después de los fusilamientos en el disco de Rosa León.
Resulta difícil pensar que aquello fuera fortuito, alguien debió programarlo y organizarlo todo para que saliera tan bien…
Puedo jurarlo por mis hijos. No fue preparado, en absoluto. Rosa León entonces era del PCE, pero el partido no intervino para nada. Fue todo fortuito. Hago la canción, Rosa está a punto de grabar un disco, le doy tres o cuatro y entre ellas está “Al alba”, le gusta y la graba. Una vez grabada y editada digo: esta canción la he escrito como denuncia contra los fusilamientos de septiembre. Yo no pretendí que fuera una canción homenaje a los fusilados, sino una canción contra la pena de muerte. Lo digo en entrevistas después de grabada, porque si lo digo antes no se graba, no sale.
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(“Al alba”. En aquellos medios se decía que aquella era, acaso, la canción política más bella del mundo, la que era capaz de poner a todos el vello de punta. Un libro posterior de Pedro J. Ramírez, “El año que murió Franco” (Plaza & Janés, 1985), se constituiría en la crónica descarnada de aquellos sucesos terribles coincidiendo con la agonía de Franco, con frecuentes alusiones a los versos de Luis Eduardo Aute. Y, posteriormente, la película, “La noche más larga”, de José Luis García Sánchez.
Eduardo no está interesado ni en el poder, ni en el dinero, ni mucho menos en los lujos, aunque no rehuye el compromiso político. La última vez participó en las elecciones autonómicas vascas del pasado año, apoyando la candidatura de Nicolás Redondo Terreros. Y antes, al igual que este conversador, fue uno de los apoyos más entusiastas de Felipe González en las elecciones de 1982. Sostiene aún ese discurso políticamente utópico y hasta sincero, despojado de cualquier adherencia de pragmatismo, en medio de este océano de caraduras).
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Pues sí, yo participé en las elecciones de 1982 apoyando a González. Luego pronto vino la decepción. Sobre todo cuando se subió al yate de Franco, al Azor. Y, posteriormente, cuando Boyer se casó con Isabel Preysler. Aquí hay algo raro, algo que no funciona, me dije. Mucho antes de que viniera todo lo que vino después. Yo considero izquierda todo el que esté contra el poder. La palabra poder para mí es inquietante en sí misma. Si unos tienen poder es que hay otros que no lo tienen. Participé en las elecciones vascas apoyando a Redondo Terreros porque soy antinacionalista. Y eso de los períodos democráticos de los cuatro años, que se lo digan al Rey, o al Papa. O a ver cuándo tenemos un Papa gay. La opinión de la gente está muy mediatizada por los medios de comunicación, que son muy poderosos. No creo que nunca Occidente haya sido tan imbécil como ahora. Hay muy poca gente que tenga realmente una opinión interesante, una propuesta original que hacer; creo que la estupidez general es alarmante. Entonces, lo que diga la mayoría sobre un tema ya no quiere decir casi nada. Que la política sea hoy una clase al servicio de los intereses del capital me parece algo peligroso. Realmente la política hoy no existe. Es una cuestión económica, el dinero decide cómo tienen que funcionar los políticos. Yo en esto estoy de acuerdo con el capitalismo, porque la propiedad privada es algo que es consustancial al hombre. La democracia es un valor positivo siempre y debería avanzar siempre, pero la democracia se está dejando aplastar por el liberalismo capitalista, por el dinero. Lo económico debería estar supeditado a lo político y ocurre todo lo contrario.
Tus primeros tiempos aquí, en España, cuando llegas siendo un niño…
El gran salto para mí lo supuso pasar del inglés y el tagalo, que es lo que yo estudiaba y hablaba en Filipinas, a Cervantes puro y duro; así fue mi vuelta a España, de la mano del Quijote. Pasé de aprenderme a Shakespeare de memoria a leer y hacer lo mismo con Cervantes. El colegio madrileño en el que estudié era un tanto extraño, de niños bien, con mucho niño pijo y también becarios. De condiscípulos de entonces recuerdo a algunos, a Borja Casani, quizá, y también a Manuel, que con el tiempo sería batería de Los Bravos, que se mató, y alguno más que no recuerdo. Allí estuve desde los 11 hasta los 17 años, hasta el Preu. Y naturalmente fui muy mal estudiante. Una cosa, curiosamente, me sorprendió nada más llegar a España, a Madrid, al colegio madrileño, sobre todo en comparación con mis años en Filipinas. Allí los curas iban de blanco, eran curas muy americanos, no se les besaba la mano ni había que ir a misa obligatoriamente. Llego aquí y me encuentro con que todos los curas iban de negro y había que besarles la mano, la misa era obligatoria y todo era pecado.
En ese itinerario que va de los 11 a los 17 años, desde que entras hasta que sales del colegio, ¿cuándo surge en ti el chispazo musical, el literario, el pictórico, incluso un cuarto, el cinematográfico? Hay tres, cuatro búsquedas en ti, tres ansias de expresión en ti, la musical, la literario-poética, la pictórica, la cinematográfica…
Fue al revés. Primero empecé a pintar, en Filipinas. Con 8 años ya tenía una cierta facilidad para dibujar y en mi casa me ayudaban y me pusieron durante un año un profesor de pintura. Quería ser pintor. Cuando tenía 8 años se organizó en Manila una exposición, un concurso internacional de pintura infantil y juvenil, y yo presenté unos cuadros y me seleccionaron, y premiaron dos de mis cuadros. Lo que tenía muy claro es que me gustaba mucho pintar, era un pésimo estudiante pero me pasaba las horas en casa dibujando y pintando, donde tenía un pequeño estudio que me habían habilitado mis padres. Me gustaba mucho pintar retratos. Cuando llego aquí mi idea es acabar el Bachillerato y ponerme a pintar. Entre los 11 y los 17 aquí, en España, seguí pintando e hice mi primera exposición individual, la hice a los 16 años en una galería que se llama Halcón, una galería que creo que todavía existe, en la madrileña calle Infantas. A partir de ahí hago exposiciones, una cada dos años, en Madrid y en sitios distintos, en certámenes internacionales a los que envío mis obras. Y también me gusta enormemente el cine desde los primeros años de la adolescencia.
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(Un Perro llamado Dolor. Dos pasiones de Eduardo que se hermanan en una obra extenuante, agotadora, cuatro o cinco años dibujando a lápiz pacientemente, consumiendo infinitas minas, fotografiando los dibujos, los personajes, Goya, Picasso, Dalí, Kahlo, Trotsky, Buñuel, Lorca, recorrido atroz y sentimental de un devoto por los estudios y garçonniers de sus “santos”. Cinco años sin pausa. Porque Eduardo, creador elegantemente atormentado, es, también, un trabajador incansable, a quien le queman las ideas en las manos y ha de darles salida en el lienzo, la partitura o el celuloide. Y como contraste al metafísico desorden de su alma de creador, las torturadas y morganáticas interacciones de Eros y Tánatos, Amor y Muerte junto a un Dios improbable, vengativo o sanguinario, esa corona de espinas, Espina carnicera –Galería Kreisler Dos; Madrid, finales de 1986–, tan presentes en su obra, su casa es un prodigio de orden, rigor, sistema, limpieza que alertan de la presencia invisible de las sirvientas, como si, cada mañana, un severo y colonial subteniente inglés pasara revista a todo, para asegurar esa armonía “militar” de su casa, un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio, que puedan convivir las guitarras y los teclados en un pequeño estudio de grabación con los discos de oro, los posters y los afiches de conciertos y actuaciones y el caos de colores y materias del estudio vecino del pintor, o las estanterías donde todo se guarda, en perfecto estado de revista, revistas, cedés, folletos, opúsculos, libros, catálogos, obra poética, esta vieja publicación de poesía, ahí está Sabina también, catálogos de las exposiciones, mira aquí el New York Times lo que dice de la película, aquí en Tribeca con Robert de Niro, que me la presentó en Nueva York, aquí… Este artista que intenta, en los últimos cincuenta, primeros sesenta, algo heroico –trance por el que también hubo de pasar este conversador, aprobar el aterrador Preu, de Preuniversitario, curso-filtro utilizado entre otras razones para evitar la masificación de las aulas universitarias–. Extraño este Eduardo, tanto Eduardo porque es muchos Eduardos.
Las paredes de su casa apenas dejan entrever el color de las mismas, cubiertas como están de una abigarrada e interminable muestra de pintura propia y ajena, obras de todo tipo. Dibujos firmados de Dalí, Jean Cocteau, Picasso, alguna fotografía, grandes cuadros suyos, azules, ocres, Marichu, su mujer, Marichu –«A mí ni me menciones, ¿eh?»–, la mirada húmeda y cálida de la Moreau, musa incesante en su pintura. Pareja estable con sus hijos, con su hijo Pablo en la casa, hechuras y dimensiones de baloncestista, callado y sensible. Un 21 de marzo de 1966, el primer día de la primavera, cuando arranca la vida, Eduardo y Marichu se casaron «no por la Iglesia, sino por la Ermita» bajo la sombra protectora de Francisco de Goya y sus frescos de la madrileña ermita de San Antonio de la Florida. Los novios y los dos testigos y nadie más. Cuatro y con Goya, cinco. Años más tarde, una fractura de pelvis en un accidente de automóvil con Ibáñez Serrador, con el que trabajaba en TVE –«me rompí el coño»– la mantuvo inmóvil durante meses y cada tarde, en su casa madrileña, Marichu, gran anfitirona, recibía recostada en una chaise longue a sus amigos. Allí acudió cada atardecer este conversador y por allí aparecían otros amigos, Cuco Cerecedo, Juan Diego, el desaparecido Juan Garrigues, Charo López.
Hay un rostro en una pared. Un pequeño óleo, un retrato bellísimo, cargado de verdes, azules, ocres, de todo ese colorido inquietante de los expresionistas alemanes de entreguerras. El autor tenía entonces 16 años: Aute).
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La música fue lo último. Quería dirigir, hacer cine, seguía pintando pero quería dirigir cine y para eso entonces tenías que tener el carnet del Sindicato del Espectáculo, en época de Franco. Estoy hablando del 59. Y para entrar en la Escuela de Cine, en el entonces IIEC, Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, te exigían el Preu y no entré porque lo repetí dos veces, entonces no entré. No pude. Suspendí Preu y me fui del colegio a una academia en la Puerta del Sol. No entro en la Escuela de Cine. Había otros sistemas para que te dieran el título, porque sin título de Director no se podía dirigir; podías serlo en la Escuela, haciendo cortometrajes, creo que eran tres o cuatro cortometrajes los precisos, o hacer el meritoriaje; larguísimo, te podías pasar diez años hasta cumplir con todo el expediente. Era tan difícil que hice un corto, más que nada para tener los tres o cuatro cortos, yo ya tenía 19 años, era ya plena época de rock and roll, de los Beatles, cuando me atrapa Bob Dylan… Yo ya tocaba la guitarra un poco. Aunque no estudié música, leo más o menos una partitura y empiezo con la guitarra más o menos con 18 años.
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(Esa peculiaridad cosmopolita de Eduardo, que nadie de su generación poseía y que le venía dada de su experiencia familiar, de una situación acomodada, el dominio de los idiomas, la pintura, la participación de un pintor adolescente en exposiciones colectivas internacionales a las que envía sus cuadros, París, Sao Paulo, Nueva York… Y la mili en Lérida, curiosamente en un itinerario que se cruza con el de este conversador. Y París. Aquella novia francesa… El Aute que va a París en los primeros 60 no tiene contacto con el exilio español que comenzaba a bullir de otra manera ya en la capital francesa. Sólo le interesa Truffaut, la nouvelle vague, las exposiciones de pintura. Y las primeras discotecas en Europa, un fenómeno que aún no había llegado a España. Y el asesinato de Kennedy, del que se entera en un vuelo a Londres, donde acude para entablar relación con una galería de la City, con la que conecta a través de un sobrino de John Ford. Demasiado. Y aquella legendaria Cleopatra de Mankiewicz, y Liz Taylor…).
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Llego a Cleopatra a través de José Luis de la Serna, primo de mi madre, que era el director de casting con el productor Samuel Bronston, como sabía que hablaba inglés, francés y español, y el trozo que se rodó en España duró un mes y pico en Almería, pues trabajé allí. Todas las batallas de Cleopatra se rodaron en Almería… Me pagaban 3.500 pesetas por semana, bastante dinero entonces. Era una coproducción hispano-franco-americana, por eso me tenían a mí de intérprete, les traducía del inglés al francés y del francés al español. Con el dinero que cobré en esa película me fui a París y estuve allí varios meses.
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(Madrid, primeros 60. Llega el jazz para algunos pocos privilegiados. Desde tiempo atrás TVE, los domingos, a una hora insólita, la mañana, ofrece un extraño programa de un tal Pepe Palau, “Estudio en Negro”. Y allí aparece un extraño organista de color y con perilla, Lou Bennett. En él aparecen también extraños señores muy cinematográficos interpretando una música venenosa, caótica e incomprensible, y en Madrid algunos escasos y privilegiados pioneros ya la escuchan en directo. Primero en un pequeño antro, Whisky Jazz, después en Bourbon Street. Llegan los cántabros, Alberto Burbon y, sobre todo, los hermanos Calderón, Juan Carlos sobre todo, un pianista autodidacta que se inicia en el jazz antes de conseguir grandes éxitos en todo el mundo como compositor de música pop, especialmente con Mocedades. Y su hermano mayor, pintor con ciertas semejanzas con el joven Aute, que se autorretrata en un ataúd ataviado de vampiro muerto. Aute comienza a componer canciones y graba un primer single, “Don Ramón y Made in Spain”, con un cierto éxito inicial. Y llega “Rosas en el mar”, que graba Massiel, a quien Eduardo conoce en los ambientes de gente joven en los que se mueve. Y más tarde, Juan Carlos Calderón convence a Eduardo para que grabe él con su propia voz el “Aleluya”).
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Tras componer “Aleluya”, salen juntas la versión mía y la de Massiel. Es un éxito internacional arrollador. Se graba en todas las lenguas, arrasa en Estados Unidos. “Aleluya” arrasa en todo el mundo. Entonces me encuentro que estoy en mi estudio pintando, grabo un disquito y me llega un aluvión de entrevistas, de prensa de todo el mundo, fue algo salvaje. Se hacían hasta letras pornográficas del “Aleluya” que repartían en las salidas de las iglesias (“yo te la chupo, tú me la mamas, Aleluya”). Yo no pensaba ni ser cantante ni esperaba ese éxito; de repente me vi abrumado, metido en un tinglado enorme, en un gran lío y sin hacer nada.
Dinero sí, pero no había una correspondencia entre el éxito y el dinero. De las primeras canciones, como derechos de autor cobraba el 40 por ciento y era el autor completo de música y letra, en aquella época las editoriales se llevaban el 50 por ciento de la canción, más un 10 por ciento que se llevaba el que figuraba como músico de la canción, porque yo no podía firmar. Los que no sabíamos música no podíamos registrarnos como autores en la Sociedad de Autores. Los que no sabíamos escribir partituras, había un músico que las firmaba y se llevaba un 10 por ciento; eran los llamados “silbadores”.
Y en cuanto a conciertos, mi primer disco está grabado en el 66 y no salgo a cantar en público hasta el 78: me aterraba. Vuelvo a la pintura, empiezo a interesarme por movimientos opositores al Régimen, sigo escribiendo canciones pero por el puro placer de hacerlo, sin intención de grabar. Luego llegaría a grabar, hasta hoy, 22 ó 23 discos inéditos, de canciones nuevas, sin contar colecciones y demás.
Necesitaba pintar y hacer cosas para sobrevivir porque no ganaba dinero. Cobré unos derechos de autor muy fuertes de “Aleluya” pero eso me lo gasté, y fue cuando empecé a rodar los primeros cortometrajes, estamos hablando del año 68, 69, hice bastantes exposiciones, en la Galería Internacional de Arte, en otra que había por Cuatro Caminos; en fin, hice muchas exposiciones. También hacía carteles para el cine California, era el primer cine o de los primeros de Arte y Ensayo que había en Madrid, los cartelones de la calle los hacíamos Iván Zulueta y yo, Iván hacía las películas más pops y yo hacía los ciclos más intensos, todo esto en la calle, pintados con escalera. Ahí nos conocimos Iván Zulueta y yo.
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(El venenoso encanto de lo camp, de la nostalgia, de los viejos recuerdos, las evocaciones de aquellos años donde todo era tan denso, intenso, comprometido. No hablamos sin embargo de drogas, algo inevitable aquellos años en que los Beatles, como tantos otros, describen en su “Strawberry fields”, todo un trip psicotrópico y lisérgico trasladado al microsurco por los de Liverpool).
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En esa época conozco a José Caballero Bonald a través de Massiel, que había grabado a Brecht. Me había retirado de la música en el 67, como digo. Viene por casa, escucha las canciones. Pepe Caballero trabajaba entonces en Ariola, era el responsable de todo el catálogo musical de flamenco, lo hacía él y me dice que tengo que grabar esas canciones, me dice que tengo que hablar con el director y me hacen una oferta muy bonita que consiste solamente en grabar pero sin hacer promoción, ni cantar en público ni dar conciertos, simplemente grabar y luego a mi estudio a pintar. Eso figura en el contrato. De ahí sale el primer disco de la nueva etapa, que es en el 73.
Hubo un primer poema que escribí en una revista de poesía, que fue el número uno, en Granada, que hago un dibujito de una señora pariendo un crisantemo y la censura el Ministerio de Fraga, la censura se carga la revista, que se llamaba Poesía 70. Carlos Cano aparece también en la revista, aunque yo ya lo conocía porque había grabado discos ya, pero a Joaquín Sabina, que también publicó versos en la revista, lo conocí entonces. Algunos de aquellos poemas, no todos, luego estarían en mi primer libro, Matemática del espejo.
(Actividad incesante la de Eduardo, un próximo libro sobre su película a punto de salir, un nuevo disco a punto de grabar, sigue pintando y aún tiene tiempo para departir con sus amigos, comer o cenar con ellos, recibirlos en su casa llena de oquedades y recovecos, de escaleras cinéticas como esos viejos e imposibles grabados babilónicos de Maurits Cornelius Escher. Y también cine, no podía faltar. Ha sido invitado para acudir como miembro del Jurado al Festival de Cine de La Habana. Y obviamente ha aceptado. Prefiero a Castro antes que a Bush, asegura, y conecta de nuevo con toda la religión del antiamericanismo adorable y naïf de los viejos tiempos: éste es mi Eduardo).
Revista LEER, número 138, Diciembre 2002/ Enero 2003