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Casanova: «mi vida fue una aventura continua»

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Se cum­plen ahora dos siglos y medio de la lle­gada a España del caba­llero vene­ciano Gia­como Giro­lamo Casa­nova. Aquí pasó el año 1768. Vuelve otra vez y por eso nos encon­tra­mos en Madrid, donde enton­ces vivió casi siem­pre. Me lleva a com­prar lote­ría por la calle de Alcalá, junto a su domicilio.

–Viví aquí, cuando esto fue el ensan­che madri­leño creado por el Conde de Aranda. Yo tenía una sir­vienta viz­caína, como enton­ces era exten­dida cos­tum­bre. ¡Exce­lente coci­nera! Y siem­pre com­pro lote­ría, pues cuando mi pri­mera estan­cia en París me encar­gué de su recau­da­ción para la Escuela Mili­tar. Tam­bién esta­blecí luego una fábrica de estam­pa­dos, pero mi gene­ro­si­dad y rumbo pro­vo­ca­ron líos con alguna letra de cam­bio y tuve que salir deprisa.

Viajó mucho.

Muchí­simo para una época sin tre­nes ni auto­mó­vi­les: Vene­cia, Padua, Corfú, Cons­tan­ti­no­pla, Milán, Man­tua, Lyon, París, Holanda, Ale­ma­nia, Suiza, Saboya, Pro­venza, Roma, Lon­dres, Riga, San Peters­burgo, Var­so­via, Bres­lau, Dresde, Leip­zig, Viena, Madrid, Zara­goza, Valen­cia, Bar­ce­lona, Per­pi­ñán, Aix-en-Provence, Turín, Lugano, Flo­ren­cia, Udine, Aquis­grán, Magun­cia, Frank­furt, Praga y Dux, con alguna repe­ti­ción que omito y para­das inter­me­dias. Se me llamó aven­tu­rero. Y con razón: mi vida fue una aven­tura continua.

¿Y a qué vino a España?

De hecho iba de paso a Lis­boa, donde una de mis anti­guas aman­tes me bus­caba aco­modo. Pero no salió y me quedé en Madrid, hasta que tam­bién tuve que irme.

¿Anti­guas aman­tes? ¿Tuvo muchas?

Algu­nos bió­gra­fos echa­ron cuen­tas siguiendo el libro de memo­rias His­to­ire de ma vie (que empieza en 1735 y sólo llega a 1774, pues yo nací en 1725 y fallecí en 1798). El cómputo es de ciento vein­ti­dós. En cifras, 122.

¡Qué bar­ba­ri­dad!

No tanta si la com­pa­ras con tus zorri­lles­cos com­pa­trio­tas don Luis Mejía y don Juan Teno­rio, por­que en un solo año el impor­tante gua­rismo de ellos alcan­zaba a cin­cuenta y seis en uno y a setenta y dos en el otro. En cifras 56 y 72. Yo fui muy dis­tinto a ellos.

Cuan­ti­ta­ti­va­mente, sí: tres por año.

Y tam­bién en lo demás. Aun­que me lla­man liber­tino, sólo lo sería como liber­tin d’esprit, que diría Bayle, el filó­sofo del Dic­tion­naire cri­ti­que. Pero fui sobre todo un ama­dor, un enamo­rado cons­tante. Y no un per­se­gui­dor de la esta­dís­tica, como lo fue­ron Teno­rio y Mejía, que eran lo que hoy lla­ma­ríais plus­mar­quis­tas o record­men… Yo no. Yo que­ría a mis aman­tes y las res­pe­taba… Como hom­bre del siglo XVIII fui devoto de la razón, pero fui más víc­tima gozosa de mis sen­ti­dos. A lo largo de mi larga vida, y mien­tras pude, jamás tuve una ocu­pa­ción mejor que el cul­tivo de mis pla­ce­res sen­sua­les, aun­que tam­bién estu­dié mucho… Amé mucho y mucho tam­bién fui amado. Y nunca las muje­res fue­ron para mí un sim­ple objeto. Las quise siem­pre. Y cuando los con­ti­nuos aza­res de mi agi­tada vida me obli­ga­ban a dejar­las, no por eso las olvidé. Nadie puede apli­carme aquel verso terri­ble del Don Juan Teno­rio, eso de y una hora para olvi­dar­las. No. Siem­pre las recordé y las quise. Eso se ve en mis Memo­rias. Sin mis recuer­dos y sin mi memo­ria no sería yo.

¿Qué fue usted ade­más de aven­tu­rero y amante?

Muchas cosas. Hasta clé­rigo, pues recibí ton­sura y estuve en un semi­na­rio, de donde me expul­sa­ron. Luego fui mili­tar y violinista.

¿Vio­li­nista?

Sí, en Vene­cia, en el tea­tro de San Samuele. Pero poco tiempo, por­que me dedi­qué a la magia. Y por eso tuve que huir al ser acu­sado de caba­lista. Entré en la maso­ne­ría en Lyon; tra­bajé como abo­gado y otra vez acu­sado fui a pri­sión en los famo­sos Piombi de Vene­cia. Con­se­guí fugarme, y en París viví una buena racha, que ya conté, y tuve que salir una vez más. En Suiza conocí a Vol­taire, que no me gustó. Y luego en Roma un papa vene­ciano me hizo caba­llero al con­ce­derme la Cruz de la Espuela de Oro. Seguí errante y otra vez hube de huir tras un duelo. Me refu­gié en Lon­dres y me echa­ron. En Rusia traté a la empe­ra­triz Cata­lina II, y en Var­so­via al rey de Polo­nia, y de nuevo, ¿cuán­tas ya?, expul­sado tras otro duelo. Y voy a Viena, y me echan por tram­poso en el juego. Y vuelvo a París y el rey me expulsa tam­bién. Y vengo a España, donde por dos veces estuve en prisión…

¿Aquí tam­bién?

En Madrid en la cár­cel del Buen Retiro, de donde me sacó el Conde de Aranda; y en Bar­ce­lona, en la Ciu­da­dela, donde me metió el cor­nudo pro­tec­tor de una fugaz amante ita­liana, que casi me obligó a serlo pues era mal­vada. Su pro­tec­tor era capi­tán general.

¿Eran hos­pi­ta­la­rias nues­tras cárceles?

La de Madrid infame, con pio­jos en los esca­sos jer­go­nes y con ori­nes anegando el suelo. La de Bar­ce­lona menos mala: hasta pude dedi­carme a resol­ver pro­ble­mas geo­mé­tri­cos y a dise­ños de arqui­tec­tura, algo com­ple­ta­mente impo­si­ble en la cár­cel madri­leña, donde no cabía­mos de tan­tos como está­ba­mos. Aparte los pio­jos, las chin­ches y las pul­gas, tan abun­dan­tes en España que los espa­ño­les mira­ban a estas divi­nas cria­tu­ras como fami­lia­res, como si fue­ran parte de su prójimo.

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¿Cono­cía al Conde de Aranda?

Traje una carta de reco­men­da­ción para él de una prin­cesa,  sue­gra del conde Jan Poto­cki, tam­bién masón y autor de El manus­crito encon­trado en Zara­goza. Aranda era pre­si­dente del Con­sejo de Cas­ti­lla, un hom­bre muy pode­roso, de gran inte­li­gen­cia e intre­pi­dez; y gran epi­cú­reo, que sal­vaba las apa­rien­cias y hacía en su casa todo lo que en la calle tenía que prohi­bir a los demás. Es, con mucho, el polí­tico que más apa­rece en mis recuer­dos de España… ¡Y qué gran cosa fue la expul­sión de los jesuitas!

¿No le gusta el clero?

España estaba domi­nada por la supers­ti­ción cle­ri­cal. Y el poder del clero era inmenso, tanto como su hipo­cre­sía y su doblez. Cuando tuve que salir de Madrid y estuve en Zara­goza, supe de don Ramón de Pig­na­te­lli, santo varón, canó­nigo e indus­trioso inge­niero que acabó el Canal de Ara­gón, y a la vez tan rijoso y tan pío que por la mañana metía en pri­sión a la alcahueta que la tarde ante­rior le había pro­por­cio­nado con­cu­bina para la noche… ¡Los con­fe­so­res tenían un poder inmenso! Y no diga­mos ya la Santa Inqui­si­ción, tan jus­ta­mente temida y peli­grosa. Todo fun­dado en el fana­tismo reli­gioso, como el de aque­lla casada que por pro­mesa ves­tía hábito y no se atre­vía a qui­tár­selo ni cuando come­tía adul­te­rio, lo cual hacía con cierta fre­cuen­cia… ¡Cuánto tuve que lidiar yo con doña Igna­cia, mi mara­vi­llosa amante espa­ñola, para que no hiciera caso a su terri­ble y cas­trante con­fe­sor! Esa supers­ti­ción, junto al esté­ril y nocivo orgu­llo de la hidal­guía, son los cán­ce­res que corroían a los espa­ño­les… ¡Ah!, y el odio al extran­jero, del que no se libró el sici­liano minis­tro Esqui­la­che, a pesar de su ilus­trada polí­tica, o pre­ci­sa­mente por ello.

¿A que otros polí­ti­cos conoció?

Me impre­sio­na­ron mucho Cam­po­ma­nes y Ola­vide, dos ilus­tra­dos que tanto lucha­ban y con tanto riesgo con­tra los pre­jui­cios reli­gio­sos. El limeño Ola­vide me iba a encar­gar del pobla­miento de Sie­rra Morena, pero no pudo ser mis no raros pro­ble­mas con la jus­ti­cia, tan injusta.

¿Por qué se que­jaba antes del orgu­llo hidalgo?

Es  un orgu­llo nocivo para el pro­greso y ridículo en su comportamiento.

¿Ridículo ade­más de prejudicial?

¡Y tanto! El padre de mi enamo­rada Igna­cia era zapa­tero, pero hidalgo. Vivía en la calle Desen­gaño –¡vaya nom­bre­cito!– y fui allí a soli­ci­tar su per­miso para lle­var a la hija al baile. Para con­gra­ciarme con él, le pedí que me tomara medida para hacerme unos zapa­tos. Y me con­testó así: “No puedo hacerlo, por­que soy hidalgo y me reba­ja­ría si tocara los pies de alguien. Por eso soy zapa­tero de viejo, zapa­tero remen­dón. Así, al no tocar pies, no menos­cabo a mi nobleza ni ofendo a mi hidalgo nacimiento”.

¿A qué baile llevó a su hija Ignacia?

Al tea­tro de los Caños del Peral. Donde des­pués de la gue­rra con­tra Napo­león, se reunie­ron las Cor­tes al venir de Cádiz… El gran Aranda había dado auto­ri­za­ción para bai­lar el fan­dango, un baile sen­sual como nin­guno, que me apa­sionó al verlo, por lo cual tomé lec­cio­nes y logré eje­cu­tarlo con maes­tría… Era el baile más popu­lar de todos. Y tan sen­sual que años des­pués fue apos­tro­fado por Jove­lla­nos (con él con­ver­saste en el libro Autén­ti­cas entre­vis­tas fal­sas). En la Memo­ria para el arre­glo de la poli­cía de espec­tácu­los y diver­sio­nes públi­cas, que Jove­lla­nos hizo por encargo de la Real Aca­de­mia de la His­to­ria y del Supremo Con­sejo de Cas­ti­lla, escribe: “¿Qué otra cosa nues­tros bai­les que una mise­ra­ble imi­ta­ción de las libres e inde­cen­tes dan­zas de la ínfima plebe?”.

¿Escri­bió usted más libros ade­más de esos recuerdos?

Mucho. Dos doce­nas o más. En el siglo de la Enci­clo­pe­dia yo fui un enci­clo­pe­dista por mis exten­sos y varia­dos sabe­res, algu­nos poco orto­do­xos como los de ocul­tismo y Cábala y estu­dios mate­má­ti­cos, obras de tea­tro, polé­mi­cas polí­ti­cas, una con­tra Robes­pie­rre, tra­duc­cio­nes como una Ilíada en octa­vas reales ita­lia­nas, o libros auto­bio­grá­fi­cos como His­to­ire de mafuite des pri­sons de la Répu­bli­que de Venise qu’on appe­lle les Plombs, ensa­yos, etc… Y, ade­más, fui pla­giado en España.

¿Cómo?

Tu admi­rado Valle-Inclán, al que entre­vis­taste aquí en LEER hace poco, fusiló en su Sonata de Pri­ma­vera el epi­so­dio del capu­chino, la hechi­cera y el caba­llero que conté en mis Memo­rias. Me dicen que ahora publi­ca­das otra vez en España, como His­to­ria de mi vida, en edi­ción de tu amigo Mauro Armiño, que como suya será extraordinaria.

En el libro de su vida falta casi un cuarto de siglo.

Estuve a punto de que­mar el manus­crito mucho antes de dejarlo de escri­bir… Ya me veía viejo. Incluso cuando viví en España hablo de mi edad –y tenía poco más de cua­renta años– y digo encon­trarme ya en esa edad a la que de ordi­na­rio des­pre­cia la for­tuna. Y vuelvo a escri­birlo más tarde: entraba en la edad a la que la for­tuna menos­pre­cia. Y eso a pesar de que estaba yo muy bien. Fui muy alto, muy fuerte y muy valiente, rico a veces y sin dinero otras, y al final estuve a punto de meterme a fraile, pero el her­mano masón Walds­tein me aco­gió en su cas­ti­llo de Bohe­mia y allí fui a morir.

VÍCTOR MÁRQUEZ REVIRIEGO

 

Una ver­sión de este artículo apa­rece en el número Extra Diciem­bre 2017-Enero 2018, 288, de la Revista LEER.

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