Del otoño de la Edad Media española sobreviven tres grandes monumentos de literatura funeral: la Danza general de la Muerte, el planto de Pleberio en La Celestina y, sobre todo, las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Han pasado los siglos, y el valor de las Coplas permanece inalterable, a salvo de modas y contingencias, redivivas entre nuestros contemporáneos, desde Antonio Machado a José Hierro, Antonio Colinas o Amancio Prada, que no hace mucho las musicó felizmente. Javier Gomá vuelve a ponerlas de actualidad en su último libro, La imagen de tu vida, donde ha reunido varios ensayos y un monólogo, Inconsolable, que, publicado con anterioridad en las páginas de El Mundo, se representa en el Centro Dramático Nacional (CDN). Es esta la primera tentativa dramática del autor, empeñado en restituir a la filosofía al lugar de donde quizá nunca debió salir: la poesía, la literatura y, ¿por qué no?, el teatro.
Sin los complejos de tantos otros colegas suyos, Gomá no ha llorado nunca por la ausencia entre nosotros de una filosofía pura, es decir, pretendidamente científica, lo cual no quiere decir que no exista en España una tradición filosófica solo que al hispánico modo. Un modo que ha sido esencialmente literario, de suerte que el pensamiento ha ido siempre acompañado por la belleza de la imaginación y la palabra, lo que no está nada mal, pues eso le ha dado un plus de divulgación que no han tenido los grandes tratados filosóficos, accesibles solo a las minorías: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir”, “la vida es sueño”, “el mundo es un teatro”, “todo pasa y nada queda”… Un completo repertorio de ideas y sentencias podría extraerse de nuestros clásicos: Santa Teresa, Quevedo, Gracián, Calderón, Cervantes… Gracias a ellos y otros escritores posteriores levantó José Luis Abellán su colosal Historia crítica del pensamiento español.
La filosofía a escena
Ahora da Gomá un paso adelante en su carrera, y tienta el género dramático, propicio desde los griegos a la meditación grave y no por ello incompatible con el atractivo de una historia sugerente. Fiel seguidor de la vida teatral, en alguna ocasión ha planteado la posibilidad de una “filosofía en escena”, acaso animado por el éxito de algunas piezas recientes, como las de Jean-Claude Brisville en Francia –La cena, Encuentro entre Descartes y el joven Pascal– o las de Juan Mayorga, entre nosotros, abundosas en referencias a los grandes pensadores: Kant, Kierkegaard, Benjamin, Arendt… Al fin y al cabo, como ya advirtiera Ortega al hiperactivo novelista que fue Baroja, el pensamiento no es sino una forma radical de acción, y, por lo que al teatro se refiere, solo necesita de talento para materializarse en conflicto y suscitar el interés del público.
Para ello Gomá se vale de la fórmula cervantina, que –según él– consiste en la feliz combinación de tres ingredientes básicos. En primer lugar, la cortesía, frente a la que él llama “literatura maleducada” de nuestros días, con su obscena tendencia al confesionalismo egotista tan característico de las memorias y autobiografías al uso. En segundo lugar, el humor o el ingenio –como más precisamente diría Cervantes–, cuya presencia es el antídoto mejor contra el aburrimiento y la pedantería. Y, en tercer lugar, el idealismo, que obviamente choca con las tendencias nihilistas y escépticas tan presentes hoy en la mirada posmoderna del mundo. Tales serían las claves no solo de una literatura ejemplar como la de Cervantes sino también de la vida humana en su más honda plenitud.
Sentido moral
La ejemplaridad, eje en torno al cual gira toda la producción ensayística de Gomá, es también el núcleo de este Inconsolable, surgido a raíz de la muerte del padre y en la edad crítica en que el autor alcanza el mezzo del cammin. La literatura de todas las épocas está llena de acercamientos a este asunto fascinante que Freud considerara el acontecimiento más importante en la vida de la persona. Pero los enfoques son, claro, muy variados y hasta contrarios. Frente al apologético (véase la bella colección de Tu sangre en mis venas. Poemas al padre en la poesía hispánica moderna, reunida recientemente por Enrique García-Máiquez, Renacimiento, 2017), está también el reprobatorio que quizá tenga en la Carta al padre, de Kafka, su más célebre ascendiente contemporáneo.
No hay más que fijarse en la cubierta de La imagen de tu vida, con una fotografía que se proyecta en la misma representación del monólogo –el padre abrazando al hijo–, para saber por cuál de las dos posturas toma partido Gomá. Y es aquí donde de nuevo se yergue Manrique como paradigma de esa ejemplaridad en la vida y en la obra, al escribir “las Coplas que han mantenido vivos en los siglos siguientes, no ya su nombre, sino la entera imagen de su vida, fijada en una secuencia de estrofas tan bellas como exactas”, afirma Gomá en uno de los ensayos preliminares. Y, por supuesto, en el monólogo, en el que su voz es más necesaria aún para poner el sobrecogedor punto final: “Y aunque la vida murió, / nos dejó harto consuelo / su memoria”.
Un monólogo dialógico
El peligro de un monólogo –género dignísimo pero harto banalizado en nuestros días– es caer en lo monológico, valga la paradoja. Me refiero a la acepción que del término da Bajtín, es decir, toda palabra que aboca al sermón o a la prédica y que, en consecuencia, incumple las reglas de lo dramático, que ha de ser ante todo lucha, tensión… Por ello, el monólogo debe ser esencialmente dialógico –confrontación con el otro, asunción de voces y mundos dispares– para llegar a ser, más que exposición de certezas, planteo de incertidumbres, aunque el autor, cuya identificación con el personaje es casi absoluta, no oculte sus ideas, en verdad poco complacientes con el sistema: “La crítica de convenciones sociales y la actual liberación de costumbres han vaciado de contenido buena parte de los grandes conflictos morales de nuestra tradición artística”. En otras ocasiones, el humor sobre sí mismo es un buen instrumento para rebajar la tensión: así, por ejemplo, el protagonista se pregunta si no habrá caído en el mismo vicio que criticaba al comienzo de su soliloquio, esto es, en esa literatura maleducada, tan propicia al desahogo de todas las miserias, pero se contesta con ironía: “Presenté un ideal literario, nunca dije que yo lo encarnase”.
Con toda seguridad, el actor Fernando Cayo, dirigido por Ernesto Caballero, sabrá exprimir estos matices y algunos más al monólogo de Javier Gomá, que ha de ser sobre las tablas del María Guerrero toda una fiesta del pensamiento en escena, un ejercicio literario de gran calado en torno a “la muerte como lugar de la verdad”.
JAVIER HUERTA CALVO
Entrevista / Ernesto Caballero
Un personaje “arrojado”
Borja Martínez
El premio Valle-Inclán por su Laberinto mágico ha coincidido con la renovación por tres años más de Ernesto Caballero al frente del Centro Dramático Nacional, que cierra etapa o abre la próxima con Inconsolable, la última obra de la temporada (del 28 de junio al 23 de julio) en el María Guerrero. “Lo leí y me conmocionó, entre otras cosas por su potencialidad teatral. Y aunque ya habíamos anunciado la temporada teníamos un hueco y lo programamos. De cara a mi nueva etapa en el CDN quiero introducir ese elemento de pensamiento en escena, para lo que el monólogo de Gomá me pareció un buen prólogo”.
Estamos ante el lamento funeral por un padre, señor notario, cabeza de familia numerosa y poco menos que perfecta, con una sola sombra en su pasado que el espectador espera que será explicitada y reprochada en algún momento; pero termina predominando una “piedad filial” de inspiración romana hacia un señor que casualmente recordaba a “un antiguo patricio”.
Una de las cosas que más me atrajo del texto es que logra trascender la circunstancia personal de la muerte del padre y no incurrir, que hubiese sido lo fácil, en una suerte de catarsis individual. Vemos a alguien con el afán de encontrar una explicación a lo inexplicable, que comparte el pasmo de la muerte con el público o el lector de una manera honesta, lúcida, muy autoirónica, en ese sentido muy cervantina, pero con cierta objetividad muy de agradecer.
Hay en el texto una suerte de mensaje ‘de orden’ respecto a la vida en general y la resolución de la muerte del padre en particular. En lugar de acogerse al tópico de ‘matar al padre’, el personaje opta por “matar a la muerte” como forma de seguir adelante. Y hay una frase, “hay que adaptarse”, que el padre dijo al hijo, que ha articulado su vida y que vuelve ahora para dar sentido al trance.
Es lo que precisamente yo he querido trabajar con el actor, ese eslabón. Hay un momento apolíneo, de voluntad de establecer un orden racional y de combatir. Pero de pronto el personaje se encuentra arrojado, utilizando la metáfora calderoniana. Es un Segismundo: “Sólo quisiera saber para apurar mis desvelos…”. Ese querer saber, en Calderón, y en Segismundo de manera clarísima, está llevado al cuerpo. Se produce una desestructuración casi física, y eso es lo que quiero trabajar. En su búsqueda por explicarse lo inexplicable, el personaje está expuesto a un itinerario vertiginoso, una suerte de sumidero que puede llevar a momentos de ruptura de lo convencional. Verse arrojado a un lugar de incertidumbre que no acepta: es para mí el motor del personaje.
Pero al final llega el reposo. La satisfacción viene dada en un momento dado por una suerte de revelación ecuménica, no una aparición, sino un sueño, propicia a cualquier sensibilidad.
Eso también es muy interesante, al final llega ese momento de una deliberada ambigüedad, que no indeterminación. Pasa algo, y la gracia, no sé si divina, de repente aquieta el ánimo del personaje. Una especie de deus ex machina de dudosa procedencia. Yo mantengo esa ambigüedad en la puesta en escena, que creo que es muy productiva.
Una versión de este reportaje aparece publicada originalmente en el número de junio de 2017, 283, de la edición impresa de la Revista LEER.