‘El jardín de la memoria’ (Galaxia Gutenberg) de Lea Vélez, un título señalado de nuestro número de abril, se encuentra entre las cinco novelas finalistas del Premio Troa Libros con valores. Será el próximo jueves 7 de mayo cuando se proclame el nombre de la obra ganadora.
Existe una literatura disidente en respuesta a la pérdida familiar. De golpe seco, sobria pero fecunda. Atenta al detalle con una sensorialidad epifánica, se desmarca del eufemismo, la grandilocuencia y la lacra de la autoayuda. Hoy la hacen suya varias publicaciones en español, de distinto sello pero hermanadas en genuina crónica íntima, tan conmovedora como dignificante. Entre ellas se encuentra El jardín de la memoria de Lea Vélez, como argumentamos en el reportaje “En pie frente a la muerte”, publicado en el pasado número de LEER.
Esta semana, la obra concurre como finalista a la convocatoria que realiza, un año más, la Fundación Troa para la concesión del Premio Troa Libros con Valores. Se trata de un galardón que distingue la creación de un autor español “destacada por su calidad narrativa y los valores presentes en sus páginas, con objeto de fomentar las buenas publicaciones que, por la categoría humana de sus protagonistas o por la dignidad y belleza de sus argumentos, contribuyen a al fomento de una sociedad cada vez más honrada y justa”.
Merecido finalista, del libro de Vélez apreciamos el gran mérito de un largo recorrido, privilegio muy infrecuente teniendo en cuenta la velocidad del paso de los títulos por las mesas de novedades y la tiranía imperante de la vertiginosa actualidad editorial en España. Curiosamente, este momento de suma de reconocimientos para ella coincide con la recuperación de El año del pensamiento mágico por parte de Literatura Random House, un bestseller (National Book Award, 2005) de la igualmente periodista y viuda Joan Didion. Pero la primera diferencia fundamental entre ambas, Lea y Joan, es de base, claro, porque el libro de la primera no es “literatura de duelo” sino, en rigor, “de acompañamiento” (beligerante por activo y creativo) al ser querido en la etapa final de la existencia. Es decir, aun más inclasificable.
“Ahora estás hecho de un aire que empuja con constancia mi columpio. Subo y bajo, y veo más allá de los campos y de los tejados, entendiendo cómo hay que vivir. Tres años después de aquel otoño extraordinario, me siento plena, sabiendo que ganamos y que había que contarlo. Para demostrar lo que digo, aquí está nuestra historia”. Son palabras concluyentes de Vélez a su esposo fallecido por cáncer, George Collinson, desde el recuerdo de la “última aventura” que compartieron con vistas a la publicación, investigando, leyendo viejas cartas relacionadas con el pasado familiar (un duelo incompleto y traumático, el de Stephen Collinson, hermano pequeño de George), filosofando… Queda recogido en este libro «que tiene un punto de partida bastante filosófico desde una perspectiva muy personal de la vivencia y la observación”, aclara la escritora a LEER. A su juicio, “lo habitual cuando buscas bibliografía sobre estos temas viene siendo encontrar sólo clichés” que, lamentablemente, ya “no resultan chocantes porque la sociedad ha incorporado sus imágenes como verdaderas”. Sin embargo, la realidad de la tragedia personal es muy distinta. Y pocos, muy pocos saben o se atreven a intentar expresarla fielmente.
Se reconoce la autora en El corazón es un cazador solitario (Seix Barral) de Carson McCullers, concretamente en el monólogo interior de un personaje que acaba de enviudar. También en la novela corta El nadador en el mar secreto (Navona) de William Kotzwinkle. A la quinta página, le llegaba la revelación con ese “tono único” que hace al lector consciente del milagro: “no me van a contar la muerte de una persona sino mi propia vida”. Es posible porque el ejercicio intelectual también funciona, previamente, al otro lado del espejo.
Vélez considera que su esposo, al que enseñó a morir, le hizo a ella aprender a vivir: “Al final, lo que importa es hacer obras de arte con los pequeños momentos”. Para ello, la narradora Lea radicalizó una distancia emocional frente a los hechos reales a través del desdoblamiento, tal vez terapéutico, que permite el folio en blanco. Son evidentes los rasgos estilísticos derivados de verse a sí misma desde fuera, como alguien ajeno que está contando el drama que le sucede a otra mujer. Aquello acabó convirtiéndose en un recurso técnico para deshacerse de “los corsés estilísticos”. De repente, “una situación dramática se convertía en la más artística e inspirada” que pudiera imaginarse, a sabiendas de que sería pasajera.
“No sé qué química le ocurre al cerebro en estos momentos al límite pero mientras escribía tenía una capacidad de percepción extraordinaria, casi era capaz de ver físicamente las órbitas de las personas y los objetos, cómo todo está unido por un nexo invisible”, explica la escritora. Añade que, además, “se desarrolla una empatía sentimental y sensorial muy natural”. Apunta hacia una estética nueva, una hipersensibilidad enraizada en lo profundo, porque “acabas viendo belleza donde habitualmente serías incapaz de encontrarla, superando el canon social impuesto”. Llega después otro episodio más, tras la última página. “Al año siguiente de la muerte de George, las serendipias o sincronicidades fueron tan inauditas que no puedo aceptarlas como meras casualidades”, confiesa Vélez. Se manifiesta dispuesta a seguir tirando de esa cuerda en sus próximos proyectos literarios.
Escribieron para dar el mejor testigo a la siguiente generación. Lo hicieron para dejar marchar y dar su final de la historia que acaba siendo un nuevo principio. Son las grandes conclusiones compartidas del reportaje «En pie frente a la muerte» que recoge, entre otros muchos, todas estas declaraciones y apuntes referidos. Que la última carta no se escriba sobre agua ni sobre piedra. Nos rebelamos. Existe la palabra contra la nada, queda demostrado. Más allá, mucho más allá del recuerdo paliativo, llega el reencuentro. Con uno mismo, y también con ellos, los ausentes. Con ella, con la vida, otra vez. Esto sólo lo saben algunos escritores, nos quedó claro. No son más valientes ni más listos pero ostentan una lucidez extrema, sin ambages. Son los verdaderos alzados, al final del camino. También nos cuentan que la búsqueda definitiva, la única que merece la pena, es la del amor. Lo insinúan, lo expresan, lo rememoran, lo rumian una y otra vez. Y lo dejan apuntalado para la posteridad, la nuestra y la de los suyos.
MAICA RIVERA (@maica_rivera)
El reportaje «En pie frente a la muerte» está publicado en el número 261 de LEER. Puede solicitarlo o, mejor aun, suscribirse.