Gato por arte
Tristán Tzara no quería arrastrar a nadie al río de su corriente dadaísta, pero más allá de la estética a marchamartillo de movimientos vanguardistas merecemos una normatividad que nos facilite la distinción entre lo que funciona y lo que no. Lo malo es que en el arte jugamos con (y contra) artimañas como la confianza en los marchantes, brujos de una mercancía cuyo precio no siempre es indicativo de su valor real –¡qué ojo el de Machado!–, creando una espacio más que extenso para los manejos fraudulentos.
En El compromiso del creador. Ética de la estética, Félix Ovejero denuncia cómo la gramática de la obra ha sido suplantada por la preeminencia del artista, figura divinizada desde la época del Romanticismo y el fin de las ataduras morales o prácticas preconizado por Schiller. De ahí al endiosamiento sólo hay un paso, sin que concurra la penalización social que las malas praxis tienen en otras artes menos sociales y humanas, aunque con más coraje intelectual y compromiso con el “esfuerzo hacia la verdad” que decía Camus. Porque en caso contrario solamente nos queda recurrir al argumento de la locura como sinónimo de genialidad, al modo de Leo Castelli, sin que nadie nos garantice que no nos estemos tragando en última instancia una pizza a lo Sinatra.
ALICIA GONZÁLEZ
