Las meigas y el Santo Oficio
A comienzos del siglo XVII Cangas era una de las villas más ricas de la ría de Vigo. En ella vivían burgueses dedicados a la pesca y al comercio, hidalgos dedicados a la política local, algunas de las familias de linaje más antiguo de la región –los Lemos, los Soutomaior y los Montenegro, cantados por Valle-Inclán– y varias autoridades eclesiales –los vigilantes de la Fe– que ejercían su labor en las catedrales de Tui, Santiago y Ourense. En La voz del viento (Algaida), Pemón Bouzas desgrana pormenorizadamente los tipos humanos que celebran en los altares campestres, junto a los cruceiros, las romerías y procesiones y ese ir y venir de fieles que, portando ofrendas, encomiendan su suerte a San Roque y que ha sobrevivido hasta hoy. También era aquella una sociedad hipócrita, pues muchas de aquellas familias tenían derechos de representación sobre las capillas y se llevaban su parte de los diezmos.
Uno de los más laboriosos vecinos era el patrón de pesca Pedro Barba, marido de María Soliño –Soliña–, que daba de comer a varias familias de pescadores. Por aquellos años, el único drama que vivía el pueblo era el naufragio de algún navío, hasta que el Santo Tribunal, ante la prosperidad creciente y el tráfico con empresarios foráneos, terminó por incrementar su celo en la región para impedir –decían– la entrada de las corrientes heréticas a través de las embarcaciones extranjeras: los familiares subían a los barcos ingleses y holandeses a buscar los libros prohibidos. Era aquella una sociedad tan pujante como ignorante.
La voz del viento recrea con un estilo limpio y plástico aquellos primeros tiempos, cuando las meigas eran en la mayoría de los casos de figuras familiares que sabían de plantas que curaban las enfermedades de los vecinos y conocían la manera de componer los huesos de los niños y los marineros. Aunque si se las molestaba, podían echar un mal de ojo sin perder su fama de buenas mujeres y curanderas de la villas gallegas. Toda esta arcadia se vino abajo con las desgracias de un año fatal, el de 1617, y las acciones iniciadas por las autoridades religiosas y civiles a partir de denuncias de vecinos envidiosos, una auténtica caza de brujas fruto de la ortodoxia más intolerante y del temor a una nueva peste, cuya amenaza muchos usaban para mantener el orden. El temor a los autos de fe empezó a formar parte del sobresalto cotidiano de aquellas gentes, que temblaban sólo con la mención del fuego purificador.
Tras sufrir una pesadilla con visiones de brujas copulando con sátiros en la playa durante la noche del solsticio de verano, el protagonista de esta excelente novela despierta sobresaltado en un monasterio gallego, al que ha llegado para retirarse y reflexionar sobre una vida que ha sido testigo de unos acontecimientos que no se han de olvidar. El padre Antón, prior del cenobio, le encarga el cuidado y ordenamiento de la biblioteca y la labor de leer al resto de los hermanos en el refectorio los tesoros bibliográficos, además del trabajo en el huerto y la recogida de leña en el monte. Vicente de Refoxos –ahora el hermano Vicente–, natural de Cangas de Morrazo, fue familiar del Santo Oficio de la Inquisición en el territorio, con sede en Compostela –cargo heredado de su padre y transmitido a su vez a su hijo–, y había tenido acceso a las cartas de María Soliño, que fue juzgada y condenada en 1617, el año de los terribles sucesos que lo atormentan.
Vicente revisa en el monasterio de San Pedro de Rocas, en la alta montaña de Ourense, unos recuerdos que lo acongojan y rememora con vergüenza aquellos hechos de los que fue testigo como familiar del Santo Oficio, de cómo el lascivo bachiller Suárez –comisario de la Inquisición en la comarca de Morrazo– y sus turbios asuntos y arrebatos contra las mujeres del lugar acabaron por torcer las vidas de Soliño y de sus hijas, Carmiña y María. Años después ordena sus recuerdos y distrae las horas recogiendo estos sucesos, en mitad de la vida retirada que comparte con los siete hermanos de la congregación.
La peor de las penitencias de Vicente la constituyen los propios recuerdos que va hilvanando, convertidos cada noche en pesadillas, y la propia narración de la caída en apenas una década de una sociedad que vivió sus años de esplendor, la mejor manera que tiene de expiar su pasado de cobardía y pasividad. Una actitud que permitió que la corrupción acabase con la vida de una mujer que había hecho fortuna honradamente y acusada de brujería, una excusa perfecta para esquilmarla y una supuesta actividad, la de las meigas, que hasta entonces jamás había molestado a nadie. El pulso narrativo y la documentación de este excelente libro le han hecho a Bouzas merecedor del LX Premio Novela Ateneo-Ciudad de Valladolid.
DAVID FELIPE ARRANZ