Trías en el laberinto
Pasado un año de la muerte de Eugenio Trías, la reedición de sus obras sigue poniéndonos ante ese autor de amplia perspectiva, por cuya capacidad especulativa fueran pasando todos los ámbitos del saber: literatura como cine, música como representación escénica, teología como poesía y arte. La filosofía era comprendida por el pensador barcelonés como aquella “segunda navegación” con la cual Platón cierra la reflexión humana sobre sí misma para abrirla a interrogaciones que buscan siempre ir más allá de sus propia fronteras.
El hilo de la verdad, que acaba de ser reeditada por Galaxia Gutenberg, toma problemática de un auto sacramental de Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo. Y del hilo que en él entrega a Teseo Ariadna para poder retornar del laberinto en el cual debe completar su litúrgica tarea: “…el hilo de la Verdad / es tan constante y tan fuerte / que por más que adelgace, / no es posible que se quiebre”.
La intuición básica del ensayo de Trías es ésa: que la filosofía, en su juego de espejos con la verdad, no posee otro soporte que el que las múltiples actividades del espíritu ponen ante la reflexión humana. Y que, en su recorrido de todas ellas, se abre un complejo laberinto, cuya topología es necesario dibujar; y fijar las reglas del escenario que ante nosotros exhiben. “En este texto”, escribe el autor, “el escenario lo constituye el laberinto de Dédalo, con Ariadna, el hilo que entrega a Teseo, el enrevesado jardín, y el centro del mismo ocupado por ese doble deforme de nosotros mismos, con cabeza de toro y cuerpo humano que es el Minotauro, al que se entregaba como tributación caníbal cada año un grupo de doncellas o de jóvenes”.
La bola de cristal del Ciudadano Kane de Orson Welles le servirá de arranque para dar la clave primera de ese laberinto: las acechanzas del tiempo y la memoria, la presencia extraña del pasado en el presente, cuyo enigma explicitara irrevocablemente San Agustín y que Trías recoge bajo la bella versión de los versos de T. S. Eliot: “El tiempo presente y el tiempo pasado / están ambos quizás en el tiempo futuro, / y el tiempo futuro contenido en el pasado”. La invocación de East Cocker, segundo de los cuartetos eliotianos, rige, de algún modo, todo este Laberinto de Trías: In my end is my beginning.
¿Tendrían filosofía y poesía un común espacio? Es lo que pensaban Novalis y los primeros románticos de Jena. Trías hace de esa tesis la trama último de su hilo de buscar la verdad. Ya hable de Eliot –cuyos versos van punteando el análisis propio–, ya esté meditando sobre la cuarta sinfonía de Brahms, que sirve al autor para desplegar ante los ojos del que lee un esbozo completo de la gran filosofía de la música que ocupó lo mejor del tiempo de Trías en sus últimos años. Para enlazar, a capítulo seguido, con una “recreación” de las reflexiones goethianas en torno a las metamorfosis, en la cual toda la gran metáfora del tiempo, tomada como arranque del libro, reaparece y, en cierto modo, se consuma. “Un ser es tanto más poderoso cuanto más capaz es de recrearse o variarse”, concluye.
Quienes acompañaron a Trías en su laberinto reaparecen en esta epítome de su obra que es El hilo de la verdad. Artistas, poetas, músicos, hombres de cine… Además de los ilustres nombres clásicos que pueblan la historia de la filosofía. Hasta llegar a esas fronteras, que fueron la preocupación mayor de su pensamiento maduro. Y que aquí toman cuerpo, sobre todo, en el análisis de una de las obras plásticas más extraordinarias –si no la más– del siglo veinte: Le grand verre de Marcel Duchamp. Frente a él se consuma el estupor lúcido del pensador que descubre cómo “la mejor manera de camuflarse consiste a veces en mostrarse en la más expuesta desnudez”. Como un enigma alquímico.
GABRIEL ALBIAC
Una versión de este artículo ha sido publicada en el número de abril de 2014, 251, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco, en el Quiosco Cultural de ARCE o, mejor aún, suscríbete).