Regreso a Vilaponte
Ramón Pernas lo tiene fácil. Es gallego y los gallegos raras veces se preguntan en qué parte de la realidad se encuentran. Para ellos sólo hay una, hecha de gozos y sombras (que diría otro gallego) y de un paisaje exuberante que se devora a sí mismo o se interna en el mar para resucitar entre sus aguas o perecer contra los arrecifes del mar del norte. La lluvia lo mismo hace crecer el verde que alarga las sombras que se esconden entre los eucaliptos y los loureiros, dotándolos de una fisonomía fantasmal de reyes antiguos.
En un mundo de cuentos y leyendas, mal de ojo y meigas desocupadas, nieblas y recovecos donde abandonar el alma y recuperar el corazón, es fácil perderse en la inexorabilidad de lo inverosímil, en la mentira que hay en lo único que es cierto, en el secreto que ya no lo es, a pesar de que la fantasía nunca deja de ser un reto difícil de resistir.
Yo, que por apellido no debo de andar muy lejos aunque mis raíces sigan buscando el agua de oro que se fugó de la Costa de la Muerte para ir a parar la falda de los Picos de Europa, que he visto llorar a los eucaliptos y al lobo disimular que no me vio, que suelo acercarme más de lo debido a la fantasía desprovista de espejos que atravesar, siempre que hablo de esto con Ramón Pernas (de hecho en una entrevista que saldrá en el próximo número de LEER vuelvo a hacerlo) le pregunto, como si no lo supiera ya, de dónde le viene esa naturalidad para desenvolverse entre las sombras que no proceden de ninguna figura aprehensible, la normalidad de hablar con la muerte de tú a tú, como si fuera una vieja amiga que lo visita y hasta, de vez en cuando, reprende a alguno de sus personajes, conminándole a que sea prudente, pues el mal por el mero hecho de ejercerlo no conduce a nada.
Pernas no me cuenta su secreto porque es un secreto a voces.
Es escritor polifacético, curioso de los pequeños detalles, lector empedernido y respetuoso con aquellos que supieron del secreto antes que él, viajero consciente de que en todos los sitios cuecen habas y los cantos de sirena a veces consiguen que el viaje iniciático no tenga retorno, aunque sea casi imposible no regresar al terreno mítico que se teje en la mirada de una mujer, un paisaje o un simple sueño. En cada uno de sus libros atraviesa un espejo distinto, aunque él se empeñe en decir que se trata del mismo espejo y no dude en referirse con reverencia sincera a cuantos le precedieron en el empeño.
Y en cada nuevo libro trata de acercar más el mundo que va apareciendo entre la maleza del azogue, la silueta de la fantasía presta a ser explorada, al lector y, sin estridencias, comprometerlo con la aventura.
He leído Hotel Paradiso con fervor de amigo; fervor que, pese a las malas lenguas, rara vez te engaña, pues los libros y los espejos aún conservan la potestad de crear raras afinidades que nunca defraudan a pesar de los remilgos propios de la profesión.
Ramón Pernas ha vuelto, sin haberse ido, al espacio mítico de Vilaponte y lo ha hecho con dos noticias que aparecen el mismo día en el periódico local: Zara, la elefanta de un circo que acampa por unos días en Vilaponte aparece muerta y un viejo ingeniero, natural del lugar, se suicida en el asilo cuya construcción, precisamente, él promovió en un acto de generosidad con sus vecinos (y con la previsión de que algún día podría encontrar reposo en él), cuando la juventud, los sueños y la vitalidad que se desprendía de las pasiones latentes matizaba la versión más negra de los presentimientos que ya se anunciaban.
No le falta razón al autor cuando afirma que estas dos noticias paralelas resumen de tal forma la novela que la hacen prescindible; pero sabe que una de las razones de la novela es precisamente esa, su condición de prescindible, y que el ejercicio de la escritura, también por prescindible, sirve para prolongar el rayo de luz que a veces se cuela entre las sombras y, a veces, incluso para ganar premios como el Azorín si hados y ocasión así lo determinan.
Partiendo del fervor, ahora de lector (que no es incompatible con el antedicho fervor de amigo ni lo fue cuando este fervor aún no se había manifestado), tendría que hacer caso al autor y quedarme con esas dos noticias escritas en el espejo y permitir que otros lectores descubran sin injerencias la aventura que les espera si se deciden a abrir el libro; dejar que los especialistas diagnostiquen y los críticos hagan su labor.
No me resisto, sin embargo, a dejar una última pincelada sobre los ecos decimonónicos de una novela que tiene muy anclada sus raíces en un tiempo que corre inexorablemente hacia ese presente que nunca se está quieto y que, por suerte, es rehén de los viajes que contienen otros mundos, libros leídos y paisajes imaginados. El humor es un buen compañero de asiento en ese tren que se dirige a ninguna parte.
Al fin; los homenajes. Preludio de las obsesiones que justifican el relato. Compromiso del autor, gozo del lector; desde el título, al gran Lezama Lima, hasta el mundo del Circo como liberación, didáctica y explicación necesaria.
Que no pare el espectáculo; a pesar de las ausencias y los encuentros frustrados.
AURELIO LOUREIRO