Weil, una revolucionaria responsable
Se acaba de publicar un libro sugestivo, viejo y nuevo a la vez. Más allá de aparentes paradojas, La condición obrera, que apareció en 1951, viene ahora aumentado gracias a Trotta en una edición que contiene textos inéditos para el lector español, como son el Diario de fábrica y unas cartas personales. Se trata de un libro póstumo que apareció ocho años después de morir su autora, Simone Weil (1909–1943). Una mujer interesantísima que haríamos bien en conocer.
Quizá convenga decir que su hermano André, tres años mayor, fue uno de los principales matemáticos del siglo XX. Siendo ya profesora de filosofía en un instituto, se decidió con 25 años de edad a realizar su viejo sueño de hacerse obrera y ser una catedrática de paseo por la clase obrera. Necesitaba ir del mundo de las abstracciones al de los hombres reales. Estuvo como obrera en la Renault durante unos ocho meses, siendo una mujer de frágil salud y padeciendo fuertes migrañas. Lejos de toda frivolidad, esta experiencia la vivió con toda verdad e intensidad, dejándola agotada mentalmente. Resultó una vida muy dura para ella y pudo evidenciar lo distinto que era todo a lo que antes había imaginado. Sintió la imposibilidad de expresar lo esencial de aquella vivencia, pero “estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos y a mis propios ojos con la masa anónima, la desgracia de los otros entró en mi carne y en mi alma”. En primer lugar, palpó un desamparo y un sufrimiento del que, por insensibilidad, ningún obrero hablaba. Una sensación de aplastamiento y humillación que le producía angustia al tomar conciencia y reflexión. Así, comprendió que el único medio de no sufrir en semejante estado de monótona obediencia pasiva era “renunciar por completo a pensar”. Esta convicción le era desesperante, y le señalaba como imposible la tarea de cambiar la condición obrera. ¿Cómo puede volverse humano todo esto, tan duro e insensible? o ¿cómo soportar la condición servil a que uno se ve sometido, ausente el rastro de la conciencia de dignidad?, se preguntaba percatada de la envidia e insolidaridad entre obreros, y de su vivir embrutecido. Simone estaba resuelta a no contagiar a los demás la amargura imborrable que le había dejado aquella experiencia, pero valoraba, en cambio, cualquier inesperado gesto de bondad y amabilidad. No basta con querer evitar sufrimientos a los oprimidos, hay que procurar su alegría.
Llegó al sindicalismo revolucionario como un ideal en el que pensar todos los días, y que dé sentimiento de responsabilidad en la vida cotidiana. De este modo, veía el ser sindicalista como una actitud ante la vida. Se trata no tanto de alcanzar un objetivo, como de acercarse a él. “Deseo de todo corazón una transformación tan radical como sea posible del régimen actual en el sentido de una mayor igualdad en la relación de fuerzas. No creo en absoluto que lo que hoy en día se llama revolución pueda llevar a ello”. Ante todo, veía necesario partir del régimen actual para concebir uno mejor. Estudió la organización burocrática de las fábricas, diseñada según el método de Taylor para evitar cualquier pérdida de tiempo en el trabajo. Y siguiendo –al compás de Tiempos modernos de Charlot– el orden de un trabajo en cadena, observaba que “en Ford solo hay un 1% de obreros que necesiten de un aprendizaje de más de un día”. Simone refería que “las cosas juegan el papel de los hombres, los hombres juegan el papel de las cosas; esa es la raíz del mal”. Encontraba que solo hay una cosa que haga soportable esa realidad y es “una luz de eternidad; es la belleza”. En la protesta contra la opresión, la espiritualidad puede dar una energía incomparable. Reivindicaba la aceptación de sufrimientos físicos y morales, justo en la medida en que sean inevitables. Y afirmaba que la verdad, sea cual sea, es siempre saludable para el movimiento obrero, mientras que el error y la mentira siempre son funestos.
Hay que examinar los problemas en sí mismos, y no en función de etiquetas políticas. Distinguir entre reaccionarios, reformistas y revolucionarios no sirve si no sabemos distinguir quiénes aportan razones humanas y solidarias y quiénes no. La idea revolucionaria es buena y sana, si supone rebelarse contra la injusticia social. Pero es una mentira si consiste en rebelarse contra la desgracia esencial a la condición misma de los trabajadores; sencillamente porque ninguna revolución puede abolir esta desgracia. El título de opio del pueblo que Marx aplicaba a la religión es adecuado si traiciona su mensaje, pero le sirve a la revolución, cuando esta es una mentira. Esa falsa esperanza es siempre un estupefaciente.
Los escritos aquí recopilados son muy actuales, y dan una buena pauta para saber afrontar de forma personal el grave ataque que padecemos los ciudadanos y nuestro Estado social.
MIGUEL ESCUDERO