Victor Hugo contra a «Napoleón el Pequeño»
Parece que la ambición de poder absoluto que corría por las venas de Napoleón Bonaparte se traslada también a su dinastía. El miembro más representativo de esa ambición fue Carlos Luis Napoleón Bonaparte (Burdeos, 1808-Londres, 1873), hijo de Luis Bonaparte, rey de Holanda, y de Hortensia de Beauharnais, cuyo deseo de controlar en primera persona el destino de Francia no conocía límites. Tras una etapa convulsa en el país, el 4 de noviembre de 1848 se promulga, como consecuencia de la revolución de ese mismo año, la Constitución de la II República. Luis Napoleón Bonaparte vuelve de su exilio a Francia y se presenta como candidato a la presidencia en las primeras elecciones con sufragio universal masculino que se celebran el 10 de diciembre de 1848 en la nación. El sobrino de Napoleón consigue ganar los comicios con una gran mayoría, apoyándose sobre todo en su nombre, enormemente prestigioso para sus compatriotas, y ya convertido su tío en héroe nacional, y en la promesa de restablecer el orden. Y bien que lo restableció, aunque no de la manera en que se esperaba.
En la Constitución gala de 1848 hay un pequeño detalle sin duda tan moderno como desagradable para los planes del flamante mandatario galo. En la Carta Magna se consigna la norma de que el presidente solo podrá ejercer su cargo durante cuatro años sin posibilidad de reelección. Se pretende con ello evitar el abuso de poder y la deriva hacia regímenes indeseados. Luis Napoleón intenta por todos los medios una reforma constitucional que elimine esa directriz, pero sus esfuerzos resultan vanos. Está dispuesto, sin embargo, a perpetuarse en el poder antes de que venza el plazo y a hacerlo a cualquier precio. Incluso al que implique aplastar a los ciudadanos que no comulguen con sus intenciones. Así, comienza las intrigas y los preparativos y el 2 de diciembre de 1851 lidera un golpe de Estado que se impone a sangre y fuego y desemboca, un año después, en la proclamación del Segundo Imperio. Luis Napoleón ha logrado su propósito pasando de presidente de la República a emperador con el nombre de Napoleón III, a quien Victor Hugo bautizará como “Napoleón el Pequeño”. Precisamente del autor de Los miserables, Hermida Editores ha tenido el acierto de recuperar Historia de un crimen –en magnífica traducción de Juan Samit Martí y con un prólogo de Jaime Fernández–, donde se da cabal cuenta de su ansia de poder y de los terribles sucesos que fueron consecuencia de ella.
Victor Hugo, que había sido elegido diputado por París en 1848, estaba siempre ojo avizor para denunciar el objetivo imperial de Luis Napoleón. Ya cuando el futuro emperador trata de cambiar la Constitución, Victor Hugo pronuncia en la Asamblea Nacional un vibrante discurso en el que, entre otras cosas, señala: “¿Qué significa esa petición ridícula y mendigada para la prórroga de sus poderes? ¿Qué es la prórroga? Es el Consulado de por vida. ¿Adónde conduce el Consulado de por vida? ¡Al Imperio! Señores, ¡aquí hay una intriga! ¡No puede ser que Francia se vea sorprendida y se encuentre, un buen día, con un emperador sin saber por qué! ¡Cómo! ¡Después de Augusto, Augústulo! ¡Cómo! ¡Porque hayamos tenido a Napoleón el Grande tenemos que tener a Napoleón el Pequeño!”
El insigne escritor no se equivocaba. A pesar de las advertencias, no puede parar la meta de Luis Napoleón, pero sí convertirse en privilegiado testigo del golpe de Estado que este pone en marcha y dejar para la posteridad elocuente testimonio de lo ocurrido. Historia de un crimen es el relato de las cuatro jornadas del golpe en las que ya la suerte está echada: “La Encerrona”, “La Lucha”, “La Matanza”, “La Victoria” y, como conclusión, “La Caída”. Victor Hugo se enfrenta a los golpistas y capitanea uno de los comités de resistencia. Pero, quizá lo más importante, es que, desde el primer momento, y a pie de calle, empieza a escribir un diario donde va consignando día y día y casi hora por hora la asonada que se mancha con la sangre de quienes se opusieron al golpe. La propia vida de Victor Hugo corre peligro por lo que el 11 de diciembre debe escapar de Francia hacia Bélgica, con un pasaporte falso. Años después, en octubre de 1877, decide dar a la imprenta sus anotaciones con este encabezamiento: “Este libro es más que actual; es urgente. Lo publico”.
Esta brillante crónica, que nos sumerge en una tragedia que, dice Hugo, “ni el mismo Esquilo habría soñado”, no solo contiene útiles enseñanzas y aviso para navegantes sobre los mecanismos del poder, sino que se lee como si se tratara de una apasionante novela, en la que Víctor Hugo emplea a fondo todo su dominio de los recursos narrativos.
CARMEN R. SANTOS