Una delicatessen literaria
Como la buena literatura, El festín de John Saturnall (Galaxia Gutenberg) escapa a los cauces habituales de la narrativa y se resiste al molde teórico del crítico. El reto novedoso, de entrada, es muy apetecible: conocer a través de un misterioso volumen, El libro de John Saturnall (1681), los detalles de los secretos mejor guardados de un famoso cocinero, con las recetas incluidas para preparar los platos de su célebre festín. El libro de Lawrence Norfolk ni es una novela histórica ni solo una novela de aprendizaje; ni siquiera un recetario de cocina a la vieja usanza, como aquellos maravillosos centones en los que Julio Camba, Juan Perucho o Néstor Luján situaban en su contexto los hallazgos del beber y el comer a lo largo de la historia.
A muy pocos lectores les importan los orígenes de los platos, de cuándo y cómo se crearon y quiénes fueron sus protagonistas. Y es cierto que todo festín habla una lengua que desconcierta y sorprende al erudito, pero que hasta el más humilde cocinero sabe descifrar; para invitar a esta reflexión Norfolk ha escrito este libro, un juego de ventanas mágicas, míticas y trágicas maravillosamente editado por Galaxia Gutenberg –atención a sus grabados–, y en ese sentido estamos ante una obra concebida para el gran público y gozosamente poliédrica. En esta delicatessen se trufan varios ingredientes: la Guerra Civil inglesa, las historias mitológicas y una historia de amor imposible marcada por el rigor social y la diferencia de clase.
El libro se abre con la difícil vida en una aldea ignorante y llena de prejuicios del pequeño John Sandall –que jamás conoció a su padre– y su madre Susan, a la que acusan de brujería y someten a un juicio sumarísimo en un pueblecito lleno de prejuicios. Una vez que los aldeanos acosan a la supuesta “bruja” tras la denuncia de una muchacha alucinada que se inflige heridas, el pequeño y su madre huyen al interior del bosque y toman refugio en unas viejas ruinas, en el crudo invierno; la madre termina por fallecer en aquellas condiciones extremas y el pequeño, completamente solo, es marginado deliberadamente por sus desaprensivos convecinos, que lo consideran “el hijo de la bruja”. Después, y siguiendo las instrucciones dejadas por su madre en caso de fallecimiento, John es trasladado a la gran mansión Buckland Manor –donde había servido antes su buena progenitora– y puesto bajo la tutela de sir William Fremantle, el viudo de lady Anne. Allí conoce a su infeliz hija Lucretia Fremantle, la dama del Escabel de la Reina y una muchacha triste y enfermiza a la que John restituye la energía vital y las ganas de vivir. Ciertamente, en la sociedad inglesa de la segunda mitad del siglo XVII la mujer seguía sometida a una organización social fijada por dictados masculinos y Lucretia jamás hubiese sido la candidata directa para heredar la mansión, de manera que sir John se ve obligado a convocar a los candidatos del árbol familiar. El pequeño John aprenderá así, en ese contexto rígido pero concurrido por los grandes de la época, todos los secretos de la alta cocina de la mano del maestro Escovell.
Cada pasaje de la vida de John está jalonado de suculentos platos que le dan nombre al capítulo: espuma de rellenos de aves, caldo de lampreas, festín para el Día de San José, plato de golosinas, plato de manzanas silvestres con nata dulce… Por otra parte, todo el conocimiento gastronómico anterior, heredado de la sabiduría de su madre, proviene a la vez de un orbe ancestral y maravilloso, de aquella casa abandonada donde se ocultaron, conocida como el palacio de Bellica, una mujer que llegó al pueblo cuando los romanos regresaron a su tierra y quien introdujo en el valle un mundo de fiesta y abundancia, rodeada siempre de frutas y hortalizas que ella misma cultivaba y compartía. Entonces, los religiosos del lugar decidieron que la gastronomía era brujería, y el fanático San Clodock, tras prestar juramento a los sacerdotes de Zoyland, prendió fuego al lugar y huyó. Después, los religiosos condenaron a Bellica por brujería y los vecinos se olvidaron de las saturnales. Allí su madre, la última depositaria de esta tradición, le entrega a John un libro secreto con aquellas recetas, El libro de John Saturnall.
Norfolk desliza también una reflexión acerca de la nobleza y los matrimonios por interés, y explica el lugar destacado que la gastronomía ocupaba en la vida social de las casas de los nobles ingleses. Sir Hector, Lady Caroline y su hijo Piers llegan respondiendo a la llamada de sir William en busca de una fructífera alianza que revitalice la casa de Buckland. Y qué mejor manera de agasajar a un rey que visita la mansión que con un festín inolvidable, máxime si su creador posee el secreto oculto del regocijo saturnal, aprendido desde su niñez y cuyas recetas lleva casi impresas en los genes. Mientras, John ayuda a preparar miles de platos que combaten las hambrunas y las enfermedades, habrá de alimentar a las tropas y continuar luchando durante toda su vida contra la intolerancia religiosa y sobrellevará la imposibilidad de compartir su vida junto a Lucretia por su diferente cuna: era impensable de todo punto en aquella estratificada sociedad inglesa del XVII que un sirviente se casase con su dama.
La riqueza de la prosa de Lawrence Norfolk es tan deliciosa y nutritiva como los innumerables platos que regala a la imaginación de lector. La descripción de las cocinas y los fogones resulta verdaderamente plástica. Recomendamos al lector que corte estas deliciosas historias para que puedan verse bien sus diferentes capas o niveles de jugosos significados, fácilmente diferenciables. Y que, finalmente, sirva El festín de John Saturnall en rebanadas sobre platos o fuentes, según se desee, para compartirlas con los seres a los que ame, como si se tratase de una vieja historia contada por capítulos. Seguro que se lo agradecerán.
DAVID FELIPE ARRANZ