Diario de un pícaro tropical
Ha habido muchas Caracas. Fue durante siglos una ciudad aldeana; tras la Independencia, el 5 de julio de 1811, una villa desolada; la Caracas de los años 50 del siglo XX fue imán para miles de personas llegadas de distintas partes del mundo –judíos, nazis, emigrantes españoles y portugueses–; más tarde se convirtió en una metrópoli pujante llena de contaminación y automóviles; y hoy asistimos a la conradiana Caracas del horror, el mismo corazón del infierno en América habitado por la amenaza permanente de la muerte. La flor del café, el sabor de la vainilla, las sinuosas serpientes deslizándose entre la floresta y la resonancia de los insectos se fueron quedando atrás con la raza antigua. A pesar de todo, aún hay gentes valientes e ilusionadas que siguen congregándose al atardecer en torno a una buena conversación para romper esa violencia que atenaza la vida de los caraqueños. De ese contraste de opuestos nace Los maletines, el libro de Juan Carlos Méndez Guédez editado por Siruela.
Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967) nos plantea en esta excelente novela-crónica un barrido exhaustivo por la Caracas de hoy, de la mano de un epígono del boom, del último coletazo narrativo de los grandes maestros. Los maletines es una novela sin duda vinculada al postboom de Antonio di Benedetto, Osvaldo Soriano, Manuel Puig o Tomás Eloy Martínez, determinada por la necesidad casi filosófica de mezclar los grandes discursos del boom con la novela más cercana a los géneros populares –espionaje y novela negra–. Los venezolanos Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva y Salvador Garmendia son maestros en el nuevo realismo, grotesco, crítico y, en esencia, social. A esta corriente pertenece por derecho propio Méndez Guédez.
Es este el retrato de la Caracas más desconocida por la que pululan estafadores, trileros y pícaros, personajes entrañables que beben directamente de la tradición del Lazarillo del Tormes. El espíritu de lo hispánico alienta estas páginas, acusando esa herencia que une dos literaturas hermanas. La picaresca y el hermanamiento de España y Venezuela discurren como una corriente subterránea sobre la que el autor levanta su trama: mediante su astucia e inteligencia, el protagonista Donizetti aspira al digno ejercicio de la supervivencia enfrentándose a los poderes fácticos. A él, necio y bondadoso a la vez, la sociedad no le deja ser todo lo bueno y noble que él quisiera, y para resolver sus conflictos con el mundo busca una serie de vías de subsistencia. Una de ellas, transportar una serie de misteriosos maletines de Caracas a las principales capitales de Europa –Roma, Ginebra, Madrid, París…–. Su trabajo es, a la vez, medio vital y enfermedad de desarraigo de un hombre in itinere que no descansa y cuyo verdadero objetivo, como le sucede al Willy Loman de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, no es otro que reunir el dinero suficiente para poder retirarse a vivir y disfrutar de su familia, deseo insatisfecho y causa de infelicidad.
Su realidad íntima, las peculiares relaciones que mantiene con su familia, también retuerce el bucle de su melancolía, un destino de cuyo ADN, cada vez más helicoidal, se siente incapaz de escapar. A Méndez Guédez le interesan los distintos rostros del ser humano y Donizetti para ello es perfecto. Como afirma el narrador venezolano José Balza, cada uno de nosotros somos seres múltiples, a la vez que son muchas las personas que conviven dentro de nosotros. A pesar de su encanallamiento, Donizetti tiene un fondo noble y luminoso, asociado al espacio familiar y de la paternidad que vuelca en una niña adoptada. Siguiendo los pasos de su maestro Balza, Méndez Guédez profundiza en la complejidad psíquica del individuo. Percusión (1982), con su indagación del ser y un continuo trasladarse como manera de comprender el mundo, y Después Caracas (1995), sobre un tipo que se adentra por la senda del narcotráfico, el terrorismo y la explotación minera, ambas de José Balza, configuran el terreno óptimo en el que Méndez Guédez continúa trabajando esas vidas contradictorias de una sociedad presa del desarraigo.
En su caso, el significado de ser padre, de ser un hombre capaz de dar la vuelta al mundo con tal de salvar a su hijo y a su hijastra, constituye la preocupación narrativa –ya no es la mujer madre la que vertebra ese amor filial–. A ello hay que añadir el ingrediente de lo onírico, en especial de aquellos sueños vinculados a las leyendas doradas más ancestrales, no sólo de Venezuela, sino de Europa. Donizetti, como en una de las novelas favoritas del autor –País portátil (1968), de Adriano González León–, no consigue dejar de ser ese personaje de aeropuertos, completamente perdido. La novela de la selva ha dado paso a la novela de la gran ciudad que fagocita a sus urbanitas. Y en medio de la jungla de asfalto caraqueña emerge este diario de un pícaro que se siente culpable, completamente perdido entre los disparos de las metralletas… y el aroma de las flores al atardecer, que se resiste a abandonar el cemento.
DAVID FELIPE ARRANZ